Por Luciano Lamberti.
Carlos Chernov nació en Buenos Aires, en 1953. Es médico, siquiatra y sicoanalista. Publicó Amores brutales (Premio Quinto Centenario del Honorable Concejo Deliberante, 1992), Anatomía humana (Premio Planeta de Argentina, 1993), La conspiración china (1997), La pasión de María (2005), Amor propio (2007), El amante imperfecto (Premio La otra orilla, 2008) y El desalmado (Premio Único de Novela Inédita de la Municipalidad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2011). Hablamos en su estudio de Palermo a raíz de El sistema de las estrellas, su última novela, una historia de iniciación distópica no carente de ironía, que salió en el 2017 por Interzona. Chernov vive actualmente en México y viene cada dos meses a Buenos Aires.
Tenés una gran trayectoria de premios ganados, ¿qué buscás en un premio, más allá de la retribución económica?
Cuando vos entrás por la puerta grande y los tipos invirtieron, cuidan tu libro. En mi experiencia, más allá de la calidad individual de los libros, los que fueron con premio vendieron mucho más que los libros sin premio. El desalmado tiene un premio, el premio municipal, pero es medio anónimo, no de editorial, y nadie se entera que lo tiene. Otro aspecto es que yo empecé mi carrera literaria ganando, yo pensé “debe ser sencillo, me presento y gano”. Al principio, los primeros dos o tres años del Premio Planeta y del Concejo Deliberante yo decía “bueno, le doy para adelante con los premios”. Y Juan Martini después de varios años de intentar ganar algún premio en España con mi segunda novela, que se llamaba La conspiración china, me dice: "¿Qué sentido tiene que ganes un premio en España? Son premios chicos, de 20, 15, qué sé yo". Y entonces me la publicó en editorial Perfil, porque ellos estaban buscando textos en ese momento. Igual seguí con mi historia de los premios. Y eso me apartó por ejemplo de Alfaguara, pero como el Iberoamericano era en Planeta me fui ahí.
¿Qué edad tenías cuando escribiste tu primer libro?
Yo empecé a escribir prosa como a los treinta y cinco, más o menos. Había escrito poesía desde los dieciocho a los veinticinco con mucho entusiasmo. Y leía mucha poesía en esa época. Tengo un libro terminado que nunca lo publiqué y que no sé si es muy bueno que digamos. Con la poesía es difícil saber. Le dediqué como siete años, de eso sí me acuerdo, y es un libro bastante grande, como de cincuenta poemas. Me recibí de médico y me entusiasmé muchísimo con el sicoanálisis y dejé la literatura por completo. Incluso casi dejé de leer, prácticamente. Leía sicoanálisis, siquiatría, qué sé yo. Y a los treinta y pico me di cuenta de que me sentía muy infeliz sin escribir. Entonces empecé a escribir de nuevo en los veranos, me daba hasta vergüenza escribir, era como perder el tiempo. Hasta que llegó el punto de que al verano siguiente ya no tenía tiempo para releer todo lo que había escrito. El manuscrito era enorme. Se desbordaba por todos lados. Y entonces fui a lo de Alberto Laiseca. Lo conocí a través del Diario de Poesía, donde le habían hecho una nota. Y me pareció un tipo piola, humilde, tranquilo, no de esos egos exaltados de los escritores. Entonces lo llamé y le pedí ayuda para estructurar la novela, y él me dijo que no hacía eso, que él tenía taller de cuentos. Y me pescó la fobia. Me dijo: vos vení que no te vamos a comer. Fui al taller, escribí algunos cuentos y a los cuatro meses me fui porque fue la primera convocatoria del Premio Planeta, en 1992. Y yo estaba seguro de que lo ganaba al premio, con Anatomía humana, que era un quilombo de novela, de desborde. Y nada, estuve escribiendo como loco durante cinco meses, terminé la primera versión y la mandé, y no ganó ni nada. Y al año siguiente la mejoré y la volví a mandar y gané. Tenía casi cuarenta años. Mientras esperaba el fallo escribí Amores brutales, en esa época podía escribir un libro de cuentos en dos meses, ahora no puedo escribir ni un cuento en dos meses. Tenía mucha literatura acumulada. Con ese gané el Concejo Deliberante y cuando al año siguiente me presenté al Planeta ya era un autor publicado.
