Soy Ángeles y soy nieta de una abuela que no sabe quién soy. De una abuela que no me reconoce, no me mira, no me habla. Soy nieta de una abuela que reemplazó sus palabras y su sonrisa por un canto circular, cíclico. Laralalalalá, desentona mientras camina automáticamente desde la cocina al living, desde la cocina al balcón, con los brazos cruzados y la mirada al piso, con sus ojos cada vez más cerrados.
Dejé de existir para mi abuela. Empecé a desaparecer de su mente una mañana de invierno, cuando un médico le perforó el esófago mientras le hacía una endoscopía. Esa misma noche mi abuela entraba de urgencia a terapia intensiva y a una seguidilla de visitas a médicos, clínicas, internaciones y operaciones.
Paralelamente, el deterioro de su cabeza empezaba a manifestarse. Olvidar los nombres, dónde estaba, qué tenía que hacer. No querer salir, estar callada, reír cuando todos reíamos. Los clásicos del Alzheimer. Hacerle repetir nombres, preguntas, cuántos nietos tiene, ir foto por foto reconociendo caras. Los clásicos de una familia que lucha contra el Alzheimer. En el medio de todo esto, de frustraciones y enojos, de destellos de respuestas correctas y nombres acertados, es donde empieza la historia con mi abuela.
A diferencia de mis hermanos, que suelen evocar imágenes de nuestra niñez junto a mis abuelos, que suelen hablar de aquella vez que la abuela se olvidó de irnos a buscar a la escuela o de las vacaciones juntos, yo alzo mis hombros y miro al cielo.
El Alzheimer de mi abuela se llevó mis recuerdos.
Mis recuerdos son nuevos, empiezan con su enfermedad. Mientras mi abuela perdía su presente y gran parte de su pasado, mientras se olvidaba de mí y olvidaba sus recuerdos, yo empecé a crear los míos.
Mi primera imagen es en la cama de mis abuelos, hace siete años. Mi abuela duerme al lado mío, a mi izquierda, yo estoy a su derecha, en el lugar donde dormía mi abuelo. Las persianas están bajas, no entra la luz de la mañana, sólo escucho la respiración pausada de la abuela. Ya van quince días que duermo con ella, quince días de mi abuelo internado. Aprieto su mano e intento no llorar. No me tiene que ver llorando, no tengo que llorar frente a la abuela. Que no se dé cuenta de que la boca me sangra y de que me cuesta respirar. Me acurruco en mí. Le miro los pies y veo que están destapados. Sus pies blancos, cansados de una vida de caminatas entre la escuela donde daba clases y su casa. Se los envuelvo con la colcha y le doy un beso en la frente.
Hace unos minutos sonó el teléfono y fui corriendo a atenderlo. Corrí y me tropecé con mi camisón. Me partí la boca. Mi abuelo está muerto y yo estoy en la cama con la abuela. La voy a dejar dormir un rato más, pienso. Es dormilona la abuela.
Meses después del funeral de mi abuelo, año 2009, voy a Estados Unidos, a la casa de mi tío, adonde fue mi abuela a pasar el verano. Llego nerviosa, ansiosa, entusiasmada por ver las mejoras gracias a las nuevas pastillas que le consiguieron, gracias a las consultas con nuevos neurólogos, a la nueva dieta. Busco su pelo rubio, brillante, esponjoso, su piel blanca y sus ojos verdes, como tres meses atrás, cuando la despedí en el aeropuerto de Buenos Aires.
“¿Y la abuela?”, pregunto a mi tío. Ahí está la abuela, en el asiento de atrás del auto, mirando por la ventanilla a ningún lado, canosa, con las uñas despintadas. Subo al auto desesperada por acercarme, que me vea, me sienta a su lado. “Abuelita, soy Anqui, hola abuelita. Abu. Abu. Abu. Soy yo”, le repetí y repetí durante el camino hasta que me respondió un “neenaa”, con sus ojos caídos. Esa misma noche después de acomodar mi equipaje, me acerqué a la cocina y los encontré a todos alrededor de la mesa comiendo sus “Corn-dogs”, hipnotizados viendo “The Ellen DeGeneres Show” mientras la abuela luchaba con el cuchillo y tenedor para llevarse un bocado a la boca, mirando fijo el plato, sin comprender de qué se trataba esa salchicha envuelta. Antes de acostarnos, mientras le ponía el pijama, noté que los moretones en su cuerpo, clásicos de la abuela por chocarse picaportes o sillas, habían aumentado. Busqué sus ojos para tener alguna respuesta, alguna explicación, pero no decía nada.
