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Sobre la facultad de captar objetos inexistentes

En Micronesia, el escritor y psicoanalista Gustavo Dessal encuentra una historia de hampones y menesterosos que con alguna presencia quieren salir de pobres pero el instrumental con que cuentan parece comprado en una juguetería, incluso los discursos, al punto de elevar la soledad a la dignidad de un objeto.

Dessal nació en Buenos Aires en 1952. Actualmente reside en Madrid. Es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Publicó, entre otros libros, Clandestinidad El retorno del péndulo, junto a Zigmunt Bauman.
 
¿Se puede no ser católico sin saberlo? Posiblemente es lo que el lector de esta novela piense de Armando Bermúdez, el protagonista de esta nouvelle, cajero de una sucursal de un banco de barrio que como por arte de birlibirloque un día recibe una de esas ofertas que nadie rechazaría incluso tomándose unos días para hacer una evaluación de los pro y los contra que tendría decir que sí o decir que no.
 
Digo no ser católico porque el hombre no parece estar preparado para una sorpresa o una indeterminación en su determinada o previsible existencia, ni siquiera cuando la joven Irene, a quien conoce ventanilla de por medio, sin tiempo ni medios para aplacar su turbación, desaparece de su vista y reaparece, pariente de una vecina del empleado, en una pileta de verano, más de un año después, provocando la misma turbación en su alma, asaeteada ahora por la posibilidad de intimar con ella.
 
Micronesia es una máquina de narrar encuentros y desencuentros, publicada por la editorial Interzona. ¿Por qué una vida debería ser una excepción en la grisura citadina?, parece preguntarse Dessal, ¿si Bermúdez, bien o mal, se las arregla con su sueldo, su departamentito, su rutina, su tele, su bien fundada moral?
 
Porque un día en su trabajo un señor le pasa un papelito por las rejas que leerá luego, un poco asombrado: un número de teléfono y Llámeme. A lo mejor le interesa. Escueto, es todo. Armando, que ahora además carga un perro -el perro de Irene, con quien comparte territorio hasta la futura boda-, luego de conseguir la aceptación de la familia de la novia, uno de esos domingos de mate y facturas.
 
Las mascotas ladran, comen, cagan, piden paseos. Pero al misterioso Laucha, luego del telefonazo, lo ve una noche, oscura y solo, en un bar de periferias, sórdido, uno de esos lugares que Bermúdez no conoce o conoce sólo de mentas. La grapa lo tranquiliza: sólo tiene que apretar la tecla de un celular cuando un cliente del banco salga cargado. Nada más. Y cobrará por cada maniobra.
 
Marcar al perejil. Esa jerga el bancario la escucha en la tele. Una última cosa. Que le quede claro que en este negocio se entra pero no se sale. Y váyase tranquilo, que yo pago el café y la grapa. Sin tropezarse con mesas, sillas o parroquianos, nuestro hombre vuelve a la tranquilidad de su departamento y el perrito. Piensa en Irene. Ese es el ánimo. Sí, señor.
 
Con el tiempo, los sobres con dinero se multiplicaron, la relación con Irene prosperaba, el bicho crecía y la rutina se alteraba. Y otros personajes se presentaban, se multiplicaban. Y en algún momento, la vanidad  y la estupidez se cobrarían su libra de carne.
 
Micronesia desarma en capítulos breves la trampa en la que Bermúdez cae, y la poca monta de sus socios, supuestos profesionales pero simples aficionados que habían visto en el cajero alguien, como cualquiera o como casi cualquiera, ambicioso por salir de su tedio y sus inhibiciones, la estafa de la mayoría de las ilusiones. ¿El hombre no puede soñar una vida sin un bagarto y un pasar aceptable? Es difícil a cualquier precio.
 
El perro, deprimido, muere. El banquero ¿zafa? Dessal construye una ficción donde la codicia y la soledad es capaz de entregar unos restos de confianza a otro capturado en esa misma lógica, aparentemente opuesta pero estructuralmente similar, menos a la hora de rendir cuentas morales que con ese real incapaz de presentarse incluso como ausencia. 

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