Una vez Beatriz Vignoli me dijo en una entrevista que hay solo dos historias que siempre vale la pena contar: 1) el combate de un ser humano contra los dioses, ese fracaso; 2) el niño o la niña que descubre un mundo.
Nunca olvidé esa idea de Beatriz y la recordé al leer este libro de Andrea Salgado que comienza, al parecer, como una versión sumamente personal de esa segunda historia.
El sueño del árbol se puede leer de muchas maneras, por supuesto, pero yo elijo leerla como la historia de una niña que descubre un mundo, y el mundo que descubre tiene un principio previo a su nacimiento, claro. El libro comienza de una manera muy rara, compleja: propone un bolero entre el cuerpo y la razón, un diálogo de añoranza y desentendimiento mutuos, en realidad, una especie de deconstrucción del viejo formato del diálogo filosófico que, desde Platón a Oscar Wilde ha servido tanto al pensamiento occidental. Solo que aquí quienes hablan no logran hablarse.
Es necesario que este desentendimiento se cuente para que la niña nazca, para que el registro autobiográfico (porque para mí lo es por más que se use la tercera persona) obtenga su permiso de ser.
Al principio, entonces, la niña es puro cuerpo: sabe hablar y caminar pero no le interesan ninguna de esas acciones, es un puro sentir. Sentir el mundo nuevo, un mundo donde los frutales machos dan frutas hembras, donde a los jóvenes los matan por pobres y bocones, donde los hombres dañan a las niñas, las perjudican para siempre y, por eso, tal vez, las barbies se besan entre sí y no vuelven nunca a sus cajas prolijas. El cafetal y la flor de plátano que la niña desea que florezca a pedido son el símbolo de ese mundo, como también lo son otras flores y sus secretos saberes, distintos a los de la ciencia.
Sólo que en ese mundo una verga puede parecer tanto una flor como algo que hace daño o algo que da vida. Y una semilla de papaya puede ser una larva y producir arcadas de asco.
Entonces, como todo es doble en ese mundo, la niña cambia de bando sin siquiera preguntárselo, juega con varones y chicas por igual y es amada por ambos. Y en ese mundo dual, los campos llenos de vida están también llenos de muertos y la adulta a la que seguimos en la última parte del relato guarda muy hondo la mirada fresca de la niña porque acaso sea su única forma de seguir viviendo.
Ahora es la violencia en el centro mismo del árbol que dio vida al mundo la que marca sus pasos, y entonces el cuerpo se descompasa, la comida produce asco mientras cien mil personas se reúnen en torno a la estatua de Bolívar para cambiar su espada por un lápiz y terminar sacándose selfies cabalgando su caballo con banderas todavía ensangrentadas.
Y es así como El sueño del árbol se encuentra contando no la historia personal sino la colectiva, la de ese segundo mito que siempre hay que volver a interrogar: la historia no del combate del héroe contra los dioses sino la de todo un país que parece condenado a la repetición cíclica, un círculo de muerte y celebración que parece no tener fin.
¿Y quién podrá contar esto si, como dice Andrea, “la narración posterior, esa con la que los vencedores inventan la historia, no existe en este país”? Parece que esos vencedores tienen todo menos la capacidad de contar:
“Aunque los vencedores siempre han sido lo mismos, no han tenido tiempo sino de aniquilar para vencer. Han vivido en el eterno aniquilamiento. No es sino oírlos hablar por estos días para darse cuenta de que carecen de relato. Mano firme, corazón grande, es el actual slogan del partido en el poder. Mano dura, corazón baldío, escribe debajo de las siluetas de los muertos”.