En 1966, Alejandra Pizarnik publicó en la revista Testigo un texto extraño y morboso: La condesa sangrienta, prosa poética, ensayo y narrativa que rompía con el estilo de su obra hasta el momento y estaba basado en un libro del mismo nombre de la escritora surrealista francesa Valentine Penrose, una poco ortodoxa investigación histórica novelada sobre Erzsébet Báthory, la aristócrata húngara que en el siglo XVI asesinó a más de 600 niñas y adolescentes, de acuerdo a la leyenda para bañarse en su sangre y recuperar la juventud perdida, pero probablemente por puro sadismo.
A Pizarnik la deslumbró esta historia de la loba de los Cárpatos, su claustrofóbica vida criminal, su ser monstruoso, el círculo erótico y voraz de mujeres brujas que armó a su alrededor. Pero, sobre todo, la impresionó el libro de Penrose: una biografía muy libre, que indaga en los documentos accesibles -pocos y en muchos casos fragmentados- y ensaya una mezcla peculiar de lirismo con historia de la nobleza y la superstición en la Hungría del siglo XVI, junto a reflexiones sobre la naturaleza del sadismo y el Mal manteniendo el equilibrio entre los datos y la preocupación por el estilo.
La condesa sangrienta comienza así: “Eran los tiempos en que la cincoenrama poseía aún todo su poder; en que las tiendas de las ciudades se vendían mandrágoras cogidas de noche al pie de los patíbulos. Los tiempos en que niños y vírgenes desaparecían sin que nadie se esforzara en buscarlos: más valía no tener nada que ver con su mala fortuna. Pero ¿qué se había hecho con su corazón, con su sangre? Filtros, u oro quizá. Y ello en el país más salvaje de la Europa feudal, donde los señores negros y rojos tenían que guerrear sin tregua con los resplandecientes turcos”.
Erzsébet Báthory era hija de una de las familias más poderosas de Hungría, famosa además porque sus integrantes tenían costumbres extremas y desequilibrios psíquicos notables incluso para los estándares más bien laxos de la época. Se casó en la adolescencia con el militar Ferencz Nadázdy, otro aristócrata pero de una familia más disciplinada y religiosa. El matrimonio fue normal dadas las circunstancias: él defendía las fronteras húngaras durante meses, ella se paseaba por los castillos familiares y la corte de Viena acompañada por su servidumbre, casi todas mujeres. La condesa ya era cruel con las jóvenes a su servicio durante su matrimonio, pero los crímenes se agigantaron en número e intensidad con la muerte de Nadázdy en 1603. Cuando se encontró sola y libre de desatar su fría furia, la masacre fue imposible de detener. Hubo cuerpos desparramados por todos los castillos y alrededores, aunque el centro de matanza era Csejte, en los Cárpatos, cerca de un pueblo provinciano y temeroso que proveía a las jóvenes como si las entregaran en sacrificio. Desangradas, quemadas, rociadas con agua fría y abandonadas a la intemperie para que semejaran estatuas, mordidas y obligadas a comer su propia carne, enterradas en fosas por un séquito de hembras crueles, atrapadas por la doncella de hierro, una máquina-autómata de muerte que abrazaba a las víctimas al tiempo que dejaba salir los cinco puñales que se clavaban en la carne.
El capítulo X del libro es, quizá, el más ambicioso: entrecruza la historia de Báthory con la de Gilles de Rais, mariscal de Francia a mediados del siglo XV, satanista, asesino y abusador de niños, que se revolcaba en las tripas de sus víctimas y alguna vez había sido compañero de batalla de Juana de Arco. Penrose traza el paralelismo pero intenta explicar a estos monstruos humanos: expone las tramas políticas que dejaron tanto tiempo en la impunidad a ambos criminales y describe en detalle sus horribles métodos.