¿Y cómo fue el taller de Laiseca?
Laiseca te permitía ser vos. Era libre el taller. Era muy liberador, sobre todo para mí. Yo a esa altura era un sicoanalista con trece años de recibido, mucho trabajo de consultorio, muy agotador, y muy estructurado, muy burgués. Había que romper el molde ese a hachazos. Nadie me forzó ni me criticó, era simplemente que uno veía cómo funcionaban los demás. Ahora soy más escritor que sicoanalista.
¿Empezaste a leer de chico?
Sí, mi viejo leía. Podía leer cualquier cosa. Desde los policiales de Rastros hasta Saul Bellow. Lo que le caía lo leía. Le gustaba leer, mirar películas. Pero también tenía el defecto de que una vez que leía el libro lo prestaba. Mi viejo era comerciante. Yo coleccionaba mis libros, tenía la colección Robin Hood. Desde los seis o siete años era muy lector.
Cuando encarás una novela de ciencia ficción, ¿adaptás el género a la experiencia argentina? ¿Hay cada vez más ficción y menos ciencia en ese binomio?
El sistema… más que adaptarlo a la Argentina, cosa que nunca pude lograr, traté de volverlo un lugar indefinible. A mí me encantaría escribir novelas policiales, cosa que no me sale. Mi concepción de la novela policial tiene que ver con lo que hace Germán Maggiori, viste, Entre hombres. Una novela que usa la actualidad, el lenguaje que se habla ahora. No me sale. Con la ciencia ficción me pasa algo parecido. Tenía que expulsar la ciencia ficción que yo leí cuando era chico, que era anglosajona. Entonces el asunto era que el personaje no se llamara John, entonces se llama Goma. Está ambientado en una especie de nowhere. Es un mundo doscientos años después de un cataclismo climático. Inundaciones y qué sé yo. Y es lo que quedó de la tierra. Por supuesto, el lenguaje que usa es el neutro rioplatense. Y a la vez sí, todo lo que sea ciencia a mí no me gusta, me hincha las pelotas. En Anatomía tampoco. Las distopías tienen la ventaja de que si hay un derrumbe real del mundo, en lugar de ir hacia adelante la ciencia va hacia atrás. Es como que se acaba la ciencia y volvés a vivir con los medios casi naturales del siglo XIX, caballos, etc. Pero nadie produce ciencia con cohetes y qué sé yo.
Pero la idea es que se derrumba el mundo pero lo que se vuelve a construir es una estructura de poder, un status quo.
Sí, absolutamente. El poder se construye de una manera más descarnada, no hay cosmética ahí, no hay creencias que disfracen la realidad. Es más dura. Porque es un mundo de supervivientes, cuando estás al borde la muerte no hay jodas.
¿Leés ciencia ficción contemporánea?
Leí La carretera, de MacCarthy, que me gustó. No me gustó la película, pero sí el libro. Leí a Ted Chiang, que me gustó mucho. Traté de releer lo que había leído en mi infancia, la ciencia ficción de esa época, pero no se sostiene para nada.
¿La hipótesis de la novela es que el mundo se dirige hacia la deshumanización?