Desde la muerte de mi abuelo, mi abuela era la protagonista de nuestras vidas. Cada salida, cada cena, cada reunión, giraba en torno a ella. Cada paso que daba, nuestros ojos la seguían. Pero en Estados Unidos, no había ojos más que para la CNN. Me aferré a la abuela, entrelacé mi mano a la suya y nos cubrí con una burbuja a la que todos tenían prohibida la entrada.
Éramos ella y yo. Lavándonos los dientes, haciéndole avioncito para que terminara el desayuno, lavándole el pelo. A la tarde haciendo ejercicio y escuchándola decir “eso, nena, eso”, mientras yo saltaba a su alrededor entusiasmada por divertirla y ver su sonrisa. A la noche, cada noche, acomodé mi colchón al borde de su cama y esperé a que cerrara sus ojos para yo cerrar los míos. Que el tiempo pase, que el tiempo pase, deseé cada noche.
El tiempo pasó y a la vuelta casi perdemos el avión: “tres minutos, en tres minutos cierran las puertas”, nos advertían los de seguridad del aeropuerto mientras yo le volvía a poner las zapatillas, le ataba los cordones y guardaba todo lo que nos habían hecho sacar de las valijas. Corrí descalza gritándole que se apurara, que me siguiera, sin mucha conciencia de que la estaba haciendo correr a una velocidad prohibida para mayores de ochenta, sin darle explicaciones, sólo girando mi cabeza para asegurarme de que seguía atrás mío, pero absolutamente consciente de que no íbamos a estar ni un segundo más en ese lugar.
La pérdida de memoria había aumentado durante esos meses, el cambio de lugar, de casa, de personas, la mareaban, la desorientaban de tal manera que no sabía si estábamos en Argentina o Estados Unidos, en un avión o colectivo. En el aeropuerto de Buenos Aires, se acercó un señor y dijo que quería felicitarme por cómo trataba a mi abuela. Giré mi cabeza y vi a la abuela sentada en un banco, cumpliendo la orden que le había dado, de esperarme hasta que volviera de buscar las valijas. No se podía mover, no podía hablar con nadie, exactamente ahí, donde la podía ver, tenía que quedarse. Exploté en un llanto. Cuando volví a donde estaba le di como mil besos. “Neeenaaaa, neeeenaaa”, me decía, pero yo no podía parar.
Sigo con una imagen un año después, las dos en el auto, con mi perro, viajando a la playa. La pasé a buscar después del mediodía, hicimos un bolso con algo de ropa y sus zapatillas rojas, con las que salía a caminar cuando todavía hacía ejercicio. Durante el viaje le pregunto si tiene ganas de llegar, y me responde que sí, lástima el viento. Siempre se quejó del viento de la Patagonia. Todavía. Llegamos al departamento en la playa y empieza a dudar de dónde está. En Las Grutas, abue, le aclaro mil veces con paciencia.
Piensa unos segundos, hace como que aclara su mente, como que entiende, y empieza a recorrer el departamento, entra y sale de las habitaciones. Nada me molesta. Puedo repetirle y repetirle ubicaciones, nombres, quién soy, la cantidad de veces que lo necesite, aunque sea inútil, aunque mantenga la información por un instante. Lo único que quiero es estar a su lado. A la noche salimos a caminar, a tomar un helado. Es fanática del helado. Le compro en cantidades absurdas. Cuando vuelvo al auto con los cucuruchos, la abuela tiene sus ojos cerrados, su cabeza cuelga, no puedo despertarla. Acelero sin frenar en la esquinas hasta llegar a la sala de emergencias. La apoyo en mi cuerpo, sobre mis hombros y grito pidiendo ayuda hasta que se acercan dos personas y la acuestan en la camilla. Tiemblo en el pasillo, tiemblo con mi perro que no deja de mirar hacia donde se llevaron a la abuela. Tiemblo durante minutos, segundos u horas, nunca voy a estar segura de ese tiempo. Maté a la abuela, pienso. Mucho helado, pienso. El médico me llama y nos deja pasar a la sala. Ahí la veo. Tan chiquita. Casi no sobresale de la camilla. Me abalanzo sobre ella, se abalanza mi perro, la atacamos con besos y caricias. La abuela me grita: “nenaaaa, nenaaa, baaaasta”, y le grita a mi perro “camine, camine”.
