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Bloomsday explota en el centenario de ‘Ulises’ de James Joyce

Por Jorge Carrión

Jorge Carrión es escritor y crítico cultural.

Después de dos años de COVID-19, el turismo ha explotado en las ciudades europeas. El caso de Dublín no es una excepción, pero sí es excepcional. Porque un alto porcentaje de los miles de visitantes que estos días beben cerveza en los pubs de Temple Bar o hacen cola a las puertas del Trinity College para visitar la biblioteca de Star Wars han volado a la capital de Irlanda por una razón muy peculiar: la vanguardia literaria.

Hace exactamente un siglo, la librera estadounidense Sylvia Beach se atrevió a publicar en París la novela más experimental y ambiciosa de su época: Ulises, de James Joyce. Una novela en que un personaje llamado Leopold Bloom vagabundea por Dublín como alma en pena durante un largo día: el 16 de junio de 1904. El Bloomsday se empezó a celebrar en 1954, como recorrido literario y festivo por los espacios de la ficción basada en hechos reales, y su irradiación no ha parado de crecer desde entonces. De hecho, la identidad turística de la ciudad se ha construido a partir de las huellas que dejaron en ella autores como Jonathan Swift, Bram Stoker, Oscar Wilde, Samuel Beckett o el propio Joyce, con su obra maestra al centro.

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Lo del Ulises solo puede ser calificado como un milagro. Carl Gustav Jung —lector competente tanto de textos como de almas— leyó hasta la página 135 y se quedó dormido, según confesó él mismo, dos veces. Le dedicó, no obstante, un ensayo, evidenciando que la recepción de la obra estaría marcada por la discusión entre la dificultad del texto y su importancia. El mito, alimentado por las dificultades de la escritura, el malditismo del autor, el prestigio de su editora, la censura que sufrió el libro, la potencia y la dificultad de su literatura, fue impulsando la lectura, la repercusión, la influencia, hasta convertirlo en una obra central del siglo XX.

En Ulises. Claves de lectura, Carlos Gamerro afirma que puso fin a la idea decimonónica de que “lo que hace a un autor es un estilo”, con su despliegue mutante de “técnicas literarias, una especie de enciclopedia de todo lo que se puede hacer en literatura”. Es la gran caja de herramientas de la novela de las décadas siguientes, que han utilizado desde Virginia Woolf, André Breton, Manuel Puig, Zadie Smith o Enrique Vila-Matas. Si Cervantes supo incluir en Don Quijote todo aquello que era posible hacer en la novela del siglo XVII y prever los dos siglos siguientes, Joyce le añadió el realismo mítico, la corriente de conciencia, el discurso científico, los enigmas, el plurilingüismo o la pornografía, y sus ecos llegan hasta nuestros días.

Tal vez su clave esté en la apertura. Tras superar la prueba de acceso, esas primeras páginas en que se descubre que es más importante la música mental que los hechos de la trama, el lector se siente acogido y respetado. Intuye que se podría pasar toda la vida releyendo, descubriendo, estudiando los diversos estratos, bromas, intertextos sembrados por Joyce. Y se siente parte tanto de la comunidad que hay en el interior del libro como de la que han tejido sus lectores desde siempre.

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