interZona

Así hubiera sido la última película de Pasolini, una “superproducción pornográfica-teológica”

El célebre escritor y director de cine italiano había trabajado por casi una década en lo que hubiera sido su retiro definitivo de la pantalla grande para dedicarse de lleno a la escritura. Pero su misterioso asesinato en 1975 dejó trunco el proyecto de “Porno-Teo-Kolossal”, una reinterpretación de la leyenda del cuarto Rey Mago que llegó tarde al nacimiento de Cristo Por Fernando Pagano

En 1975, algunos días antes del estreno de Saló o los 120 días de Sodoma -la que terminaría siendo la última película de su filmografía-, el escritor y director de cine italiano Pier Paolo Pasolini fue encontrado muerto. Su cuerpo había sido severamente golpeado, atropellado repetidas veces con su propio auto y luego parcialmente quemado. Casi medio siglo después, el crimen, que se le adjudicó a un joven prostituto, a políticos que lo deseaban muerto y hasta a la mafia italiana, todavía está sin resolver.

Pero el célebre director, que también se volcó al periodismo, la poesía, la pintura y el activismo político, tenía otros planes para su carrera como cineasta, que se vio trunca justo antes de la que sería su última pieza. En distintas entrevistas que dio en sus últimos años, Pasolini había comentado la existencia de un titánico proyecto en el que venía trabajando desde 1966, una “superproducción pornográfica-teológica” inspirada en el cuarto Rey Mago, ese que, según cuenta la historia, llegó tarde al nacimiento de Cristo.

Porno-Teo-Kolossal, editado por Interzona en el centenario del nacimiento del director de Teorema, El Decamerón y El Evangelio según San Mateo, rescata el guión del proyecto más ambicioso de Pasolini, que, de no haber sido asesinado, hubiera sido su última película. Su idea, tras ponerle punto final a una celebrada y controversial carrera cinematográfica, era irse a vivir al campo para dedicarse de lleno a la escritura de una novela sobre su vida.

Este guión, que no sigue el formato tradicional sino que se asemeja al relato oral de una película -Pasolini nunca lo escribió, sino que se lo dictó a una grabadora-, sigue a Epifanio, un Rey Mago napolitano que, junto a su fiel servidor llamado Nunzio, emprende la búsqueda de la estrella que señala el lugar donde deberá rendir homenaje al Mesías recién nacido.

El atolondrado camino los lleva por distintas ciudades: Sodoma, donde predominan los homosexuales; Gomorra, donde reina la heterosexualidad; Numancia, un reflejo de París y el mundo occidental; y por último Ur, que representa a Oriente. Pero en Porno-Teo-Kolossal, la sexualidad -que solía tener una cualidad redentora en su obra- fue consumida por el capitalismo, la violencia y las ansias de posesión.

El final, que fue reescribiendo en los últimos años de su vida, hubiera marcado un giro abrupto en la comsovisión de su obra. Al ascender al cielo, Epifanio y Nunzio, este último transformado en ángel, van en busca del paraíso, aunque sin éxito. “Y sin embargo estaba acá”, dice el ángel, confundido ante la ausencia del Reino de los Cielos, y remata: “No existe el fin. Esperemos. Algo sucederá”.

Así empieza “Porno-Teo Kolossal”, de Pasolini

Sodoma

El tren, disminuyendo la velocidad, entra en la estación (donde de hecho, en vez de estar escrito “Roma Termini” dice “Sodoma Termini”).

Eduardo, con su paquete bien apretado, y Ninetto, con sus dos grandes valijas, bajan del tren y van hacia la salida de la estación. Se asoman a la Piazza dei Cinquecento.

Aquí también –como en el amanecer en el que hemos visto Nápoles– todo parece absolutamente normal: es la Piazza dei Cinquecento habitual, con su tránsito, sus pasajeros, sus bares... Pero aquí también hay algo que está fuera de la norma, inesperado, extraordinario.

Mientras tanto, a la salida de la estación hay un control policial: bien, los policías no son de ninguna manera los policías enemigos, los antipáticos de siempre. Son jóvenes muy simpáticos, muy cordiales, y es con mucha gracia que a todos los pasajeros –que son obligados a hacer cola con una burocracia por otra parte muy ágil y muy simple– les piden sus datos.