Otras dos veces pensé haberla matado. La mañana previa al funeral de mi abuelo fui la encargada de arreglarla y hacerle honor a cómo la llamaba el abuelo: “Coqueta”. Sus labios naranjas, su piel fresca, siempre elegante, refinada, con su peinado hacia arriba, rubia, bien rubia.
Hacía años que esa era mi tarea. Hacía años que me felicitaban por cómo la arreglaba. Esa mañana preparé la tintura, el spray, preparé el maquillaje y la ropa, pero fallé. La teñí de un marrón oscuro, cobrizo, se lo dejé chato, aplastado, caído sobre sus ojos. Le puse ropa inadecuada, grande. La maquillé con manchas. Es mi confesión: siento que ese día maté un poco a la abuela. Soñé dos veces con una mañana nueva, con una tintura nueva. Soñé mil veces con el saco marrón tres talles más grandes que le puse.
La segunda vez fue en Buenos Aires, durante una de sus internaciones en el Hospital Italiano después de la perforación del esófago. Año 2011.Estaba escuálida. No podía comer, no podía tragar. Estuvimos semanas haciendo campamento en el Hospital Italiano, dudando de si pasaba la noche. Yo rendía el último final de mi carrera, Teoría Política, la materia más difícil, con el profesor más difícil. Cargué los cuadernillos, libros y apuntes por todo el hospital. Leía y releía sentada en el pasillo, en la habitación, en la confitería.
Después de pasar la noche en una silla al lado de su cama, tomé el colectivo a la universidad. Mi hermano me acompañó, me esperó afuera del aula mientras rendía. Cuando me dijeron la nota lo abracé y fuimos a tomar de nuevo el colectivo. Durante el camino empecé a asustarme:“¿Y si también existe “no hay bien que por mal no venga?”. Entré en pánico. Llamé al celular de mi tío, de mi mamá, mi hermana, pero nadie respondía. Hice bajar a mi hermano del colectivo y subimos a un taxi. Encima un nueve, pensaba, un nueve me saqué.
Hay días en los que me enojo, como ayer, que pienso en que la abuela no sabe que publiqué una novela, no sabe que estoy escribiendo esto. Otros días, como en mi cumpleaños, pienso que eso no importa, aunque me caigan lágrimas. Preparo las bandejas con la comida y le digo a mi mamá que estoy lista para ir a festejar con la abuela. Vamos mi mamá, mi perro y yo. La abuela está sentada con un vestido rosado, con sus anteojos, las manos entrelazadas entre sí. Mi perro se le tira encima y le lame la cara, le salta, apoya sus patitas. Mi mamá me reta porque la puede lastimar, pero yo lo dejo, le digo que le hace bien, dejo que la abuela frunza el ceño y le vuelva a decir como aquella vez en la sala de emergencias “camine, camine”.
Mi perro no se deja vencer y se acuesta a dormir sobre sus pies. Yo la saludo gritándole y acerco mi cara a centímetros de la suya para que se dé cuenta de que estoy con ella, le hago preguntas simples para que responda “bien”, “gracias” o “sí”, pero la abuela ya no habla, ya no me escucha, casi ni me mira. Corto la comida y le voy dando bocado por bocado, le acerco el vaso para que tome jugo, la ayudo a inclinarlo hacia su boca y le pregunto si está rico. Por cada “sí, nena” le doy un beso en el cachete o en la mano. Por cada beso mío, mi perro le da diez lengüetazos. Ella se ríe y yo sonrío, aunque sé que su mirada, hace años, está en otro lugar. Hoy no lloro, no sufro, no pienso. La dejo buscar.
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Angeles Yazlle García. A los diez años escribió su primer libro en el patio de la casa de sus abuelos. A los quince, viviendo en Italia, publicó artículos descubriendo la Argentina desde lejos. Egresada de Periodismo (UCA) e Historia del Arte (MNBA), se fue a vivir a Costa Rica y a México, donde, bajo el seudónimo de “Naoko”, escribió prosa y poesía para el diario Río Negro. Participó luego de “Historias del fin del mundo”, la antología surgida de la Residencia Creativa Interzona 2012 y publicó “Lastima” su primera novela. Reconoce que siempre encuentra una forma para seguir estudiando Letras. Y confiesa que sus perros y su barra de danza son sus mejores amigos.