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“La autobiografía para mí fue como un antídoto”

Por Silvina Friera para Página/12 // CECILIA SZPERLING Y SU NOVELA LA MÁQUINA DE PROYECTAR SUEÑOS. // En su última novela, transita del teatro a la literatura, de lo poético a lo narrativo, del verso a la música. “Es un libro performático”, subraya Szperling, una de las criaturas anfibias –mitad poeta, mitad bailarina– más interesantes de la literatura argentina reciente. //

La infancia es el gran teatro del mundo. “Tengo siete años. Todavía conservo los miedos, las fantasías y las pesadillas de una niña de cuatro o cinco años. Deambulo sola por la casa en la noche. Todos duermen. Yo quedo ahí, con este camisón rosa un poco quemado por un experimento fallido con mi juego de química”, cuenta esta niña que sigue despierta cuando sus dos hermanas “duermen exageradamente, como si estuvieran en las profundidades de un océano, rodeadas de peces, barcos oxidados, muy abajo, muy lejos de la superficie”. En ese petit hotel de Belgrano, sobre la calle Crámer, todos los personajes –desde León, el padre polaco que llegó a Buenos Aires cuando tenía un año, hasta la madre bioquímica, a la que le gusta declamar y prefiere escuchar sinfonías para ballet– viven en un gran escenario, como si estuvieran representando el principio y el fin de la vida. La niña de La máquina de proyectar sueños (Interzona) de Cecilia Szperling, que sabe que será científica o escritora –según el pronóstico de la maestra de primer grado–, que perderá la inocencia con el guadañazo de una muerte cercana a los 15 años, es una de las criaturas anfibias –mitad poeta, mitad bailarina– más interesantes de la literatura argentina reciente. “No es mi estilo ir al grano –dice la niña–. Escucho y saco mis conclusiones. Como faltan pistas, mis conclusiones, en este caso, cargan muchos misterios y fantasías. Pienso que así se dialoga. Dejando afuera el asunto principal”.  

Szperling, escritora, performer, creadora de notables ciclos literarios como “Confesionario, historia de mi vida privada” y “Libro marcado”, criatura anfibia como la niña de su “fábula autobiográfica”, cambia de registro de novela en novela, como si pudiera funcionar familiarmente en diferentes modos. Selección natural (2006), su anterior novela, es más cinematográfica, una road movie trágica y disparatada protagonizada por seis jóvenes de clase media alta que luchan por sobrevivir y adaptarse en la gran ciudad. La máquina de proyectar sueños transita del teatro a la literatura, de lo poético a lo narrativo, del verso a la música. “Para mí es un libro performático”, subraya la escritora a PáginaI12.

–¿Por qué cree que es una novela tan teatral al principio?

–No sé si aparece en la novela o no, pero una de las cosas que me pasó es que estaba en esa casa, en esa gran sala, con mis hermanas y los novios de mis hermanas, y me acuerdo que entró una chica, que era la novia de un amigo, y me dijo: “tu casa parece un teatro y tu familia parece que estuviese actuando”. En ese momento mi novio era Diego Frenkel, los amigos de él eran músicos, mis hermanas son bailarinas; entrabas a una casa donde había gente bailando, hablando fuerte, riéndose; algo que era natural. Se dice un poco que el primer teatro es el teatro familiar. A mi mamá, que era bioquímica, le gustaba declamar. El living de mi casa era como un escenario para bailar. Este libro abreva completamente en la dramaturgia y en lo teatral. La idea de que la vida es un teatro está inclusive en la novela, en la escena de las vacaciones en Brasil, cuando mi papá nos lleva a ver a unos bailarines y a él le parece un teatro malo, impostado, falso. La vida tiene que ser un buen teatro.

–¿En qué sentido plantea que ese espectáculo es falso? ¿Lo dice porque es para “turistas” o porque no se acerca a lo real?

–Es falso en el sentido más primario de que la vida es apariencia. La cercanía con la muerte le hace sentir que la vida es una farsa. Hay muchas lecturas posibles porque la idea de teatro es tan rica y tan ancestral que le podés poner muchas capas. El suceso de la enfermedad y la muerte del padre a esa edad es como una rasgadura en el velo de las apariencias de la vida; es como si de golpe la vida tuviese como en los teatros de ópera esa especie de capa sedosa que funciona de filtro y cuando se rasga ya no vemos al actor con el filtro que lo embellece, sino que lo vemos en su dimensión. Me gustó mucho la imagen de que la enfermedad chorreaba como el desayuno, es ese contraste entre el paisaje más parecido al paraíso y la realidad de que viene una muerte cabalgando y no se puede hacer nada. 

–¿Por qué a esa niña la desilusiona la familia que tiene?