Uno de los mayores logros del libro es que la condesa nunca se convierte en un personaje atractivo. Resulta opaca y caprichosa, los ojos muertos, los hábitos repetitivos de un animal nocturno. No tiene carisma, ni siquiera su impactante círculo de mujeres magas, amorales y quizá erotómanas resulta apasionante. Es una vida monótona y cruel. “Únicamente iban a resultarle atractivos lo asfixiante y lo sangriento." Y así es: solo resulta admirable la loca entereza con la que aceptó su sentencia una vez que fue llevada a juicio: se la condenó a quedar emparedada en su propio castillo, Csejte, alimentada a través de un hueco. Resistió esa prisión tres años y medio, hasta 1614.
Interzona acaba de editar en Argentina La condesa sangrienta; antes el libro apenas se conseguía en la edición que en los años '90 publicó Siruela. En tapa dura y factura impecable, tiene prólogo de María Negroni y recupera ilustraciones incluidas en la lejana primera edición del libro de 1962.
En España, mientras tanto, crece el interés por Penrose, a partir de la publicación de su poesía. El misterio sobre la autora fue persistente durante años, ya no lo es y es probable que su redescubrimiento persista. De alguna manera, el éxito de La condesa sangrienta eclipsó a Penrose, nacida Valentine Boué en Francia en 1898. Hoy, que se reescribe la historia del surrealismo, su nombre es visible junto con el de otras muchas artistas que habían sido consideradas musas en el mejor de los casos. Durante mucho tiempo, se la citó solo en su condición de esposa del artista, historiador y coleccionista Roland Penrose –quien después se casó con la extraordinaria fotógrafa Lee Miller- y su nombre aparece con intermitencia pero siempre en lugares llamativos: en la revista de André Breton La Révolution Surrealiste, en La edad de oro, de Buñuel y Dalí --hace un pequeño cameo--, en la película de Man Ray La Garoupe (con Pablo Picasso y Paul Éluard).
También, como muchos intelectuales de su época, estuvo en Cataluña durante la Guerra Civil, donde colaboró con el partido trotskista POUM, al igual que George Orwell; en su paso por España se enamoró de Lorca, lo tradujo al francés y formó parte de organizaciones destinadas a salvar patrimonio arquitectónico religioso en la posguerra. Penrose, sin embargo, no tuvo la vida tan intensa y a veces retorcida de Ünica Zurn o Kay Sage o Leonora Carrington. Le interesaba el misticismo y el esoterismo, que estudiaba con constancia y complementaba con viajes a la India; decía que “una enfermedad congénita” le impedía relacionarse con hombres.
Durante la Segunda Guerra Mundial fue chofer en el Ejército de la Francia Libre y después se mudó con su ex marido a Farley Farm, la granja que había comprado con Lee Miller. Anthony, el hijo de la pareja, la consideraba una bruja. “Ella estaba convencida y fomentaba mi certeza, cuando vivimos juntos. Se creía una bruja buena y la rodeaba un misterio impenetrable, tan palpable que yo me quedaba prudentemente a cierta distancia", escribió Anthony Penrose. Esa condición, de misterio y distancia, es muy clara en los libros de poemas –muchos de amor lésbico- que rescató la editorial española WunderKammer, después de una investigación de la editora Elisabet Riera: Hierba a la luna, Las magias (ilustrado por Joan Miró) y los poemas-collage, Dones de les femeninas.
¿Qué la atrajo de Bathory? ¿La belleza convulsiva del personaje, imagen clásica del surrealismo? ¿Su condición de maga y bruja, que creía compartir? ¿Esa cofradía de mujeres lesbianas criminales, quizá más imaginada que real? ¿La compleja investigación y la dificultad para hacerse de los documentos en una Europa dividida por la Cortina de Hierro? Penrose es directa y práctica en su introducción al libro, apenas enumera los documentos y libros que la ayudaron a reconstruir la historia y no explica cómo llegó a esta peculiar fascinación. Ese misterio quizá permanezca para siempre y contribuya a varias leyendas: la condesa que se bañaba en sangre de vírgenes, la surrealista que divulgó su historia de muerte y demencia con una escritura exquisita, y la poeta argentina que después de leer esta crónica del desenfreno escribió: “la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”.