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El origen de la danza o el mediodía que meditaba Medea

Interzona publicó por primera vez en su sello editorial al autor francés Pascal Quignard. En su ensayo explora aquello que antecede al humano en su origen.

por Esteban Galarza

Hay un mundo que se despliega ante los ojos de Pascal Quignard. Contemporáneo del siglo XXI, sus ojos parecen ver más allá de lo que nosotros percibimos, todos sus libros dan cuenta de ello. Si bien su nombre gira en boca de intelectuales a partir del éxito a principios de la década del ’90 de Todas las mañanas del mundo, una biografía sobre el músico barroco Marin Marais que fue llevado al cine en 1991, su figura no resulta tan asequible y pareciera volverse más críptico cuanto más tiempo se pasa entre sus escritos.

Si se leen los datos biográficos que repiten las solapas de sus libros, llaman la atención dos cosas: su temprano autismo y su obsesión con lo anterior y con la música barroca. Ante sus ojos se despliega todo un mundo de silencios y sonidos que repercuten como música pero que tienen en su origen un vacío casi sagrado. Entonces, Quignard es contemporáneo, pero que habita otro momento, distinto al presente. Sus textos son eco del mutismo y de la terrible naturaleza que encierra la belleza de las artes humanas: la escritura, el lenguaje, la música. Y ahora además la danza.

El origen de la danza, editado en castellano por Interzona (2017), repasa de un modo muy personalista el concepto que atesora Quignard como “la danza”, el movimiento primario y anterior a nuestro nacimiento. El título puede resultar engañoso para un lector desprevenido, ya que el libro no es un tratado de baile. Tal como fue desarrollando en su serie Último Reino (publicado casi íntegramente en los últimos años por El cuenco de plata), El origen de la danza engarza con un lenguaje actual algunos momentos autobiográficos que sirvieron como catalizadores de las reflexiones más agudas del libro: el mundo intrauterino, el viaje de los Argonautas, los puntos de contacto entre las bailarinas Carlotta Grisi y Sanae Ikeda, que supieron hipnotizar a algunos de sus espectadores más brillantes.

Pero Quignard muestra toda la potencia de su escritura en lo que subyace detrás de todas sus esquirlas sobre la danza: el mito de Medea, la madre negra, la madre terrible. Pareciera decir que en el origen está el crimen sin solución. Hurga en las fuentes del mito y saca a la luz fragmentos de las primeras versiones teatrales, en un vaivén que va del mundo griego al romano. Sabe que la única versión completa que llega a nuestros días es la versión de Séneca, una Medea que preanuncia a la reina Dido, precursora del mundo romano. Se distancia de la Medea del mito griego que la emparenta al dios Dionisos y la celebración salvaje de las Bacantes, las mujeres que salen a despedazar a hombres dados en sacrificio en días sagrados.

Pero luego Quignard suele martillar en el presente, haciendo a Medea dolorosamente contemporánea: “Toda nación adora sacrificar a sus hijos más jóvenes, los más bellos, cuando llegan a la edad de la adolescencia. Toda nación adorna esas muertes con cantos. La Madre Patria venera a las jóvenes víctimas muertas en sus monumentos, en sus esculturas, en sus arcos de triunfo.”

Un conflicto sin resolución posible, una mirada aguda sobre la terrible naturaleza del origen o inclusive sobre lo anterior a nosotros. Si hubiese que decantarse hacia algún lado para explicar el libro de Quignard sería la mirada aguda que posa el autor sobre dos ángulos extraños de la existencia humana: la vida prenatal y el infanticidio. Suena reduccionista y pobre para un despliegue tan complejo y doloroso como el que muestra el autor sobre su mundo, pero si se quisiera decir algo distinto sobre la riqueza de temas y fuentes que despliega el francés, la única forma es abordar la lectura de su libro y contraponer visiones.

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