“Conspiremos”. Tal la palabra con la que Luis Chitarroni finaliza muchos, casi todos, los e-mails en los que cerrábamos encuentros a los que, casi siempre, postergaba. Son correos electrónicos de la era previa a wassap, en los primeros años de la segunda década del siglo XXI. Conspirábamos, siguiendo su consigna, bajo un techo pintado por Raúl Soldi en una galería antigua de la avenida Santa Fe. Debajo del Soldi (artista que a ninguno de los dos nos gustaba) se planificaba el pasaje a la realidad de una novela que había enviado sin éxito al premio Tusquets en 2010 con el nombre de Los Increíbles Hombres Mina y que Luis terminó por rebautizar con un nombre concreto, tecnológico: Audinac. La marca argentina de la bandeja giradiscos que formaba parte del equipo hi fi de mi familia y que me acompañó hasta 2018 más o menos.
Pero, lo supe con el paso del tiempo, la conspiración era contra la misma materialización de la novela en libro, objeto. Luis llegó a mencionarla como una de las posibles novedades de La Bestia Equilátera para 2013 en una entrevista, pero un día de lluvia torrencial en un café chiquito de Belgrano R, cerca de la editorial, terminó de consumarse la “conspiración”: la novela no saldría. No había pasaje posible a la realidad, a lo tangible, y el miércoles 17 cuando Luis murió entendí al fin que la función de ese original no era ser leído sino conversado en estas “conspiraciones” en las cuales los dos volvíamos a situarnos en esa bruma entre los doce y los trece años: la frontera del carapálida.
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Volví a su primera novela la misma noche que supe por un posteo en Instagram de @analiahounie que Luis, cuyo último mail en mi casilla es del 4 de abril de 2021, había partido en una última curva plagada de obstáculos. Entrar al mundo de El Carapálida, que tiene los mismos 25 años de mi hija, fue, es, sigue siendo, como poner play en un radiograbador y volver a escuchar su voz acompasada por esa forma de estirar su barba como de asirio moderno. Volver a su pronunciación preciosista, isabelina, de los nombres de los artistas de rock (inglés) a los que él había accedido diez años antes que yo. A veces me parecía que solo nos encontrábamos para que perfeccionara el arte de decir “Jethro Tull”, en un inglés de Oxford arcaico, borgeano, que en Reino Unido ni todo el Commonwealth se consigue.
Entre aquellas “conspiraciones” y esta novela sobre lo iniciático se conformó una especie de audiolibro o la luz que mantiene a Luis como la voz antes del silencio y la oscuridad que guían al sueño. En ese séptimo grado de 1971 en el que transcurren las desventuras del carapálida se espejan los días que intentaba captar en la novela inmaterial que era la excusa de nuestros encuentros bajo la cúpula de Soldi o en la cocina de La Bestia Equilátera donde Luis preparaba el té.
Un momento muy especial en la vida sobre el que Luis vuelve en nuestro último mail a propósito de un textual suyo para una nota sobre Piazzolla para Ideas en este mismo diario. “Para mí el gran revuelo ocurrió a causa del álbum (vinilo) de Astor con su conjunto nueve de 1972, que tiene Vardarito y Oda para un hippie. Lo oí cuando tenía entre doce y trece años, mientras oscilaba entre la tentación de crecer y la de quedarme ahí, como en El carapálida”. La tentación entre editar o quedar ahí, suspendidos, ingrávidos, conspirando. Como los chicos de El Carapálida en 1971 o como yo mismo frente a un combinado Ranser comandado por un chico más grande, avivagiles, diez años después, en otra dictadura. Quedarme para siempre en esa habitación plagada de elepés y pósters o, al menos, intentar volver, aunque sea por unas horas, a ese mundo de fruta encendida. Que era lo que, sin éxito, intenté en Audinac.
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Todavía me cuesta abrir el mail de Interzona. Dice “Hasta siempre, Luis” y hay una foto de Chitarrolling (Fabian Casas dixit) con una bufanda. Luis dice de su libro Peripecias del No (2007): “Escribí un libro de espaldas al público. Empezó como un proyecto de una seriedad enceguecedora y después encontró sus motivos para ir inventando senderos y pasadizos secretos”. Perips le decía Luis a su nave hermética que sigue rompiendo los ojos. Interzona lo reeditó este año; salió de imprenta diez días antes de que Luis se fuera. Sería el catálogo razonado perfecto (sin imágenes, sin nada que conservar) del No Museo que Dolores Cáceres (o Dolores de Argentina) presenta en disidencia con la Feria de Mercado de Arte Contemporáneo de Córdoba que cierra hoy mismo. Un enorme lugar vacío rodeado por un campo de flores a 10 kilómetros del aeropuerto, camino a Río Ceballos. Imagino el cubo blanco de la duchampiana Dolores habitado apenas por una vitrina blindada con un ejemplar de Perips dentro. Como una suerte de exaltación a su hermetismo, su erudición todo terreno y nuestras conspiraciones físicas y virtuales rematadas por su particular firma: “Abrazo fortísimo, lwg”
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Te leo en un rato carapálida. Como ayer. Y mañana, que dice Luis que es mejor.