A cien años del nacimiento de Stanislaw Lem todavía cuesta despejar algunos equívocos y malentendidos que suelen preceder su lectura. Para empezar, nació en 1921 en la ciudad de Lvov, que hasta 1939 fue parte de Polonia y, luego de sendas ocupaciones ejecutadas por Stalin y Hitler durante los años de la segunda guerra mundial, pasó a formar parte de la Unión Soviética, para terminar siendo, actualmente, territorio de Ucrania. Primera aclaración, entonces: Lem no era ruso, aunque siempre se lo vinculó con las nuevas camadas de escritores soviéticos que, al iniciarse la década de los 60, comenzó a redefinir los contornos de la ciencia ficción literaria.
El otro aspecto discutible es, precisamente, la adscripción de Lem a los límites del género. Aunque atravesada por inquietudes científicas y especulativas, aún inmersa en divagaciones matemáticas y cibernéticas, su obra es demasiado innovadora y difícil de asir como para emparentarla rápidamente con lo que, por la misma época, comenzaban a escribir autores vecinos como Kir Bulichev.
La primera gran novela de Lem, El hospital de la transfiguración (1948), está más cerca de Beckett y de Camus que de cualquiera de sus contemporáneos encorsetados por el sci-fi, y aunque a partir de allí su movimiento en el paisaje del género será evidente, lo que caracteriza la evolución de Lem como autor es una manera de convivir con las posibilidades de un espectro de temas, tironeado entre la aventura espacial norteamericana y la aspiración “social” soviética.
La obra de Lem es misteriosa y triste como el crepúsculo de la civilización a la que examina desde lejos. Esa distancia crítica está representada por los planetas distantes entre los que sus personajes van y vienen, y por un imaginario técnico utilizado como breviario filosófico en expansión permanente.
Lem no esquiva los grandes temas, pero tampoco se estrella contra ellos. Le preocupan el destino de la Humanidad y el motivo original de la Creación (ambos con mayúsculas) porque su vida se vio partida al medio por las dos grandes tragedias que obligaron a repensarlos: la segunda guerra mundial y el Holocausto racial que le agregó cuotas suplementarias de horror y barbarie.
Lem combatió en la resistencia (se desempeñó como soldador y mecánico, especializándose en el sabotaje de vehículos nazis) y su familia, católica pero de ascendencia judía, apenas pudo esquivar las masacres raciales. Tal vez por eso, en cuanto comenzó a escribir, se propuso interrogar el futuro del hombre proyectándolo sobre sociedades imaginarias en las cuales las inquietudes y las tenebrosidades de la nuestra se posan espectralmente, como el polvo cósmico de estrellas reventadas.
Entre la fe, la religión y la técnica, Solaris (1961) fue casi siempre señalada como su obra maestra. Con dos adaptaciones cinematográficas encima (la cuasi santificada de Tarkovski y la muy subvalorada de Steven Soderbergh) sus tenebrosidades y estertores metafísicos tienen poco que ver con la ironía desastrada y el humor agónico de Memorias encontradas en una bañera –que es del mismo año– pero con la que comparte un discurso doloroso sobre la realidad de un tiempo inminente que no deja nunca de ser el “ahora”, es decir, el presente del lector.
En el futuro lejano de la ficción, un cataclismo ha eliminado los registros de papel del planeta Tierra, y lo que alguna vez fue nuestra memoria cultural tiene que ser reconstruida sobre la base de una arqueología imaginaria que se ve obligada a aceptar cualquier soporte que permita entrever cómo fuimos alguna vez.
De esa manera, Lem observa nuestra civilización (esencialmente escrita) a la luz de las posibilidades de un apagón informativo que, en el siglo XXI, y con la memoria universal confiada a servidores online, se revela como un peligro atrozmente contemporáneo y factible. El intento por descifrarnos, entonces, cruza fuentes y testimonios alternativos y nos deja a merced de antropólogos desorientados que sólo cuentan con su erudición y su brutalidad para tratar de entendernos.
El crítico yugoeslavo Darko Suvin emparenta audazmente a Lem con Borges. Ambos son, dice, maestros de la “analogía ontológica”, ese recurso para actualizar la aspiración demiúrgica a través de la mística enciclopédica. Como en “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, el mundo entenebrecido de Memorias encontradas… nos llega a través de catalogaciones desbocadas, citas hiperdotadas y pies de página invasores de realidad.
De Borges a sus precursores hay apenas un paso. El edificio secreto donde transcurre la acción es conocido como el “Pentágono” –aunque la censura del bloque soviético no entendió que los palos iban en ambas direcciones– y parece una prolongación del castillo kafkiano, con su burocracia conspirativa y sus tiempos suspensivos y aterradores.
Si uno de los dilemas principales de la ciencia ficción es cómo acomodar su propuesta a las posibilidades reales o imaginables del paradigma tecno-científico de la época en la que aparece, Lem no busca el rigor a lo Isaac Asimov, sino un placer aquietado en una continuidad ya no tan verificable de hechos y convicciones. No le falta rigor o capacidad científicos, pero su sensibilidad literaria lo obliga a satisfacer otros instintos.
Sus mejores páginas tienen el pesimismo de los románticos escritores del hard-boiled norteamericano, calibrado a la altura de la crisis de comunicación que caracteriza a la raza humana (Lem es contemporáneo de Antonioni, algunas de cuyas películas tienen una fuerte impronta metafísica “lemiana”). Las sátiras en falsa escuadra con que a veces nos desorienta funcionan como reguladores de ese fatalismo.
Los libros de Lem son ambiciosos; superan la técnica para desbordar, además, a la Naturaleza. Parecen intentos de impulsar la realidad hacia un nuevo nivel en el que la narración se vea desafiada por las ideas que se colocan a su disposición, un efecto que devuelve a Borges y a la literatura entendida como motivo adicional para distraer la locura. Como él, Lem escribió reseñas de libros nunca escritos y mapeó mundos y universos para resaltar nuestra limitada capacidad para aceptar el lugar que nos corresponde en el universo.
Esa perspectiva conceptual es, quizás, lo único que mantuvo a Lem asociado a la ciencia ficción a lo largo de tanto tiempo: la certeza de que el ser humano se despliega y se repliega sobre un gigantesco teatro sideral en que las fuerzas de la creación original compiten, ahora con los nuevos dioses de la ciencia y la tecnología.
Ijon Tichy, periodista y astronauta ocasional protagonista de El congreso de futurología (1971) es invitado al evento del título para participar en una serie de debates referidos a la explosión demográfica mundial. Rápidamente, se advierte que el eje de la preocupación sobrepasa con creces ese único tema. Algunos misteriosos eventos paralelos, atentados políticos y conflictos policiales enrarecen el paisaje de los acontecimientos hasta un peligroso punto de ebullición.
El congreso se celebra en un país latinoamericano, ficticio, profundamente convulsionado por protestas sociales, y en el que las autoridades deciden regar a la población con “Bombas de Amor al Prójimo” como estrategia para controlar los desmanes.
A partir de allí, las percepciones y los sentimientos dejan de ser confiables, y la exacerbación química de la realidad hace de la política un show psicodélico impredecible. Entre un colectivismo pesimista que ya comenzaba a dejar de entender el hippismo y el flower power, Stanislaw Lem recupera su individualismo humanista y vuelve a señalar que el problema siempre fuimos (y somos) nosotros.
El congreso de futurología, Stanislaw Lem. Trad. Bárbara Gill. Interzona, 128 págs.
Memorias encontradas en una bañera, Stanislaw Lem. Trad. Bárbara Gill. Interzona, 240 págs.