Hace poco me indigné con Matías Serra Bradford por una nota que apareció firmada por él sin que fuera suya. Me mandó un mail en el que me reprochaba amablemente no haberme dado cuenta de que el exabrupto político no es su estilo. Así que cuando Interzona me envió su flamante libro, El secreto de los rusos, me puse a leerlo como desagravio. Y lo terminé inmediatamente porque es corto. Pero es tan bueno que decidí terminar de leer su libro anterior, La biblioteca ideal, que La Bestia Equilátera publicó en 2009. Ahora me alegro de haberme enojado con Serra porque la carambola de circunstancias me llevó a dos libros excelentes.
Escrita una como (auto) biografía y otra como obituario, La biblioteca ideal y El secreto de los rusos son novelas compañeras. Los protagonistas son lectores maníacos, sinuosos, finalmente secretos. Entre ambas se expone una teoría original de la lectura como núcleo de la vida, que en nada se relaciona con los programas para entusiasmar a los niños, la divulgación comercial encubierta ni con los ensayos de Alberto Manguel sobre libros y bibliotecas. El lector de Serra es alguien que no se considera subsidiario del escritor que podría ser, sino el viajero que transita por un camino paralelo, cambiante e incierto en una búsqueda que no parte de un objetivo sino de una necesidad compulsiva y autónoma que va dejando una obra invisible.
En La biblioteca ideal cuatro amigos dedican sus días a recorrer librerías de viejo detrás de autores olvidados o inaccesibles. Lo hacen sin afán de coleccionar libros raros ni descubrir primeras ediciones sino para acceder a un antídoto contra el mundo literario, contra la intoxicación de lo que está de moda, contra lo que no se puede leer porque es malo o porque, en el mejor de los casos, ya viene estropeado por la homogeneidad y el manoseo. A estos bibliófilos, lectores de culto, personajes cuya neurosis obsesiva no les impide ser clarividentes, los aguarda una frescura escondida entre las pilas polvorientas que promete el acceso a lo que es importante para cada uno.
En El secreto de los rusos, ilustrada con las caricaturas que S. dibuja en los márgenes de los libros que lee, el protagonista parece haber madurado y está menos obsesionado por conseguir libros, lo que le permite a la novela abordar el núcleo más paradójico de su teoría de la lectura, que es la negativa a transmitir o divulgar nombres o autores preferidos. El motivo no es especular con el esoterismo al modo de una de las ramas del ambiente literario nativo, sino la certeza de que hablar de lo que uno lee, y sobre todo calificarlo, obtura una relación íntima con los autores que sólo puede preservarse si esa intimidad se resguarda de la inevitable gratuidad del comentario que la fija en un momento del pasado, como temen ciertos lectores en La biblioteca ideal a quienes “cuando no les queda otro remedio que escribir rezan para que nadie los lea”. Es que la lectura es el más privado de los actos (mientras que la escritura no lo es) y su carga erótica se ve amenazada por la banalidad de un falso compartir. Y no hay tiempo para eso, porque el lector de Serra Bradford, acechado prematuramente por la certeza de que no podrá leerlo todo, no debe distraerse para poder morir en paz y seguir leyendo en otra vida.