Con la mayor parte de los viajeros que bajan, ellos se entienden enseguida; con Eduardo, en cambio, tiene lugar un dialoguito más bien cómico. De hecho los guardias le preguntan a Eduardo... ¡¡si él ama a las mujeres o a los hombres!! A dicha pregunta, no sin cierta orgullosa indignación, el viejo napolitano, escandalizado, responde: “¡Compañero! ¡las mujeres! ¿Pero qué preguntas son esas?” “¡Muy bien! Pero no fue una pregunta prepotente o violenta”, explican los guardias, “pero, si a usted le gustan las mujeres... oh, Dios, puede ir a donde quiera, naturalmente también al centro... pero será más apropiado para usted y aconsejable para el orden de la ciudad ir al barrio Burgués”.

Eduardo mira a Ninetto (quien no le da ninguna satisfacción) e impertérrito hace el gesto de quien dice: “¡Ma sí, vámonos!”. Y se van. Toman el tranvía (porque toda esta Roma –aunque no reconstruida a la perfección, cosa que sería imposible– es la Roma de los años cincuenta; por lo tanto está la vieja red tranviaria de entonces, con todas sus paradas y sus conexiones, así como sus grupos de muchachitos).

A través de este viajecito de Eduardo y Ninetto hacia el barrio que les fue aconsejado por la policía descubrimos o, mejor, tenemos las primeras impresiones de la Ciudad de Sodoma.

En un principio no está del todo claro de qué ciudad se trata, porque el descubrimiento solo puede ocurrir lentamente. A una primera mirada, Sodoma parece una ciudad normal: la Roma de los años cincuenta, justamente.

Pero por ejemplo se ven, en los jardincitos y por las calles, grupos de hombres juntos, no solo de muchachos, no solo de adultos, sino también de muchachos y adultos mezclados. Y así las mujeres están todas solas. En los bares no se ve ninguna pareja, no se ven hombres y mujeres con niños, etc., etc. En cambio se ven jovencitos y muchachitos juntos, o bien hombres y jovencitos, o bien mujeres y jovencitas. Incluso, en cierto momento, Eduardo –a quien todo esto le parece un sueño– ve, pasando a través de los bosques de Celio, contra una pared, a un muchacho y un hombre que se besan tiernamente, como suelen hacer las parejas.

Luego, más adelante, después de una curva del tranvía traqueteante, ve –pero no cree en sus ojos (tal vez sea una alucinación)– una pareja de dos mujeres –de las que una es adulta y la otra una muchachita– tomadas de la mano, que cada tanto se dan un beso...

Luego hay una aparición que no tiene nada de especial, pero que impacta a Eduardo en lo más profundo de sus sentimientos de hombre... macho. Se trata de un Mercedes negro, detenido en un semáforo, escoltado por dos motociclistas-policías. Dentro del Mercedes, inmóvil, dura como una estatua, hay una mujer bellísima. “Es una reina”, murmura Eduardo, estático, “¡una reina!”.

Finalmente llegan al barrio Burgués. Este es, una vez más, un viejo barrio de la Roma de los años cincuenta. Pero aquí también, como es habitual, hay algo anormal, extraño; es como si este barrio fuese un barrio aislado, con algunos grupos de policías (simpatiquísimos, agradables, muy agradables, alegres, con nada policial) que recorren las calles aquí y allá. Evidentemente se trata de un barrio particular, donde vive gente particular.

Como luego veremos, se trata de aquellos que en el campo del sexo tienen gustos normales (los que nosotros llamamos gustos normales y que en cambio, en la ciudad de Sodoma, son evidentemente considerados anormales).

Llegados a este punto se presenta para Eduardo y su siervo (como en toda historia picaresca que se respete) el problema de dónde alojarse; la Estrella Cometa sigue inmóvil en medio del cielo, alta y brillante sobre Sodoma. Llegados a este punto se presenta para Eduardo y su siervo (como en toda historia picaresca que se respete) el problema de dónde alojarse; la Estrella Cometa sigue inmóvil en medio del cielo, alta y brillante sobre Sodoma.

Mientras los dos están en busca de un lugar donde alojarse –pensión, apartamento o albergue– en cierto momento Ninetto rompe su malhumorado silencio y larga una propuesta totalmente inesperada: dice a Eduardo: “¿Por qué no le escribe una postal a su mujer, que estará sola y extrañándolo? Vamos, escríbale una postal”.

Eduardo, asombrado, acepta el consejo y obedece; efectivamente, siente que es justo escribirle una postal a su mujer, a la que ha dejado en la tan lejana e irrecuperable Nápoles... Los dos entran así en una tabaquería, Eduardo toma una postal y escribe la dirección: callejón Tres Reyes Nápoles.

