Quizá el sueño de Steven Millhauser haya sido ser arquitecto. Construir edificios gigantes como centinelas, museos para animales fosilizados, enormes galerías comerciales o viviendas para una civilización subterránea. No sabemos a ciencia cierta si soñaba con el título de arquitecto pero es innegable que tradujo a escala caligráfica los planos de esas construcciones tan cotidianas como extrañas, tan desmesuradas como hipnóticas, que pueblan sus historias.
En El lanzador de cuchillos, Millhauser recorre espacios como en un travelling y sus narradores son la voz en off que cuenta historias proverbiales. Dos de sus arquitecturas más misteriosas son la tienda de “El sueño del consorcio” y el parque de diversiones de “Paradise Park”, magníficas panorámicas documentales sobre lugares familiares que se vuelven inciertos, apenas monstruosos. Son proyectos que tienen algo de babélicos. Se expanden en atracciones desquiciadas y réplicas de espacios reales con una obsesión similar a la del borgeano “Del rigor en la ciencia”.
Aun en los textos que no están referidos a un lugar, la espacialidad tiene un comportamiento clave. Así es la vista de pájaro de “Vuelo en globo, 1870”, la madriguera de “Bajo los sótanos de nuestra ciudad” o el paseo nocturno de “Claire de lune”. Millhauser hace de la topografía una forma específica de escritura.
Sus narradores hablan de la vida espiritual, secreta, en comunión, de un pueblo. No hablan por hablar. Citan fuentes y señalan la procedencia de lo que saben. Así afianzan el verosímil –casi como un punto de capitoné– en historias que no pocas veces son fantásticas; en ambos sentidos del término. Ciertos momentos en una historia de Millhauser requieren de una imagen precisa para hacerla más resonante. Si se escandieran sus comparaciones se obtendrían un par versos.
La frase de Millhauser tiene dos componentes: nitidez en la narración y lírica de la mirada. Las oraciones simples dejan de serlo; lo que se creía una transición se convierte en un desvío poético y desconcertante. Donde otro hubiera puesto un adjetivo, este autor redacta dos renglones. Sabe que para ciertas imágenes mentales no existe un término equivalente salvo una descripción móvil y puntual.
Hay un ritmo en su escritura, casi musical, casi un oleaje, como si lo tuviéramos atrás nuestro, con su pequeño bigote blanco y sus anteojos casi invisibles, leyéndonos sin dejarse ver. En esa forma verbal que se hace tiempo dentro del texto, se produce una clase de confesión. Basta leer el cuento inaugural para asistir a una especie de ceremonia fatal y de complicidad colectiva; un escritor chamán que habla para su tribu.
Si a su obsesión por los lugares hay algo que la expande, no es otra cosa que los objetos que los habitan. En “El nuevo teatro de autómatas”, auténtica corriente eléctrica que atraviesa al libro, puede leerse el modo en que Millhauser hace historia (quizá el antídoto perfecto contra la plaga bíblica del mero contar historias) para entregar el retrato sobre un arte y un maestro de aparatos casi humanos. En cierto modo, el relato se comporta como un manifiesto estético.
De Steven Millhauser (Nueva York, 1943) se han traducido August Eschenburg, Martin Dressler, Pequeños reinos y Museo Barnum. En su altar están Chejov –escondido, una figura en segundo plano– y el “soberbio” Maupassant, como él mismo lo calificó, Bruno Schulz por cierto sentido del humor y Calvino por esos espacios paralelos que crea. Las doce historias de El lanzador de cuchillos tienen la virtud de ser autónomas –huérfanas– y a la vez ser hijas del mismo padre. La relación que guardan entre ellas es despareja, incontrolable y aleatoria, como crece una familia.
El lanzador de cuchillos, Steven Millhauser. Trad. C. Gardini. Interzona, 200 págs.