En cierta forma, sí. Pero siempre fue así. Hace poco una amiga estuvo en Italia entrevistando a un siquiatra que trabaja con situaciones de estrés post traumático, y me contaba que la mayoría de los pacientes son refugiados, había uno de Mauritania que durante veinticinco años fue esclavo. Hay nichos donde eso sigue ocurriendo. La trata de blancas, etc. Aparte del capitalismo salvaje, donde se puede comprar y vender una persona, está el hombre, que es un salvaje. El humano es un salvaje. Hay tendencias a la crueldad, la maldad, el horror, que te dejan los pelos de punta. En la novela sí se ve eso. El que tiene guita, tiene guita. Por eso está la regla esa de la Diferencia Absoluta. Yo también siempre lo pienso. ¿Para qué sirve ser millonario? ¿Para tener un Mercedes Benz? Podés tener un fitito, igual te va a llevar para todos lados. La Diferencia Absoluta es que vos puedas controlar la reproducción y la muerte, no esas pelotudeces de lujos.
¿Cómo escribís en general tus libros?
A este lo pensé mucho, hice mucho research y mucha lectura. Fue el último que leí mucho para escribirlo. Ya ahora no hago eso. Leí física cuántica, genética. Me acuerdo que leí un libro que se llama La ciudad hexagonal que era un libro argentino de un arquitecto de la década del 30 donde proponía que las ciudades fueran hexagonales y no en cuadrícula, como la forma española. Leí muchísimo y creo que no me sirvió de nada. A muchas cosas no las entendía. A la física cuántica nunca la entendí.
¿Te pasa de descubrir cosas sobre vos a nivel sicoanalítico en lo que escribís?
Me pasa a posteriori. Me pasó con un libro en el que trabaja el tema de la réplica, justo cuando acababa de ser padre. Estaba reflexionando sobre el hecho tan extraño de que haya réplicas tuyas, más pequeñas, por el mundo. Es rarísimo si uno se lo pone a pensar.
Goma no funciona como el héroe clásico de las distopías que buscaba derrotar al sistema, más bien quiere ser parte del sistema.
Es cierto, Goma no es un héroe, al contrario de la mayoría de las distopías como 1984 o Un mundo feliz, donde el héroe se opone al sistema. Me parece que no creo mucho en los héroes, quizá porque no veo pasta de héroe en mí mismo y me suena extraño que alguien arriesgue su vida para luchar contra el sistema. Goma es un sobreviviente, se las arregla como puede y si tiene que traicionar ideales, los traiciona. Por eso creo que en el fondo, lo que pocos vieron en el libro es la tristeza. Es una novela melancólica, porque él alcanza su meta, pero al precio de convertirse en un asesino. El padre también había asesinado, pero por una causa, para salvar a su familia, en cambio para Goma es parte de su profesión. Es melancólica en el sentido de que en su afán de sobrevivir está dispuesto a cualquier cosa, las circunstancias lo arrastran y su vida se desdibuja. Cuando termina su período como actor queda perplejo, desorientado, sin objetivos.
¿En qué estás trabajando ahora?
Estoy escribiendo un ensayo que se llama Verdad y extrañeza. Es sobre el sentimiento de extrañeza que nos ataca de chicos cuando nos enteramos cómo son el sexo y la muerte, y no podemos creer que el sexo sea tan ridículo y la muerte tan horrenda, no entendemos qué hicimos para merecer un destino tan cruel. Y ese sentimiento sigue a lo largo de la vida que está armada de un modo extraño, llena de paradojas. Por otro lado hay algunas reflexiones sobre la verdad en el sentido filosófico como lo inalcanzable, desde Platón para acá, todos se han encargado de demostrar que no podemos llegar a ella, Descartes cuando se pregunta: ¿Cómo sé que no es un demonio que me engaña? Kant con la cosa en sí como lo no inteligible y la diferencia entre noúmeno y fenómeno. En fin, un tema que siempre me ha preocupado, un ejemplo de nuestra impotencia intelectual. Verdad y extrañeza en el plano de la vida y sus correlatos literarios: el extrañamiento de los formalistas rusos, como aquellas técnicas para producir desautomatización, como quitar el polvo doméstico para que el lector vea las cosas como por primera vez y Verosimilitud, según Aristóteles: el conjunto de los posibles para los que saben. Una técnica de imitación de la verdad para que el lector no nos abandone, y trabajo la oposición entre el extrañamiento y la verosimilitud.