Siempre me gustaron las novelas de Piro y los ensayos de Leys. Aquí se produce una coincidencia que no parece casual. Puede que Piro haya leído el librito de Leys o no, pero ambos están inspirados en los naufragios de los buques de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, que fue en su momento la más poderosa organización comercial del mundo. Pariente y seguramente no menos siniestra que su homóloga belga de la que habla Conrad en El corazón de las tinieblas, la Compañía navegó desde su fundación en 1602 hasta su disolución en 1799 principalmente hacia lo que hoy es Jakarta y antes era Batavia, la capital de las Indias Holandesas, en viajes que canalizaban buena parte del comercio de la época, que consistía de especias, esclavos, piedras preciosas y todo lo que pudiera comprarse y venderse entre Oriente y Occidente.
Los barcos de la compañía, como explica Leys, era grandes para la época, lentos y poco maniobrables, con lo que estaban expuestos a ser hundidos por los elementos o por el choque con arrecifes terrestres, ya que la navegación no estaba muy avanzada en la época. De hecho, los marinos no tenían una forma precisa de determinar la longitud en la que se encontraba una nave. Por lo cual no pocos navíos terminaron hundidos, y de muchos nunca se supo el paradero. Los barcos se hundían seguido en los viejos tiempos. Frente a las costas del Tuyú, sin ir más lejos, hay unos cuantos encallados que antes se podían ver desde la costa. Uno de ellos (no en el Tuyú) fue el Rooswijk que se hundió muy cerca de la costa británica en 1740, aunque recién se descubrieron sus restos en 2004 (y fue objeto de pillajes varios, ya que estaba cargado, entre otros objetos de valor, de monedas de plata, que servían para pagar lo que se traía de vuelta).
Piro habla del Rooswijk, pero no de su naufragio definitivo en el segundo viaje sino de un episodio que podría haber tenido lugar durante el primero, cuando el barco partió de Holanda en 1737 con destino a Batavia y pudo completar su travesía. En realidad, más que un náufrago sin isla, el relato de Piro podría llamarse "El náufrago sin naufragio", porque el barco solo se perdería más adelante. El protagonista de la novela, Salvador de Liguria, es un cura napolitano que viaja en el Rooswijk para predicar la palabra de Cristo entre los chinos que habitaban en las colonias holandesas. A bordo del barco sufre un percance. Su acompañante, de nombre Eleodoro, enloquece durante la primera parte de la navegación y se pasa los días gritando a voz en cuello. Se produce entonces un amotinamiento parcial de la tripulación que, dirigida por un marino de apellido Simmons, le exige al capitán Ronzières (ese era el nombre del verdadero capitán del Rooswijk) el permiso de asesinar a Eloedoro y tirarlo al mar sin que el pueda hacer nada para impedirlo. Pero a continuación, los rebeldes deciden que Salvador debe correr la misma suerte porque su presencia en el barco constituye una inadmisible y funesta premonición (que recién se cumpliría en otro viaje). Entonces, al náufrago que no es tal (por primera vez, porque lo será dos veces), lo ponen en un bote de remo, le dan un poco de agua, algunas provisiones y lo dejan librado a su suerte en medio del Océano Indico. Y allí comienza la segunda parte de la novela, en la que Salvador, siempre a punto de morir de sed, abrasado por el sol y al borde permanente de la locura, va a chocar con una isla que no es propiamente una isla sino un volcán en erupción rodeado de las piedras que genera su actividad.
Pero hagamos un paréntesis. Sé que a Piro le gusta remar y practica asiduamente ese deporte. El cura, en cambio, se manifiesta inútil para cualquier tarea semejante e ignorante de las cosas del mar. Hasta que aprende y revela una fortaleza que él mismo ignoraba. Ese es uno de los temas subyacentes a la novela: la fuerza física y la capacidad de adquirirla. Cuando el padre Salvador sube al barco, el equipaje es cargado por un grumete que no parece capaz de un esfuerzo semejante, y lo mismo había ocurrido con un viejo de apariencia enclenque. Parece un indicio de que Salvador terminará demostrando una voluntad y una destreza crecientes para arreglárselas en su difícil situación.
