El protagonista de El desalmado (Emecé, 2011) la última novela de Carlos Chernov, es un tipo degenerado. Muy degenerado. Ricardo L’Héritier, joven médico, vive en un cómodo departamento de tres ambientes en Barrio Norte (heredado) con su hermano mellizo (con dinero también heredado). Cuando nace, agonizante, en el Chaco un médico brujo lo resucita y advierte a la madre que el hijo ha nacido sin alma. En consecuencia, ya adulto —y para compensar su trágica falta— L’Héritier se dedica a matar a los pacientes moribundos que atiende en tristes hospitales del Conurbano para así poder capturar sus almas (aspirando el último aliento de la víctima). Una relación obsesiva con su hermano —que es un jugador compulsivo— lo lleva a un surtido de desmanes: vestirse como una mujer en un intento de seducirlo (al hermano); participar en un Ménage à trois triple X con una menuda prostituta y su hermano; y finalmente enfrentarse con su doble fraternal en un episodio sórdido y violento (que no contaremos para no arruinar la trama).
Chernov, un exitoso y multipremiado autor porteño —y también médico y psicoanalista— nos recibió en su consultorio en el barrio de Palermo. Es una gigantesca y penumbrosa sala en una casa antigua. Entrando, a la derecha, un muro de libros alcanza unos tres metros de altura. En la esquina a la izquierda, al lado de una ventana que da a la calle Cabrera, hay un pequeño escritorio. Y contra la otra pared, a la izquierda del escritorio, hay un diván.
-Las escenas sexuales son una parte importante de la novela… ¿Es complicado escribirlas?
-Las escenas de sexo siempre son peligrosas en la literatura. Porque por un lado, tenés el abismo de caer en la cosa obscena o pornográfica. Y por el otro lado, tenés el abismo —como si fuera Escila y Caribdis— de no decir nada, o hacer una cosa aséptica y pasteurizada. A mí me parece que de alguna manera es mentiroso, por omisión, ocultar esas escenas.
-¿Sufre algo de autocensura cuando escribe pensando en sus pacientes? ¿Le atemoriza que lo puedan leer?
-No, al contrario. No pienso en ningún lector. A posteriori, cuando empecé a publicar, me daba mucho miedo, porque yo decía: “Bueno, ahora los pacientes lo van a leer y van a decir que este está loco…”. Y no ocurrió eso sino todo lo contrario. Cuando uno escribe y le publican y todo eso, es como una especie de sanción positiva de la cultura que dice “esto es una obra de arte”. Tiene una cosa de nimbo, de cosa intocable, entonces todos agachan la cabeza y se dicen: “bueno, está bien; estará bueno…”. Pero no soy de esos escritores que tiene un lector ideal en la cabeza.
-¿Como ha cambiado su relación con la escritura en los veinte años de su carrera? ¿Qué esta buscando ahora, cuando escribe, a diferencia con los primeros libros?
-No sé si estoy buscando algo distinto. En veinte años tenés más oficio; probablemente van cambiando las temáticas –seguramente. Los libros un poco siguen el orden de tus preocupaciones. Pero son preocupaciones de las cuales muchas veces no sabÉs. No te enterás o te enterás cuando leés el libro y decís: “Ah, esto se me repite varias veces a lo largo de los libros: estas escenas, estos temas”. Por ejemplo, Anatomía humana, mi primera novela… en realidad el título original era La reproducción de los humanos. Yo venía de tener hijos. Entonces: ¡Qué cosa rara es esto de tener hijos! Esas cosas que no por frecuentes dejan de ser extrañas. Reproducirse, que otras personas llevan tus rasgos en la cara de ellos…
-¡Y esa obsesión sigue vigente en este libro!
-Sí, también. En este también.
-Los mellizos, en esta novela, cuando se miran sienten ambivalencia entre el horror y el consuelo…
-Bueno, este personaje, Ricardo, le provoca una especie de reaseguro acerca de “Quién soy”, le devuelve una identidad. Sí, sigue siendo un tema, el tema de los hijos. Lo que pasa es que creo que fui como paralelamente derivando hacia el tema del amor, más en los últimos años. Al principio también. Pero al principio la aproximación al tema amoroso era mucho más salvaje. Por allí no se vea tanto en este libro; tal vez en el anterior –El amante imperfecto– se ve un poco más.
-Usted comenzó a escribir –o a publicar– relativamente tarde (a los 39). ¿Me puede contar sobre esos comienzos?
-Se fue armando un poco a ciegas. Porque no estaba para nada en un ambiente literario, no conocía a ningún escritor. Ni uno. Estaba totalmente en otra cosa. Consideraba que iba ser directamente imposible que yo publicara. Cuando gané el premio Quinto Centenario con Amores brutales, me sorprendió tremendamente… No tenía idea acerca del valor literario. Yo sabía lo que era bueno para mí. Como incipiente escritor. Porque, la verdad es que en ese momento estaba tan perdido… no sabía ni siquiera lo que era el lenguaje literario…
-¿Y cómo fue que quebró ese bloqueo creativo?
-Tuve una crisis vital. La crisis de la mitad de la vida. La famosa. ¡Existe!
-¿A qué edad, más o menos?
-Y, a los 35. Bien a lo Dante, como corresponde. Siempre me acuerdo de una película que se llama Pieza para piano mecánico, una película rusa. Hay una escena con un tipo que tiene 33, 34 años, y que traicionó bastante sus ideales artísticos y amorosos. En un momento de la película tiene una especie de crisis espantosa y empieza a gritar: “¡A esta edad Cristo ya se había muerto! ¡Y yo no hice nada!”. Y allí me cayó una ficha espantosa. Me deprimí bastante.
-¿Detonó una auto examinación?
-Sí, que venía hace tiempo. Pero a veces se cristaliza, toma cuerpo en algo. Pero igual no podía escribir. Pude escribir intersticialmente, en los veranos por ejemplo… Y con el tiempo, en los sucesivos veranos, llegué a tener un manuscrito tan grande que no podía releerlo, porque se me acababan las vacaciones. Durante el año no escribía nada, no me metía con el texto. Y así empecé…
-Y ahora que lo ve desde atrás, ¿qué fue esa incapacidad para escribir? Si pudiera hablar a esa persona que fue, ¿qué le diría?
-Y, que se diera más permisos. No me daba permisos. Era poco serio escribir. Yo era padre de familia… Las horas que dedicaba a escribir las podía dedicar a trabajar o estudiar. En resumen: ganar dinero. O saber más. Escribir era un tiro para ver si la embocaba.