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Después del fin del mundo: algunas notas sobre Plop, de Rafael Pinedo

POR TOMÁS DOWNEY

«Grasa de animal para favorecer la combustión. Prendieron fuego.
Hubo un grito fuerte, una tos chiquita y silencio».
Plop, Rafael Pinedo

 

I. El hambre

Rafael Pinedo murió en 2006, a los cincuenta y dos años. En 2002 obtuvo el Premio Casa de las Américas por Plop, su único libro publicado en vida, seguido póstumamente por Frío y Subte. En Argentina, más allá de algunos cuentos en antologías, su obra fue publicada por la editorial Interzona –Plop en 2003 y Frío, Subte y El laberinto, un relato breve, en un mismo volumen cuya primera edición es de 2013- en una colección dirigida por Marcelo Cohen, que en su momento definió Plop como un relato de «ideas en acción». La misma editorial acaba de publicar una edición especial en homenaje por los veinte años de la publicación original.

La cita que encabeza estas páginas se refiere a la quema de un bebé albino tras su nacimiento. La superstición que lleva a la tribu de Plop a quemar no solo al niño, sino también la tierra manchada de sangre sobre la que nació, la placenta e incluso las palas que se usaron para todo el trabajo, no viene al caso. Lo interesante es prestar atención al pulso, la templanza con la que Pinedo narra lo impensable. ¿Cómo contar el horror más atroz sin caer en la abyección, en el regodeo? ¿Dónde está el punto de equilibrio entre la crudeza de lo que narra y la frialdad, o franqueza, con que lo hace?

Según la biografía que figura en la solapa de sus libros, que suelen estar escritas por los propios autores, Pinedo, a sus dieciocho años, «quemó todos los cuentos que había escrito desde la infancia y recién a los cuarenta volvió a escribir». La anécdota parece implicar una toma de posición, la necesidad de marcar un acto fundacional, una depuración radical de su escritura.

La obra de Pinedo, y esto es especialmente notable en Plop, parece pensada y ejecutada desde el otro lado de un límite, despojada por completo del prisma desde el que no podemos evitar mirar el mundo. Es una novela que pareciera haber sido escrita, quizás la mayor aspiración y a su vez la peor pesadilla de un autor, como si nadie nunca fuera a leerla.

El narrador de Plop es de pocas palabras, dice lo que tiene que decir sin detenerse a subrayar, ni a matizar, y avanza a gran velocidad sin perder nunca la tensión ni el interés. Puede parecer más o menos fácil, pero no lo es. El secreto está en el punto de vista, al ras del piso. Pinedo escribe con los pies hundidos en el mismo barro que sus protagonistas, frente al mismo horizonte chato, bajo el mismo cielo plomizo, con el mismo pragmatismo que organiza todo alrededor de un único objetivo: la supervivencia. Es lo único que importa, el fundamento central de la lógica del mundo de Plop, donde el cuerpo es una máquina que necesita seguir funcionando, y es a la vez parte de una maquinaria más grande, la tribu, que también busca subsistir y desecha a sus miembros débiles, a veces con una lógica que nos resulta discernible y a veces casi por capricho, aunque ese tipo de distinciones queden para el lector.

Los rituales, la comida, las violaciones, los desmembramientos, el sueño, la defecación, el reciclaje de los cuerpos, la amistad: en Plop, todo funciona en un mismo plano, frente al ojo desnudo, sin la guía de un narrador que jerarquice, condene o comente. No hay guiños ni interpelaciones. El narrador parece estar de espaldas al lector y solo se ocupa de señalar. No hay, prácticamente, adjetivos. Hay acciones, hechos concretos que cumplen una función determinada en un sistema. Todo lo demás, la valoración de esos hechos que puede aportar nuestra mirada como lectores, queda fuera del texto, y es esa exclusión la que hace tan interesante, a su manera radical, la experiencia de lectura.