–En la adolescencia, con la enfermedad del padre, pierde el idilio con la familia. En las 15 noches sin dormir, aunque hay cosas de la familia que la frustran, el laboratorio de su madre es como el paraíso lleno de tesoros. Ella quiere que sus hermanas se despierten y la acompañen toda la noche; hay mucho deseo y mucho atractivo por la familia. Cuando hace el viaje a Córdoba, ya empieza a sentir que las vacaciones no son las vacaciones que ella quería y aparece la idea de que se puede vivir de otro modo. Como es una protagonista que no deja de crecer, descubre que el mundo puede ser por fuera de su familia. La narración es muy interior, de las impresiones, muy introspectiva. En los desmayos, en los mareos, en la insolación, hay un presentimiento de la muerte del padre, empieza a ver las señales de que algo se desarma y eso rompe el idilio familiar y va a desmoronar a esa familia que hasta entonces ella la había vivido como una niña-poeta. Ahí cambia el género y el teatro empieza a desaparecer. 

–La protagonista parece comenzar a registrar su propio cuerpo con la danza, ¿no?

–Sí, la danza es una de las fuentes más biográficas porque mi hermana menor (Susana) es una bailarina increíble y a mí me mandaron a danza y a expresión corporal desde los dos años. Yo me constituí más desde el cuerpo, soy una escritora del cuerpo. En La máquina de proyectar sueños los juegos infantiles tienen que ver con la danza. Mi casa no era una casa donde se bailaba el disco de moda del momento; jugábamos a bailar ideas muy operísticas, desbordadas. En la adolescencia, el personaje va de clase de danza en clase de danza… A veces pienso cuántos años estuve practicando una disciplina donde no existía el habla y yo soy escritora. Y no sólo soy escritora, sino que todo lo que hago tiene que ver con el habla… Qué raro, qué gran cercenamiento, ¿no? Hay algo en este libro que todavía no termino de entender. Creo que hice un trabajo de restar lenguaje, de sacar palabras para escribir la novela: me obligaba a retener y salía cada capítulo entero. Prácticamente no quedó material fuera del libro porque estuve muy bailarina y muy disciplinada y solo escribí textos que tuvieran todo lo que yo quería: pregnancia, afectividad, emotividad. 

–¿La danza le permitió ser escritora? 

–En mi casa, la conversación era ponernos a bailar y lo que se hablaba era a qué clase de danza fuiste. Yo dejaba cosas escritas por ahí y una vez el novio de una de mis hermanas me dijo: “¡Qué lindo lo que escribiste!”. Pero yo no tenía ni conciencia… Puede ser que la danza me haya llevado a la escritura porque aprendés un metalenguaje. La danza es un lenguaje pre verbal que antecede a la palabra y tenés un montón de emociones sin clasificar porque no tienen palabras, y manejás un montón de ideas sobre el cuerpo, la contracción de (Merce) Cunningham, la caída, el peso, el release; un montón de nociones que vas adquiriendo al experimentar con tu cuerpo. Hay un montón de cosas de la danza que no las podrías expresar en palabras.

–¿Hay un “misterio” de la danza que le viene bien a la literatura?

–Sí, hay un metalenguaje sin palabras que expande el mundo de las sensaciones. Me encantaba (Alwin) Nikolais, que era todo un abstracto con la danza; podés sentir de golpe que tu cuerpo es una diagonal, pasás por experimentar cosas con el cuerpo que no se te ocurrirían experimentar con el lenguaje. A veces tengo la sensación de que soy muda y tengo que hablar. Ese momento mudo es de mucho trabajo interior porque me llevó a buscar un modo de componer con las palabras una experiencia que no la aprendí desde las palabras. No sé si no deliro mucho (risas), pero encuentro hasta una conexión entre cuerpo y abstracción, que me parece que tiene mucho que ver con la música.

–¿El cuerpo le dio carnalidad a su escritura, la sacó de la mudez?

–Yo creo que la escritura la tenía porque en el colegio me encantaba escribir. Me impusieron la danza, me formé en la disciplina en que no me tenía que formar.

–Entonces se rebeló contra la danza, algo no deseado.

–La deseé por imitación, porque quería hacer lo que hacían mis hermanas y me gustó y lo disfruté. Todo lo que tenga que ver con el deseo de escribir siempre es como agarrar una llama viva, ¿cómo la voy a agarrar?

–En el sistema editorial argentino la gran mayoría de los escritores publican cada año o como mucho cada dos años. Hay cierta velocidad por publicar de la que no participa.

