Un autor pretende ser singular con respecto a la obra que firma. Los libros y relatos de Incardona son originales también en sus paratextos: incluyen mapas barriales, glosarios, caricaturas y prefacios que detallan a sus personajes y sus circunstancias históricas. La materialidad social de un relato se hace presente y queda explicitada en el prólogo de Las estrellas federales: la pérdida y la búsqueda del trabajo.
Su nueva nouvelle pertenece a la serie de Villa Celina, El campito y Rock barrial, comparte muchos de sus personajes y la geografía barrial del conurbano. Villa Celina –con ilustraciones de Daniel Santoro– fue punta de lanza para revelar un estado joven de la literatura argentina. Gozó de la libertad crítica de ensayos espontáneos de Elsa Drucaroff y Beatriz Sarlo y también fue preso de tesis acaso más cercanas a los estudios culturales que a lo puramente literario.
En esta nueva obra se agrega, no la dimensión fantástica ya presente en aquella, sino la ciencia ficción. “El circo de las mutaciones” recorre los barrios de La Matanza hasta llegar a Banfield, y está compuesto por una familia de excentricidades y mitologías argentinas propias y reales: El mago de Aldo Bonzi, el Petiso Orejudo, el fantasma del Soldado de la Independencia.
Cruza de X-Men con circo criollo y el clásico de culto Freaks de Tod Browning, la troupe debe resistir una hecatombe, una invasión postapocalíptica. Esa ciencia ficción no es la de la “chatarra espacial” (como criticaba acertadamente Ursula K. Le Guin) sino una peligrosamente cercana a la realidad. Ese ataque, ese asalto a los arrabales, es también como el de la película Invasión de Hugo Santiago, abstracta en sus atacantes. Consiste en una lluvia ácida o una proliferación de flores federales alimentadas por sustancias químicas. La flor rojo punzó de Rosas: el ícono de Montoneros convertido en plaga mortal. Por eso que la historia comience en 1989 en los incendiarios preludios del cuarto peronismo y continúe en 1995 no debe sorprendernos. Incardona subraya en su prólogo –sociológico y literario– que relata un mundo en las orillas, pre “millenial” y de estética peronista: fábricas abandonadas y desocupados.
Como Martín Rejtman en sus cuentos de jóvenes postpunk que deambulan por la Bond Street o Alejandro Urdapilleta en monólogos como ¿Qué pasó?, Incardona también describe, con su estilo propio, esta segunda y reciente década infame. Quedan, sí, ganas de una menor intertextualidad con los personajes de El Eternauta (tan glotonamente polisémicos durante el kirchnerismo con el desacierto del “Nestornauta”) y un mayor apetito por los de creatividad propia: Los payasos (Payá, Pacá, Pauncostado), los Infracaballos o el Enfermo de fiebre amarilla (¡todo un convite a un estilo gótico argentino decimonónico!). Tal vez tenga razón Damián Tabarovsky en su ensayo Literatura de izquierda : “La literatura es lo opuesto al peronismo: para ella mejor que realizar es prometer”. Aguardemos esas creaciones como promesas del próximo libro de Incardona.