La tribu de Plop es nómade y deambula por una llanura barrosa sin accidentes -que parece espejarse en esa prosa al parecer chata, pero espesa-. Cada tanto sientan campamento con chapas oxidadas que montan y desmontan para luego continuar su viaje, pero sin cambiar nunca de escenario, desconfiados de esas grandes extensiones de agua de las que hablan algunos, o de las rocas de las que hablan otros, a unos treinta días de marcha, y que se elevan en el cielo, secas, lejos de ese lodo espeso y nauseabundo que para ellos, en verdad, es igual que el agua para los peces, o la mierda para las moscas: tan invisible como el aire que respiran. El narrador en tercera persona, focalizado en Plop, asiste impávido al derrotero siempre cruento de su antihéroe y de los personajes que lo rodean, generalmente sin nombre, más función que individuos.

Pinedo lleva su relato al límite reduciéndolo, paradójicamente, al mínimo, trabajando con descripciones más bien vagas que evitan muy hábilmente la representación gráfica de la violencia -evitando así que la novela se convierta un espectáculo de la crueldad-, pero que sugieren a la vez su horror, logrando así que el relato se vuelva más inquietante y en cierto modo, pese al aire que parece dejar, más opresivo. No sabemos bien cómo lucen los personajes ni las casillas en las que duermen, no sabemos cómo son exactamente esas orgías o a qué huele ese lodo mezcla de agua, tierra, sangre y excrementos, pero justamente por eso estamos constantemente imaginándolo. Pinedo nos deja las palabras justas para que cada lector recree esas escenas bajo el molde de su infierno personal.

Antes de que comenzara la iniciación, Plop se paró. Todos lo miraron. Señaló a una niña, la más gordita.

Uno de los suyos le llevó un pote con grasa; otro acercó a la chica.

Plop la tiró boca abajo sobre el trono, le untó grasa entre las piernas y la usó por atrás.

Esa prosa pelada, como un hueso blanqueado al sol, es a la vez el soporte y la experiencia en sí misma, la condición de su posibilidad.

Tras el primer capítulo, una prolepsis que le da a novela su estructura circular, la trama sigue a Plop desde su nacimiento. Su nombre se debe al ruido que hizo al nacer, en medio de una migración. Su madre, La Cantora, apenas una niña, va atada a un carro, amordazada para ahogar sus gritos, y da a luz ahí mismo, caminando. Plop cae sobre el barro y hace plop. Es la vieja Goro (homenaje del autor a Angélica Gorodischer) quien lo recoge y evita que termine como comida para los chanchos.

Tras el nacimiento, la madre de Plop queda catatónica. Durante un tiempo, la mandan al grupo de Servicios, donde, se infiere, la usan para el coito, pero su ensimismamiento crece hasta el punto en que deja de servir incluso para eso. Como antes de cada migración, el grupo vota qué hacer con los que no se pueden valer por sus propios medios y no tienen nadie que se haga cargo de ellos. Las opciones son pira o recicle. La gran mayoría, incluido Plop, todavía un niño, vota recicle. La vieja Goro lo lleva a presenciar el procedimiento:

La aguja entre las cervicales, el despellejamiento, la carneada.

Siendo el hijo, le correspondía pedir algo: un fémur, para hacer una flauta. Nunca la hizo.

La vieja lo trató de estúpido: podría haber canjeado mucho mejor los dientes, que estaban completos y todavía en buen estado. Tenían solo treinta solsticios de uso.

II. Las ganas de comer

En Inmersión. Una imagen proyectada sobre Rafael Pinedo, su autor, Mariano Vespa, ensaya una biografía que es también una reflexión sobre el propio acto de hurgar los rastros, pocos, que dejó Pinedo. Rafael Pinedo Escardo provenía de familias ilustres, tanto en la rama paterna como la materna. Cuenta Vespa que «Rafael solía decir que sus parientes “trabajaban para el bronce”». Él trabajó para el barro.

