En Walking (Caminar), esa conferencia que Henry David Thoreau solía dar en sus últimos años de vida y que fue conocida postmortem en forma de ensayo, puede encontrarse lo mejor de ese “noble rebelde”, como lo llamó Virginia Woolf. Este pequeño libro (recientemente publicado por Interzona) ofrece una síntesis del pensamiento y estilo de un escritor al mismo tiempo vitalista y puritano, libertario y naturista que llamaba a desertar de la sociedad pero podía amar “el sonido de una trompeta en una noche de verano que por su salvajismo, sin ironizar, me recuerda los aullidos de las bestias en sus bosques de origen”.
Claro que el movimiento que aquí se elogia no es un mero ejercicio, aun cuando el autor declare que no puede preservar su salud y su espíritu sin pasar cuatro horas diarias andando por campos y colinas “absolutamente libre de las ataduras del mundo”. Ese caminar contiene un secreto: “No tiene ningún sentido dirigir nuestros pasos hacia los bosques si ellos no nos llevan más allá”. Porque siempre “debe haber la mayor cantidad de viento y de sol en nuestros pensamientos”.
Las contradicciones de esos pensamientos, sin mencionar el hiato entre discurso y prácticas, parecen ya demasiado fáciles de señalar. Salir a las afueras de Concord a mediados del siglo XIX, incluso para dirigirse tres kilómetros hasta la laguna de Walden, no sería lo mismo que un loco caminar into the wild hacia las rutas salvajes del Far West ni desde luego que una inmersión en las periferias de este antropoceno que hoy pretende extender la urbe al infinito. Cierto es que en 1850 uno podía cruzarse con visones, zorros y osos en aquellos bosques cercanos. Pero Thoreau tenía su utopía: “En América del Norte, el viajero puede recostarse en la noche en cualquier bosque sin temer por las bestias salvajes”. Sus alardes cobran sentido cuando se ve contra qué escribía o hablaba. A los ciudadanos de su tiempo les decía: “Denme el océano, el desierto, lo salvaje! Denme como amigos y vecinos hombres salvajes, sin domesticar”.
La idealización del éxodo hacia el oeste o la imagen romántica del indio pueden ser hoy criticadas pero el éxtasis lírico de Thoreau se oponía por completo al sentido común del colono y del ciudadano. Si ahora todos los puntos de fuga parecen obturarse y cerrarse sobre el espacio urbano, si hoy -como dice el traductor Edgard Scott en el prólogo- “los caminos pertenecen a la prisión”, tal vez lo que seduce de Thoreau es la potencia que mantiene en tanto anatema contra el conformismo y la obediencia: “Hay algo servil en la costumbre de buscar una ley a la que obedecer”.
Con todo, no había allí un anarquista que aspiraba a la abolición del Estado; Thoreau sólo quería que el Estado lo dejase tranquilo, no para hacer sus negocios sin restricciones – la libertad burguesa- sino para vivir con austeridad en el entorno más natural posible, lejos de todo contacto humano. “Mi deseo de conocimiento es intermitente; pero el deseo de bañar mi cabeza en atmósferas desconocidas para mis pies es perenne y constante”. Como melodía para todo aquel que da vueltas alrededor de la celda urbana buscando una salida, una manera de romper o saltar el muro, Thoreau proclama que el secreto del verdadero caminar es “no tener un hogar en particular pero a la vez hallar un hogar en todos lados”. Por eso aún puede despertar una sonrisa cómplice, como ante la travesura de un niño, cuando se lamenta: “Nos pegamos a la tierra, ¡qué poco que nos levantamos! Pienso que podríamos elevarnos un poco más. Podríamos trepar a un árbol al menos”.
-Publicado como “Bellas disquisiciones de un ciudadano de a pie” en Ñ, 5 de noviembre de 2016