Por LETICIA LEÓN
Está entrenado. Pone en práctica el consejo de Goethe que tanto le gusta citar: “pensar es mejor que saber, pero no mejor que mirar”. Detecta biografías de un vistazo y las calca en pocas líneas. Así surge Diario de un librero, que es una recopilación de historias sobre su experiencia como vendedor en una librería. Allí, su mirada convierte a los clientes que pasean por los pasillos de la librería en libros andantes, ejemplares de distintas especies que solo un ojo experimentado y una mano hábil como la de Luis Mey pueden plasmar de un trazo y con profundidad. Con oraciones cortas. Con el ritmo de lo cotidiano. Con humor. Entonces, con solo delinear dos gestos —“un señor me chista… y me hace señas con la mano en alto y los dedos como remando: ‘vení’, ‘vení’, pero sin hablar”—, los lectores podemos construir la psiquis del personaje en cuestión.
Diálogos y descripciones breves grafican con exactitud y dinamismo, situaciones (insólitas) que nos pasean por una paleta de sentimientos. Nos reímos cuando le piden los libros “Las nenas abiertas de América Latina” y “Anal Karenina”, o cuando utiliza a su compañero Héctor de puchinball, si está estresado. Nos enternecen los asados con sus padres y las charlas con su madre.
La prosa de Mey está plagada de síntesis e ironías. Juega con la ambigüedad del lenguaje. A veces, sus sutilezas son furiosas y las piñas se le atracan en el bolsillo. Sobre todo si se trata de un cliente que le exige que le alcance con rapidez el libro “Comen” por “Viven”, lo trata de bruto por desconocerlo, y, encima, luego de aclarale el error, el cliente responde: “¿Viven? Ah… Bueno… ¿Sí? Comen, Viven… Es lo mismo… Hay que comer para vivir y… Dame el libro que el taxi está esperando”.
En Diario de un librero tampoco falta la crítica: auto, literaria y social. Pues Luis Mey también confiesa apenado que ni él ni sus compañeros pudieron ayudar a la chica “encargada de la limpieza” que, llorando, tuvo que sacar el enorme “sorete” que habían dejado arriba de la tapa del inodoro del baño de la librería.
El libro es ameno y variado. La estructura “diario” favorece la aparición de reflexiones que, en este caso, tienen la perspicacia de un buen librero —sabe leer clientes—, y la sensibilidad y precisión de un buen escritor —sabe mirar—.