Para no contar toda la historia del náufrago de Piro, digamos un par de cosas: que, al principio nos enteramos de que el cura es un habitué de las cortes de Europa, donde suele narrar su historia y se lo califica de ''redentorista''. De ese modo, sabemos que la odisea habrá de terminar bien. Y la otra es que cuando recala en la isla volcánica no puede, a pesar del peligro, dejar de circunnavegarla con el bote durante el día y de contemplar los fuegos del volcán durante la noche, a los que juzga como un espectáculo maravilloso que dios le ofrece. Por último, que el náufrago abandona la isla cuando el volcán empieza a hundirse. Finalmente, tras otra navegación imposible, Salvador llega a la isla Sipura, que queda al oeste de Sumatra y, tras pasar algunas peripecias de corte etnográfico entre los nativos (no demasiado simpáticos, pero mejores que los holandeses), termina su travesía en Batavia, donde se reencuentra con el capitán Ronzières y el timonel Fokke, a quienes relata su historia. Pero estos no le creen del todo, con lo cual la aventura pasa a ser una hipótesis o un sueño. Aunque, como dice Piro, no vale la pena dudar de lo ocurrido porque ''es como dudar de la dulzura del fruto que nos llevamos a la boca''. Es una variante de la rosa de Coleridge o del dinosaurio de Monterroso. Pero tuve la sensación de que Piro deslizaba, sin decirlo explícitamente, un matiz religioso detrás de su homenaje a la literatura, que su novela celebra la potencia del dios de los católicos. Del mismo modo, llegué a pensar que los fuegos de artificio que embellecen las noches en el océano son una referencia o una metáfora sexual. Puedo conectar ambas mediante un pasaje en el que Piro cuenta que un joven, fiel de la parroquia del cura le cuenta que tuvo relaciones con una chica y le pregunta si la confesión lo va a privar de volver a tenerlas, aunque sabe que no dejará de hacerlo. Salvador le contesta, disimulando una sonrisa, que no es necesario, pero que cada vez que reincida en el pecado vuelva a confesarse que él lo absolverá. El náufrago sin isla me pareció menos un homenaje a Stevenson, Conrad, Henry James y Kafka, como anuncian Luisa Valenzuela, Edgardo Cozarinsky y Daniel Guebel en la contratapa, que una obra discretamente piadosa que oculta con malicia su género. "A veces", dice Salvador (¡qué elección simbólica del nombre!), "la mentira nos acerca al prójimo y la verdad nos aleja".
Simon Leys fue un ferviente católico, además de un hombre de múltiples saberes: teólogo, filósofo, sinólogo, ensayista, aficionado al mar. Fue una de las plumas más lúcidas y estimulantes del siglo XX. Como explica en el prólogo, estuvo mucho tiempo interesado en escribir sobre el naufragio del Batavia, buque insignia de la Compañía de las Indias Orientales que se estrelló en 1629 contra unas pequeñas islas muy próximas a las deshabitadas costas occidentales de lo que hoy es Australia. Este no fue tampoco un naufragio clásico, porque la mayoría de los viajeros (marinos, soldados, pasajeros) sobrevivió gracias a la proximidad de la costa. Lo que hizo célebre el episodio fue lo ocurrido cuando Francisco Pelsaert, el responsable de la nave, partió con una escolta par pedir auxilio y un personaje muy siniestro llamado Jeronimus Cornelisz se hizo del poder entre los náufragos, desplegados en el hoy llamado archipiélago de Houtman Abrolhos y se dedicó, con la ayuda de un grupo de fieles, a someterlos, atormentarlos y a asesinarlos de a poco. Al parecer, el plan de Cornelisz era apoderarse del barco en el que Pelsaert volvería para rescatarlos y llevarse las riquezas que transportaba el Batavia.