–En ese sentido, nunca me pude ver como escritora. Siempre me vi en un vaivén de entrar y salir, de desear el escenario, de desear la música. Todo el ciclo “Confesionario”, que ya tiene más de quince años, es un ciclo que podría haber escrito. De hecho hay un montón de gente que da clase sobre la “literatura del yo”. Sin embargo, yo tuve esa percepción y para mí fue una actuación, en el sentido no de mentira sino de teatral. Me gustó estar ahí con el grano de la voz del autor. El escenario y el esquema del teatro en mí es muy fuerte y eso me corre del momento de la palabra. Igual, cuando estoy con la palabra, me siento en el centro de eso, siento que estoy pensando qué es lo autobiográfico, lo comparto, y lo pongo en escena.

–Las redes sociales amplifican tanto las experiencias que pareciera que Twitter es autobiográfico, Facebook es autobiográfico y también Instagram. Que casi todo puede ser interpretado como una masa voluminosa de autobiografías circulando, ¿no? 

–Estoy totalmente de acuerdo con lo que decís. Me parece que está bien que desborde lo autobiográfico, que cuando hay un patrón se saque. Y si se tiene que romper que estalle, hacerlo reventar y saltar por los aires. Lo autobiográfico fue como un antídoto.

–¿Contra qué fue ese antídoto?

–Contra un momento muy estancado de la producción literaria. Hay autores que dejan más caminos que otros; con Fogwill y con (César) Aira se empezó a entrar por otro lado. Creo que era el antídoto contra el escritor de “biblioteca” que estaba encerrado. Quizá la irreverencia de “Confesionario” me la permitió haberme formado en la danza y sentirme por fuera de la academia. Le pongo una ficha a lo autobiográfico, a contar una historia personal, a ritualizar, a buscar la emoción. Lo autobiográfico era un antídoto contra la falta de emoción. Yo tenía la formación de bailarina y actriz, iba a las clases con (Norman) Briski y tenía que ponerme en una situación trágica porque de esa situación iba a salir mi verdad escénica. A lo autobiográfico llego por el teatro, rodeo la literatura, rodeo mi propia escritura, pero eso no quiere decir que no estoy adentro. “Confesionario” lo empecé como una cosa anti sistema, pero después lo que parecía afuera del canon resulta que al final no estaba afuera. Esto que pensé que era menor no era marginal. 

–¿La propuesta teatral de “Biodrama” de Vivi Tellas surgió más o menos en esos años, junto con “Confesionario”?

–Sí, es contemporáneo o un poco posterior, pero es por ahí, de hecho lo charlamos con Vivi. Hay una sincronía con la historia personal. Hay un agotamiento de las formas o uno siente que se agotaron. Yo viví un tiempo en Boston y tomé clases de teatro en Harvard. Ahí pasaba mucho tiempo sola y me hicieron hacer un “diario de las sensaciones”. Lo primero que escribí fue para las clases de teatro, que te mandan mucho a la dramaturgia. Yo me daba cuenta de que podía producir en primera persona, pero que estaba cruzado por algo literario que de un modo no formal fui aprendiendo. Por otra parte mi pareja, Andrés Di Tella, venía trabajando el documental personal con La televisión y yo, entonces también tenía una influencia que convergía. Mi primer libro, El futuro de los artistas, es muy realista, es como un blog. Puede haber una pequeña crítica por contraste, porque me sentía rezagada, que la tenía que remar, que había un montón de escritores que iban a mirar mal el subirse a un escenario y leer en público, que lo iban a tomar como payasesco, pero yo no era débil en eso y en ese momento creía que había que contar historias personales. La autobiografía fue un antídoto contra algo que en la literatura parecía un callejón sin salida. 

La ficha

Cecilia Szperling, escritora, periodista, performer y creadora de ciclos literarios, nació en Buenos Aires. Su primer libro de relatos, El futuro de los artistas (1997), obtuvo el subsidio de la Fundación Antorchas. Su novela Selección natural resultó finalista del Premio Clarín y después fue traducida y publicada en Inglaterra. Publicó dos libros como antóloga y prologuista, Confesionario 1 y 2, en Eudeba. En 1998 creó los ciclos literarios “Lecturas + música”, “Confesionario, historia de mi vida privada” y “Libro marcado” –de los cuales es curadora, presentadora y performer– que se presentaron en espacios como el MALBA, el Centro Cultural Ricardo Rojas, bibliotecas municipales, Biblioteca Nacional y el Encuentro Federal de la Palabra. Publicó relatos, columnas y en PáginaI12, Clarín y otros medios gráficos. Confesionario TV tuvo dos temporadas en el Canal de la Ciudad, y Confesionario Radio se emite desde 2010 en Radio UBA. Desde 1995 da clases de Escritura Creativa en el Rojas.

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