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Como un plato volador

El autor de Un chino en bicicleta y El hombre sentado, entre otras, habla de la reciente La 31. Una novela precaria (Interzona). “Mi idea primordial era hablar de la pobreza en tono humorístico”, dice.

Por Patricio Zunini. Foto: Betania Cappato.

Ariel Magnus estaba en Suiza: salía a caminar por las calles de Zurich y luego volvía a la casa para escribir. Y aquello que escribía era una novela impensada para el orden y la precisión de relojes y trenes.

La 31. Una novela precaria tiene como escenario y protagonista a la Villa 31, uno de los asentamientos más grandes y paradigmáticos de Buenos Aires. Es en ese entorno tan alejado de Zurich —y tan alejado también de lo que rodea a la villa: Retiro, el Centro, Recoleta, Barrio Parque— donde Magnus persigue diferentes historias —31 historias— que se entrelazan, se absorben, se regenerarn dando como resultado una ficción que crece en desorden, como las casas que allí se levantan, pero en la que, sin embargo, cada cosa ocupa su lugar. Así, un revolucionario tiene la visión de villarizar el país, un grupo de extranjeros hace turismo de riesgo, unos jóvenes de clase alta creen hacer trabajo social del mismo modo que dos villeros creen salir en camioneta para violar a las vecinas de Recoleta. Y como un espejo que devuelve una imagen deformada, del otro lado de la Avenida del Libertador, se siente la presencia inevitable de los edificios más caros de la ciudad.

—Lo veo como un libro parecido a Un chino en bicicleta —dice Magnus— porque nace del contraste. Por eso elegí la villa 31. Me interesaba la villa en medio de la riqueza.

—En el comienzo utilizás la imagen del plato volador para hablar la villa.

—Es una imagen que surgió a partir de la mención de un equipo de música y me sirvió para ir enganchando las primeras partes. Me preocupaba cómo hacer diferentes historias que se engancharan sin trucos de montaje cinematográfico —que igual usé— y pensé en el plato volador. Además, creo que es una imagen que no está del todo alejada de la realidad: la villa como una cosa extraterrestre o extra urbana. Desde la óptica de la ciudad es como si fuera un grano. Pero es mentira: así empieza y eso es una ciudad. Es mucho más reflejo del país, y diría que del continente, que los edificios que tiene enfrente y la gente que los habita.

—¿Cuál es el lugar de la clase media en ese contraste?

—Claramente en la novela se juegan los contrastes entre pobres y ricos. Hay una cierta clase media que no está explotada. Hay un publicitario que es clase media acomodada, están los policías que son clase media baja. Pero en particular hay un personaje que representa bien a la clase media y es el hombre que va en el auto por la autopista y teme caerse: casi no se me ocurre más qué decir acerca de la clase media.

—Algo llamativo es la presencia de datos reales de la villa: ¿cómo fue el trabajo de investigación?

—Yo fui varias veces a la villa. Fui con un encuestador que trabaja ahí, lo que me permitió conocer muchas casas. Conocí las diferentes partes de la villa. Increíblemente es un lugar que tiene algo de acogedor, pero es jodido. De hecho podría haber ido mucho más, pero no lo hice porque primero me sentía un intruso viendo como vive la gente, luego un hijo de puta y por último sentía que se me iba el sentido del humor. Mi idea primordial era hablar de la pobreza en tono humorístico. Ya hay diez millones de libros que lo hacen en otro tono y creo que yo no podría aportar nada. También busqué libros sobre la villa: encontré el de Verbitsky, que no pude pasar de las primeras páginas, una novela de los años noventa pero habla más de las aventuras del protagonista antes que de la villa. Y no mucho más. Curiosamente hace muy poco salió un libro escrito por alguien que trabaja en la villa que se llama Villa 31. Historia de amor invisible. Hay libros sobre otras villas, pero cada una es muy distinta. Hay villas del conurbano que son verdaderos rancheríos. La 31 está súper asentada: en parte es villa y en parte barrio obrero.

—¿Cómo es el rol de la política en la novela?

—No me metí mucho en política. De hecho, no me metí con el tema de los punteros porque es un tema que inmediatamente te lleva a lo político, a la actualidad y a tomar posiciones. No lo quise hacer. Fue una decisión muy a conciencia. Hay una sola mención a Cristina, por ejemplo.

—¿A qué se debe la decisión de correrse de lo político?

—Me cuesta abordarlo porque tengo varias ideas y tengo una posición política, entonces el libro se pondría serio en el peor sentido. Le quitaría el tono que buscaba. Hay sin embargo una postura clara acerca de lo que hicieron los milicos, el muro que se levantó, la idea de urbanizarla. La postura política está clarísima. Pero evité la pregunta sobre la situación actual. ¿Por qué? Hace poco entendí la razón: acabo de escribir una novela política también en clave humorística y me salió con una postura contraria a la que tengo. El puntero me parece un personaje muy interesante. Conocí varios. Conocí a uno que mataron pocos meses más tarde. Son personajes interesantes, oscuros, pero trabajarlos en una novela te implica hablar de peronismo y hablar de peronismo se vuelve un quilombo espectacular. Leí ciertas novelas humorísticas de gente que se dice peronista que no me causaron gracia porque les salieron demasiado gorilas. En el momento en que te metés en la política actual tenés que tomar una postura y se corre del tono que le quería dar. Por ahora no siento que la novela sea un ámbito para hablar de política.

—¿Te referís a tus novelas o a la novela en general?

—No: la novela es el lugar para hacer lo que quieras. Evidentemente a mí no me interesa tanto. Probablemente con Menem hubiera sido más fácil, pero ahora me costaría más.

—En cambio sí hay una presencia fuerte de la filosofía.

—¡Eso me interesa mucho más! Es que la política está ahí, pero la filosofía es algo que le encajás. Es lo que me gusta, es lo que hice con los Redondosy con los chinos y es lo que hago una y otra vez: encajarle cosas que no están ahí y ver qué pasa. Cómo te responde el objeto a un bombardeo completamente ajeno. El humor es uno de ellos: la villa no es un lugar de buen humor, es un lugar donde se vive mal, donde hay mucha tensión. Sin duda hay alegría y goce, pero es un lugar jodido.

—¿Cómo se da la relación entre villa y urbanización?

—La novela no apela al progresismo sino a la revolución. La novela me resulta bastante políticamente incorrecta. Pensado socio-filosóficamente, parte de una idea que da vuelta la cuestión. Frente a la urbanización como idea de lo correcto aparece un tipo, el Lungo, que quiere hacer exactamente lo contrario: villarizar. Nosotros (todas las villas del país y del continente) vamos a darle a América la verdadera forma que tiene y desde ahí vamos a empezar algo distinto. La novela trata de poner en claro que no hay por un lado una idea de ciudad y por otro un problema a solucionar. No: sin eso no hay ciudad. Sin eso nadie te limpia, nadie te corta el pasto, nadie te construye edificios. Sin eso no existís.

—La teoría del amo y el esclavo.

—Es una idea archimarxista de la construcción económica. Digamos que la interpelación de la novela viene por ese lado: no llama a que pienses cómo ayudar sino a que veas que esto se te viene encima, que ellos son la verdad y vos la mentira. Después uno vuelve a ser el burgués con sus propias contradicciones, pero con lo escribí con esa premisa.

—¿Por qué todos los proyectos de la villa en la novela están llamados al fracaso?

—Eso tiene que ver conmigo. Tiendo a tener esos finales donde fracasan. Pero la villa es un lugar donde el fracaso queda muy verosímil.

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