Allí, junto a él, hay otro hombre de su misma edad, un poco más joven tal vez, de aspecto simpático; él también está escribiendo en una postal la dirección: callejón Scassacocchie Nápoles. ¡Es otro napolitano, entonces! Los dos se reconocen como compatriotas, se saludan... grandes efusiones, grandes declaraciones, grandes máximas... El viejo rito de la anagnórisis napolitana.

Sin embargo en eso hay algo oscuro y “anormal”: efectivamente, el otro napolitano sabe muchos detalles de la ciudad en la que se han encontrado que Eduardo no sabe, por lo tanto se siente en el deber de explicárselos, ya sea a través de alusiones como a través de cosas dichas y no dichas. Y es por eso que su cordialidad supera un poco lo normal, digamos así. Además de que parece muy excitado por una fiesta que debe tener lugar en la ciudad de Sodoma al día siguiente...

En conclusión, este napolitano (picarescamente) toma un poco bajo su protección a los dos recién llegados.

Escrita y despachada la postal, Eduardo comienza a pedir cautas explicaciones sobre aquellas cosas extrañas que pudo divisar desde el tranvía atravesando Sodoma, y también por el hecho de que –dado que él ama a las mujeres, y que está casado– haya sido mandado a ese barrio...

El napolitano termina entonces con las alusiones y comienza a dar las primeras explicaciones directas, muy simples y toscas (él es absolutamente un hombre de pueblo, que no entiende mucho las cosas que están más allá de la experiencia... y al ser alguien que se las arregla, que está allí desde hace tantos años ganándose la vida, su experiencia es muy limitada).

Lo que le comunica a Eduardo –en pobres palabras– es que Sodoma es una ciudad donde son todos “homosexuales”, “todos putos”. Y entonces, para poder llegar a fin de mes, él también (¡lo admite!) siempre simuló ser puto, y hace el amor con otros hombres; en suma, se adaptó a las normas y las costumbres de la ciudad de Sodoma.

De profesión es (y siempre fue) músico ambulante; pero como es particularmente bueno, y tuvo también un poco de suerte, desde hace tiempo canta sus canciones en el palacio de los jefes de la ciudad. Por ahora aconseja a Eduardo y a Ninetto, para alojarse, una pequeña pensión simpática, donde se come bien, donde se duerme bien... Está allí, al final de la tortuosa callecita de viejos adoquines...

Antes de entrar con nuestros personajes en la pensión, deberíamos detenernos en dos pequeños detalles que podrían parecer irrisorios, pero que en realidad luego se revelarán, para nuestro relato, como bastante determinantes.

Poco antes de entrar en la pensión “Sueño”, Ninetto ve reunidos, en la vereda de enfrente –delante de una casa, una casa cualquiera del viejo noble barrio– a cuatro o cinco muchachos vestidos con el bellísimo y deslumbrante uniforme de los Alumnos Oficiales de la escuela de Módena. Son cuatro o cinco muchachos bellísimos, adolescentes aún, entre los dieciséis y los diecisiete años; cursan el primer año, evidentemente, de la Escuela Militar; tienen caras particularmente frescas y felices.

Eduardo observa a Ninetto que los mira; y se da cuenta, ¡encima!, de que Ninetto les guiña el ojo, ¡y que ellos le guiñan el ojo a él! Por la expresión de sus ojos napolitanos, que no pueden ocultar nada y significan mil cosas al mismo tiempo, está claro que Eduardo piensa: “¿Cómo puede ser? ¿Apenas hemos llegado a la ciudad de Sodoma y ya mi siervo se adapta tan tranquilamente a las costumbres de esta ciudad? ¡Bah!”. Y se rasca la cabeza.

El grupo de bellísimos alumnos oficiales de la Academia de Módena entra por el portón de la vieja casa, y allí desaparecen.

Ninetto, Eduardo y su amigo napolitano suben a la pequeña pensión. La pensión está muy bien. Eduardo, apenas suben, va a la ventana y controla la Estrella Cometa; la ve aún allí, brillante, en medio del cielo de Sodoma.

Luego, de pronto, cansado, Ninetto lo mete afectuosamente en la cama.

Quién fue Pier Paolo Pasolini

♦ Nació en Bolonia, Italia en 1922 y falleció en Ostia en 1975.

♦ Fue escritor y director de cine.

♦ Dirigió películas como Teorema, Las mil y una noches, El Decamerón, El Evangelio según San Mateo y Saló o los 120 días de Sodoma.

♦ Escribió libros como Orgía, Las cenizas de Gramsci, La mejor juventud, Poesía en forma de rosa, Mujeres de Roma y Una vida violenta.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024