interZona

Encuentro entre traductores en Caburé

San Telmo atardece tranquilo y la gente va llegando a Caburé con esa alegría de saber que la va a para bien. Matías lee y repiensa sus opciones para cuando le toque empezar a hablar, hasta que Edgardo irrumpe con sus frases de inicio naturales. Se ponen tácitamente de acuerdo sobre lo que va a decir cada uno del otro y sonríen con la gente de la editorial. El librero prueba el micrófono y Guido Indij, Director editorial de Interzona se da a la tarea de presentarlos mientras la platea adelanta el cuerpo en su asiento para prestar atención

Es que ser la voz de otra gente es una tarea enorme. Es tomar la palabra ajena, llenarnos de otredad y ahogar sonidos propios hasta que las cuerdas vocales en nuestra garganta sean un mero tobogán invertido por el cual deslizar esas palabras prestadas.

Tan complejo como poner el sujeto en otro lado y entregar la mente y el teclado a alguien que no conocemos, atajando a cada rato a ese ‘yo’ que no concibe estar lejos de ‘mí’.  Ceder el  mando y amar lo que aquél ama, vivir sus temores, soñar sus pesadillas en nuestra almohada.

Como hologramas de mundos creados en otro idioma, Matías tradujo a Yeats y Edgardo a Shakespeare para que disfrutemos, en sus sonoras voces, las que hablaron aquellos hace tiempo.

“Algunos duelos nunca terminan” dice Matías Battistón en el prólogo de Magia. Yeats, acérrimo rival de la teosofía, se batía a duelo con ella desde la Golden Dawn, su fraternidad de magia y ocultismo, sin lograr definición alguna, de no ser por libros como este, que nos acerca ideas, recuerdos, vivencias relacionadas al mundo espiritual.

En los Sonetos de Shakespeare seleccionados por Edgardo Scott se escuchan, con una impía cadencia, respuestas a preguntas cuya respuesta siempre será dudosa. Como dijera Edgardo en el prólogo, la obra clásica no necesita actualizarse pero sí  la traducción clásica, lo que se permite la prevalencia del sentido, el color y el gusto más que de la imitación de métricas y rimas.

Con la noche acechando el barrio, la gente se va sin querer irse, gastando hasta la última de las palabras que Matías y Edgardo cargan en sus bolsillos.

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