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Arqueología en la bañera

Por Juan de Marsilio, para El país cultural, del diario El País (Uruguay)

NACIDO en Lwów, entonces polaca, en 1921, y muerto en Cracovia en 2006, Lem que un testigo privilegiado del siglo XX. De familia judía convertida al catolicismo, se salvó por poco de los campos nazis. Adoptará una postura escéptica que es tema recurrente en sus relatos: la imposibilidad de conocer tanto el más allá como la realidad física que nos rodea. Dejó inconclusa la carrera de medicina, pero cultivó una curiosidad filosófica y científica amplia y rigurosa, conjugada con un humor socarrón, absurdo y a veces grotesco, y una triste piedad por el ser humano. Eso aflora en novelas como Solaris (llevada al cine primero por Andrei Tarkovski y luego por Steven Soderbergh) o Retorno de las estrellas. De ideas socialistas, integró la resistencia polaca. Vivió y despreció el nazismo y el estalinismo. Sorteó la censura escondiendo sus tesis en el género de la ciencia ficción. La novela Memorias encontradas en una bañera, de 1961, pasó entonces como una sátira del Pentágono, el capitalismo y los Estados Unidos, pero es en realidad una sátira del aplastamiento del individuo por cualquier sistema jerárquico y burocrático. Sistemas que perdieron los valores iniciales y se convirtieron en máquinas opresivas, a
la vez demenciales y eficientes. Empezó a ser leído en el Río de la Plata hacia principios de los ’80 en libros de Bruguera, y luego en Minotauro —sello de más prestigio— no sólo entre adictos a la ciencia ficción sino también entre lectores “cultos”. Más tarde comenzó a aparecer en Alianza Editorial. Era una voz distinta, que de a ratos no parecía ciencia ficción, y de hecho podría calificarse de ficción filosófica bufa en la línea de Voltaire o Jonathan Swift, el de Los viajes de Gulliver. Durante la dictadura no fueron pocos los que hallaron en este polaco bastante más que una evasión pasatista. De ahí que Lem sea por estos rumbos parte de la educación intelectual, sentimental y estética de una minoría fiel y calificada de lectores. Acaba de llegar de la mano de Interzona la reedición, con traducción de Bárbara Gill, de las Memorias encontradas en una bañera, libro que fue precedido en esta editorial por otro de humor cuestionador y delirante, El congreso de futurología. NI BORGES NI KAFKA. Ni Orwell ni Kazantzakis ni Huxley: están todos a la vez, conjugados de un modo personal, dialéctico, en constante y fértil autocuestionamiento, que no cristaliza en un dogma o epifanía definitivos e intocables, porque es un discurso consciente de que la razón tiene ante sí un universo incomprensible. Por eso es una burla de toda pretensión de verdad absoluta. El prólogo ficticio de estas Memorias… es una parodia brillante del discurso académico. Un historiador del futuro presenta el único registro en papel que resta de toda la historia humana y lo usa para hacer descacharrantes interpretaciones sobre el “Neogeno tardío”, un período que es parodia de la época de la Guerra Fría. La civilización habría entrado en una profunda crisis porque un agente químico traído por sondas interplanetarias causó la destrucción del “papilro” (papel), y con ella el caos de administración, producción y servicios, pero peor aún, de los registros literarios, históricos y culturales. Cabe señalar que los prólogos y reseñas de libros inexistentes que Lem reuniera en Vacío perfecto y Un valor imaginario tienen un tono similar. Se suceden situaciones absurdas e inesperables, y el discurso de los personajes aporta la reflexión metafísica, epistemológica o moral, siempre humorística. Esta inventiva vertiginosa y a la vez razonante se aprecia muy bien en El congreso de futurología o en las fábulas de robots de Ciberíada. “¿Cómo debo actuar?” pregunta el protagonista, que deambula durante días por el “Nuevo Pentágono” o “el Edificio”, y se entrevista con generales decrépitos y oficiales de especialidades inverosímiles. Las respuestas ininteligibles y/o contradictorias le hacen creer que no hay tal misión, que se lo esta probando para ver si es apto o que su ir y venir es la misión en si misma. Llega a creer que todo es caótico, pero saca la conclusión de que el funcionamiento de esa burocracia es a la larga eficaz, aunque vaya a
saber para qué. Y esto es importante: en papel o vía email, con fines bélicos o pacíficos, seguimos ante burocracias cuyo único sentido aparente es seguir funcionando. En el camino este antihéroe comete faltas —que no entiende— y se hace pasible de una investigación y procesamiento. La gran diferencia con El castillo y El proceso de Kafka radica en que el verbo actuar refiere también a interpretar o fingir, porque en el Edificio —y en el Universo— todo está en clave, todo es una intriga de infinitas capas, una cebolla monstruosa en la que todo puede y debe ser trampa, provocación, maniobra entre agentes dobles, triples y cuádruples. En definitiva, una larga traición que se pliega y se vuelve a plegar sobre sí misma.
EL EDIFICIO Y EL ANTIEDIFICIO. Este libro critica, por un lado, el discurso vacío de los sistemas dogmáticos y jerárquicos en extremo —políticos o religiosos — cuyas “verdades absolutas” se sustentan en dos pilares: la fe en una retórica vacía o contradictoria, pero bien ensamblada y solemne, y una rutina que con su inercia oculta el sinsentido. Son, además, sistemas maniqueos: el Edificio tiene su razón de ser en la lucha contra el Antiedificio. Pero tras décadas de intriga, ocurre que todos los empleos del uno están infiltrados por agentes del otro, con lo que las cuentas se compensan y todo sigue igual. Entrar en la lógica edificio/antiedificio implica convertirse en un canalla (“canaya”, se pronuncia por aquí). En este sentido son reveladoras las conversaciones del protagonista con el Padre Orfini, sacerdote espía y provocador, y su acuerdo para redimirse: donde es engañoso hasta el engaño, conspirarán de veras y de buena fe, y se denunciarán y traicionarán con toda sinceridad, aunque a su alrededor todo sea falaz. En el mismo sentido es maravilloso y triste el pasaje en el que nuestro hombre decide ultrajar a una joven muchacha, pero no puede. Sin embargo termina encanallándose, porque ese sería el único éxito de los sistemas basados en la anulación del individuo: encanallarlo. La traducción de Bárbara Gill debía superar las brillantes traducciones de Jadwiga Maurizio que, en un castellano neutro peninsular, lograban comunicar el absurdo, la brillante ironía de los juegos de palabras, el patetismo discursivo de algunos personajes, aunque al lector de por aquí le resultara ajeno el mínimo uso de argot local. Esta nueva traducción acierta sobre todo en este último campo, con giros idiomáticos más rioplatenses. Son escasas las frases de sintaxis confusa. La lectura de estas Memorias… conviene a escépticos y a personas de fe, para comprender mejor lo poco que podemos afirmar sobre las cosas y los desastres que podemos hacer en nombre de esas afirmaciones, si se toman demasiado en serio. ●
MEMORIAS ENCONTRADAS EN UNA BAÑERA, de Stanislaw Lem. Interzona, 2015. Buenos Aires, 240 págs. Distribuye Aletea.

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