El plan no era muy consistente, pero requería del silencio de los que recibirían a los rescatistas, por lo cual había que eliminar a todos los disidentes, que eran peligrosos testigos. De los trescientos que desembarcaron, más de cien fueron asesinados, torturados y las mujeres objeto de servidumbre sexual. Finalmente el plan fracasó, porque un soldado llamado Wiebbe Hayes se rebeló contra la autoridad de Cornelisz, se hizo fuerte en una isla que tenía agua dulce (Cornelisz los había enviado allí para morir) y logró resistir allí de modo que cuando Pelsaert volvió, escuchó su versión de los hechos. Cornelisz y sus lugartenientes fueron capturados y ejecutados. De paso, también es ejecutado Simmons en la novela de Piro: los motines, los naufragios y las ejecuciones eran habituales en los viajes en barco durante esos siglos.
El libro de Leys es muy breve y aclara que desistió de algo más comprensivo
cuando en 2002 apareció un libro del galés Mike Dash que, después de un enorme trabajo detectivesco en los archivos, aclaraba todo lo que podía desentrañarse de los horrores del Batavia. Pero aunque el libro de Leys es muy breve, lleva el subtítulo "Anatomía de una masacre" y el autor se concentra en los puntos más cercanos a sus intereses. En primer lugar la navegación, sobre todo en la precariedad de un viaje como el del Batavia y su derrotero. Leys describe también las horrendas condiciones de la vida a bordo: claustrofóbica, falta de higiene y cargada de tensiones, como la que enfrentó desde un principio a Pelsaert, una especie de delegado de la Compañia con Ariaen Jacobsz, un capitán que actuaba como segundo de abordo. Buen marino pero mal navegante, Jacobsz equivocó el rumbo y no viró hacia Indonesia cuando correspondía para terminar precipitándose contra una la tierra incógnita australiana y sus inhóspita costa occidental (Jacobsz fue acusado incluso de conspirar con Cornelisz para apoderarse del barco). En esa cárcel flotante que era el Batavia se incubó la tragedia. Leys afirma que los sucesos del Batavia fueron para la opinión de la época más sensacionales que los del Titanic cuatro siglos más tarde. Escribe Leys en 2005:
"un drama cuyos elementos —decorado exótico, aventura, naufragio, violencia, sexo, terror, suspense, salvamento in extremis— parecen haber sido especialmente concebidos por Hollywood, pero creo que sus esfuerzos resultarán vanos por una razón que el propio Dash ha tenido el mérito de ver: en una historia semejante ninguna imaginación podrá rivalizar nunca con la desnuda realidad de los hechos."
La reflexión no impidió que proliferaran narraciones y películas de ficción. Sin embargo, lo poco que alcanzamos a saber de los crímenes de Cornelisz y de su desdichado entorno nos alcanzan para horrorizarnos lo suficiente como para no querer ver la película de Bruce Beresford (que tampoco es un director muy confiable). Otro punto de interés para Leys es la geografía. Residente en Australia durante sus últimos años, conoció las islas donde naufragó el Batavia y se quedó un tiempo en la región, que es un paraíso para le pesca de langosta y no está polucionada por el turismo.
El tema religioso tenía que interesarle también a Leys y, en ese sentido, se concentra al final en la gran pregunta que se hace en estos casos: ¿Cómo pudo ocurrir algo semejante, cómo puede el mal hacerse tan poderoso? El libro empieza con una famosa frase de Edmund Burke que el filósofo conservador aplicó a la Revolución Francesa: "Para que triunfe el mal solo hace falta que la buena gente no reaccione". Pero hacia el final, su pregunta se hace más específica e inquiere en el personaje de Cornelisz, un ex boticario que perteneció a la secta de Torrentius, extraordinario pintor y predicador apocalíptico que llamaba a transgredir todas las normas morales. Al parecer, como su maestro y a pesar de ser físicamente débil y cobarde, Cornelisz era dueño de una oratoria capaz de convencer y de hacerse seguir por quienes lo rodeaban: algo así como un Charles Manson, un Jim Jones o, por qué no, un Adolf Hitler. En realidad, las lista es mucho más larga de lo que podría parecer...
Es interesante constatar que es un deleite leer el relato que hace Leys de estos sucesos tan espantosos. La literatura tiene potestades que el cine desconoce.