En Plop, si los personajes están alzados, usan al que tenga más cerca; si están enojados, matan a golpes a quien los enfrente; si tienen hambre, comen lo que encuentran o lo que puedan robar. No hay nada que proyectar, no hay distancia entre las ganas y su satisfacción, o su frustración. No es casual la única prohibición de la tribu de Plop, la que él mismo infringe: abrir la boca frente a otros y mostrar la lengua, que no solo es el órgano del lenguaje sino también el del deseo.

Plop, en verdad, infringe la prohibición dos veces. De niño, en una reunión de la tribu, le muestra la lengua al grupo a modo de desafío. Lo perdonan porque aún no sabe, porque es muy chico, pero ese hecho lo señala. Él es distinto. La segunda, la que cierra el arco y lo condena, es cuando se hace practicar sexo oral por una esclava delante de todos, sobre su trono, tras haber llegado a líder del grupo.

Pinedo raspa y raspa hasta encontrar un núcleo irreductible. No hay, aquí, ni denuncia ni misantropía, sino un descenso a nuestra animalidad, al instinto: «un auténtico festival antropológico de la degradación», según Sergio Gaut vel Hartmann.

Decíamos antes que Plop lleva su nombre por el ruido que hizo al caer sobre el barro en el momento de su nacimiento. Es, también, el ruido que cierra la novela cuando lo están enterrando vivo. Barro sobre barro: la estructura circular grafica un aspecto clave: en Plop no hay pasado, no hay futuro, no hay historia, solo un presente continuo; el hambre, el sueño, la sed. El horizonte está literal y simbólicamente oculto: la tierra se funde o se confunde con esas nubes pesadas que encapotan el cielo y no paran de llover.

Promediando el primer tercio de la novela, Plop, todavía un niño, se interesa por Rarita, una chica de su edad. El comportamiento de Rarita no es como el de los demás. Es, por ejemplo, una de las pocas que no participa en las orgías grupales. La posibilidad de una relación entre ella y Plop puede sugerir la idea de un futuro. Pero unas pocas páginas después, Rarita muere al caer en un río contaminado y ya no se la vuelve a nombrar.

Los brazos se hundieron hasta los codos, después las manos patinaron y quedó acostada, boca abajo, la mitad del cuerpo enterrada en el líquido.

Levantó la cara rápido y los miró. A Plop primero, que desvió la vista.

Rarita entendió. Empezó por tirar el cuchillo, después el arco y las flechas que tenía.

Se fue sacando la ropa que se podía aprovechar.

El resto se sentó, la mayoría de un lado, Plop del otro. La miraban.

Ella se arrodilló y los fue mirando de a uno. Quedó de costado al grupo, con los ojos fijos en Plop.

Cuando aparecieron las primeras llagas él se levantó.

Rarita empezó a emitir una serie de sonidos parecidos a maullidos largos, graves. Plop pensó que debía dolerle mucho.

Cuando él cruzó la viga, los ojos de Rarita eran dos agujeros negros que chorreaban. Ella no se movió. Probablemente ya ni pudiera oír.

Plop no miró atrás. Empezaron a volver.

El tiempo, en Plop, se mide en solsticios. Es una rueda que gira sobre su eje sin moverse de su lugar. En un mundo con esa lógica, poblado por personajes que caminan en círculos sobre el barro sin otra ambición que comer y dormir para poder continuar, Plop comete el pecado de creerse distinto, capaz de ponerse por sobre la única ley. Desconoce así un aspecto central que lo condena: no hay ninguna posibilidad de trascender.

Toda obra de género, en el fondo, le guste o no, es una gran metáfora, pero el mundo narrado debe tener fuerza y materialidad como para sostenerse por sus propios medios; para que no se lea como un contorno hueco, como una excusa para traficar un concepto. La dimensión simbólica tiene que ser obvia y a la vez una sorpresa. Es un equilibrio delicado que Pinedo logra con gran pericia: el mundo de Plop tiene peso propio, se sostiene fácilmente sin necesidad de esos hilos que lo atan a nuestra realidad y a lo que nos puede estar diciendo sobre ella, pero nos habla, casi sin quererlo, casi como si intentara evitarlo, de un destino sudamericano.

 

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024