Muertes inexplicables. Cuerpos macizos y blandos que quedan en las casas. Puntualmente, cuerpos de varones; cadáveres que cambian de color, cobran musgo, albergan flora propia y definen parte de un extraño mal que avanza. Mario, un mago (un mero monotributista del espectáculo, no un nigromante) abandonado por su esposa, sobrevive y recorre ese amenazador escenario urbano montado en los emblemáticos cien –con perdón del número, siempre apócrifo– barrios porteños, a pie o en su viejo Fiat.
Si el fin del mundo, según nos enseñó el cine, siempre ocurre en Nueva York, digno y destacable es el gesto a lo Oesterheld de situar una hecatombe presumiblemente universal –el apocalipsis masculino– en Plaza Italia, Parque Centenario, Tribunales, Caballito, entre otras locaciones ordinarias, incluyendo departamentos con ascensor, manteles de hule, porterías, señoras que se llaman Clotilde.
El absurdo localista recuerda un poco al prolífico César Aira, aunque a veces nos parezca que este, a diferencia de Carlos Chernov, lo introduce con liviandad, como si la cuestión no fuese tan importante. En Anatomía humana la tragicomedia, aun siendo colectiva, tiene un aroma triste, siniestro y personal.
Hombres colapsados en sus autos, en sus camas, capturados, retenidos, perseguidos por mujeres que vigilan, que castigan, que sudan, que suenan y resuenan; cuerpos lastimados, cuerpos podridos, cuerpos fríos, golpeados, rebanados como aquel cuerpo-torta de un premiado artista plástico, brotan en estas líneas y, en ellos, el homenaje del relato a su título: sin la anatomía, nada.
El prestidigitador desocupado se lamenta, se emborracha, busca, escapa, sospecha ser espiado, se resigna, obedece. Asume, de a ratos, un guion borgiano, conspirativo: ser el sueño, la fantasía de otro, u otros: “Se apropió de su mente la idea simple y diáfana de que todo era una farsa. Una comedia representada para él por una multitud de personas. Una gigantesca puesta en escena, un montaje inconmensurable”.
El primer epígrafe de Anatomía humana resulta oportunísimo: “Que el lector sienta que está en un mundo muy extraño, que el hecho de vivir es rarísimo, que el hecho de que haya tres dimensiones es raro, que el fuego y el tiempo son rarísimos”, firma y sugiere J. L. Borges.
Chernov honra esa sugerencia. Su realidad vulgar frente al drama plural tiene mucho de extrañamiento, de descotidianización en esa tierra arrasada donde las mujeres toman la calle: “Vestían una gran variedad de ropajes de protección confeccionados en telas impermeables. Casi todas usaban guantes de goma. Se envolvían con capas amarillas de tela engomada, sombreros de apicultor velados por redes de tul, máscaras de esgrima rellenas de algodón embebido en bactericidas (…) algunas andaban embozadas como beduinos, con toallas empapadas de alcohol a modo de barbijos”.
Escrita antes de 1993 –ganó el Premio Planeta ese año– se hace difícil no leer premonición y actualidad en esta distopía reeditada: la cuestión de género, el contagio misterioso, el estado de control y paranoia confluyen en ella como receta de estos tiempos.
Con Anatomía humana Chernov parece haberse adelantado, en efecto, 25 años a los tópicos principales de nuestra realidad inmediata. Pero también es lícito preguntarse si hoy la actualidad condiciona más que nunca nuestras lecturas, a la luz de días urgentes. Pandemia, géneros, premonición: ¿cuándo pasaremos a la fase x de la “nueva normalidad” lectora?
Quizás lo ubicuo sean todos los temas, el tema: sexo, contagio, extinción. Y entonces, lo que ocurre no es la literatura anticipándose, sino los perennes demonios de la humanidad, manifestándose por escrito, hace siglos, así en la vida como en los libros. Quizás la especie humana sea, ante todo, el propio relato permanente, obsesivo, conspiranoico, que proyecta nuestras inclinaciones y peligros.