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Reseñas. "El secreto entre los rusos", de Matías Serra Bradford

Por José María Brindisi para "La Nación"

Uno de los libros más valiosos de entre los que han aparecido aquí en los últimos tiempos, por su notable singularidad, es Autorretrato, de ese creador multifacético que fue Édouard Levé (quien se quitó la vida hace una década, días después de entregar a su editor un libro titulado Suicidio). Se trata de un texto que subvierte el concepto de novela, o más bien desafía la idea de narración en sí: tal como lo sugiere el título, ese álter ego que relata esgrime un retrato minucioso de sí mismo a través de sus gustos, sus obsesiones, sus dolores, sus odios. Una larga enumeración, en algún sentido sin comienzo ni fin, y sin embargo hay allí una idea de progresión que es preciso pensar desde la densidad, la acumulación, la espesura con que va conformándose una vida y cómo ésta se revela al lector. Desde ese mismo núcleo, acaso como su negativo, habría que abordar un libro como El secreto de los rusos, de Matías Serra Bradford, en el que su autor lleva las cosas todavía más lejos.

Serra Bradford elige un recorte extremo: la vida de alguien -"S."- en tanto lector. El libro nace con dos muertes: la de S., y la de un escritor que sólo sobrevivía en la fidelidad de ese único lector. Y de allí en más es un comienzo perpetuo, un letargo descriptivo de alrededor de ochenta páginas: grageas de unas pocas líneas, en las que el narrador construye una biografía de su protagonista a partir de esa condición vital, la que le da oxígeno a su existencia, y que necesita ser observada, definida, reencauzada una y otra vez para que pueda lidiarse con el tamaño de una obsesión.

Todo lo que sabemos de S. gira en torno a la lectura, a esa práctica convertida en una religión, o mejor, un fundamentalismo. Pero una de las particularidades del libro es el hecho de que Serra Bradford no transforme el devenir de su "personaje" en un catálogo de las preferencias propias -o prestadas-; apenas de deslizan por él los nombres de Kafka, Pound, Verne -muy en especial- y algún otro. El detalle no es menor: no debemos enfocarnos en los libros, en las simpatías o antipatías, sino en ese espacio voraz, que S. habita como si fuese un misterioso castillo de naipes. "Un estado de conmoción tal que sólo podía dar lugar al mutismo, a una reserva (un silencio)."

De ese estado permanente, de esa enfermedad incurable habla El secreto entre los rusos, en el que la lectura es, más que nada, un gesto confidencial, íntimo, pero asimismo utópico, un ideal: todos los rostros de los que por un rato nos apropiamos, cuyo sedimento se esconde en algún lugar, pero nunca muere.

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