por Bárbara Belloc
Para contribuir a la confusión general, Santiago Vega inventó al escritor Washington Cucurto y, con él, el programa de un “realismo atolondrado” (como lo llama, “para indicar una manera de leer”) que hasta hoy dio dos libros y una plaqueta de poesía con su firma: Zelarayán (1998), La máquina de hacer paraguayitos (1999) y Oh, tú, dominicana del demonio (2002).
Para no contribuir con el status quo, Washington Cucurto (San Juan de La Maguana, República Dominicana, 1942; extraviado en Centroamérica hacia 1979, después de una estadía en Buenos Aires) vino a interrumpir el tempestuoso fluir del rioplatense con maniobras, cómo no, accidentales, como una biografía apócrifa escrita por el mismo Vega “tras los poemas de La máquina..., una producción literaria que cruza objetivismo y teatro del Caribe como quien canjea recuerdos de viaje en un mercado portuario, y ahora con lo que la confusión general llama “una novela” sin que lo sea: Cosa de negros (Interzona). Está probado: lanza un escritor al mundo y la confusión general se ocupará del resto. Esto Santiago Vega, ávido lector y polígrafo de treinta años de edad, mimado de las más dispares tribus de la Kultura y debutante en la arena pública de la narrativa, lo sabe.
¿Lo sabe Cucurto?
–A Cucurto me lo atribuyeron los de la revista 18 Whiskys, con los que andaba hace unos años. Como yo era el más chico de todos, me empezaron a cargar y a llamar Cucurto, “Cucurto”, no Santiago. Hasta que un día fui a la casa de un pibe y me habían armado un librito con ese nombre. Entonces me hice cargo. Un poco para tomarme en serio la libertad del personaje, y otro poco como una venganza a la cuestión del gaste (Cuando te hacés cargo de una broma deja de ser broma). Digamos que me valgo de Cucurto para escribir con la soltura del personaje-autor, que a veces inventa palabras caribeñas y guaraníes, y se ve metido en situaciones desaforadas: me da soltura. Eso es lo que llama la atención, también.
¿Y qué hay de los materiales característicos de Cucurto?
–Para escribir me agarré de los estereotipos, de todo lo que era material despreciable para la literatura: la lengua de Paraguay, Perú, la cumbia, la calle. Cucurto es como una gran recicladora de pavaditas, de todo lo que “queda mal” en la literatura. Los de 18 Whiskys leían mucho a Wallace Stevens, Pavese, Montale, Eliot, los franceses; eran muy intelectuales, y siempre me decían: “cuidado, no hagas el ridículo”. Salvo algunos chilenos, la poesía latinoamericana les parecía mala. Hasta que dejé de prestarles atención. Creo que fue lo que me salvó. Por eso empecé a trabajar con todo lo que ellos rechazaban y a mezclar los materiales de Cucurto.
Prácticamente, una política de contra. ¿Y el pasaje a la narrativa?
–En realidad, empecé escribiendo narrativa. Yo escribía básicamente prosa, pero me costaba mucho, me salía una prosa muy imperfecta, desprolija, te diría ilegible. Y ahí empecé a tomarle el gustito a la poesía. De hecho, mis poemas son cuentos concentrados, extractos de situaciones, personajes, escenas o ideas narrativas que se dan mejor en la poesía que en la prosa. A Cosa de negros, por ejemplo, lo escribí en 1995 y la primera versión se publicó completa en internet (en www.laideafija.8k.com): es un quilombo. Hasta que me lo pidieron los editores el año pasado lo había dejado completamente de lado.
Entonces prosa y poesía en Cucurto es la historia del huevo y la gallina...
–Sí. Igual, después de publicar en internet Cosa de negros yo pensé que ese libro y toda la narrativa que tenía escrita era una cosa que estaba, para mí, muerta. Me costaba mucho. Nunca tuve suerte con la narrativa. Y como les prestaban más atención a los poemas y La máquina de hacer paraguayitos fue muy leído, me volqué más a eso. Narrar es otro tipo detrabajo, más complicado, lleva mucho tiempo, y yo no sé si tengo tanta cabeza para elaborar una trama, darles personalidad a los personajes.
¿Qué lee?
–Ahora estoy leyendo a Lemebel, que es buenísimo. Me gustan Copi, Sarduy, Lezama, algunos peruanos y colombianos raros, todos los neobarrocos. Y Reinaldo Arenas. De acá, de los pibes, me gusta mucho Tuca de Fabián Casas, Manuel Alemian, Pablo Luis Aguirre, y lo que hacen Rubio, Gambarotta. Lo de Ná Kar también me interesa mucho.
A pesar de las diferencias, yo veo cierta afinidad entre ustedes.
–Sí. Seguro. Hay una afinidad. Porque es la creación de otro mundo, un mundo que no existe, de fantasía, además del trabajo con el lenguaje. Pero no sé explicarlo, no soy un teórico. Aunque si tengo que defenderlo a Cucurto, lo defiendo a muerte.
¿Alguien lo ataca?
—No, al contrario. Yo estoy muy contento: me llamaron de todos lados para hacer notas, el libro gustó y parece que además se está vendiendo. Con la poesía eso no pasa, ni siquiera escribiendo Crawl u Hospital Británico, ni con una obra maestra acá hay recepción. Podés publicar un libro de poesía y ponerlo en las librerías, y no pasa nada. Acá se desprecia mucho la poesía. O tenés que escribir veinte libros y tienen que pasar treinta años para que te consideren...
Y aquí habría que agregar lo obvio: que lo suyo es de frontera. Que la escritura de Cucurto, “el gran sofocador” y bromista, trafica en el triple borde imaginario en que se tocarían Paraguay, las Antillas y el Río de la Plata como vestigios, o la tupida biblioteca del lector culto, la charla de maxiquiosco/parada y el pulso de la bachata que hace latir al yotibenco. ¿Qué trafica? Obviamente: palabras, léxicos, giros, ritmos, figuras y citas. Esto hace Cucurto, el escritor de Vega, el autor de la obra, y así sucesivamente. Primer transtextual de su generación, y además prolífico (Vega asegura tener guardadas más de cinco novelas extensas —lo que de acuerdo con su proceder reciclador vendría a ser una fuente inagotable de poemas— y estar trabajando actualmente en más de un proyecto).
Fenómeno curioso por donde se lo mire: suerte de escritor profesional espontáneo, que no cuenta en su haber con los habituales requisitos del aficionado (no estudió Letras, no participó en ningún taller, no tuvo lectores-guía), que publica mucho, evalúa los resultados en términos de “llamar (o no) la atención” y es capaz de reconocer “la importancia de tener un buen editor” –y al respecto, es justo anotar que además de uno de los poetas más sensibles de su generación, Edgardo Russo es quizás el mejor editor en actividad.
¿El próximo paso en esta rara trayectoria? La publicación de Veinte pungas contra un pasajero (poemas), la escritura de una novela de amor marginal en tránsito, Sexybondi, y un proyecto cultural con todas las letras: “Eloísa cartonera”, el sello editor que con cartón comprado a los cartoneros fabrica las tapas de sus libros, a ser vendidos en la calle por los cartoneros mismos. Moraleja: Cucurto cumple, Vega dignifica.