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Edgardo Scott: “En la Europa de hoy, todo forastero es considerado sospechoso”

El escritor argentino lleva casi ocho años viviendo en Francia, entorno que aparece por primera vez en los relatos de su nuevo libro, Imaginario. Por Horacio Convertini

Edgardo Scott (escritor, traductor, psicólogo) está en el departamento de París donde pasa parte de la semana. Espera la llegada desde la Argentina de su pareja, la escritora Ariana Harwicz, y del hijo de ambos, Elliot, para irse a la casa que alquilan en el campo, a doscientos kilómetros de la capital francesa, porque el chico tiene que empezar las clases allá.

Scott (46) emigró hace casi ocho años y algo de ese salto que lo llevó de Lanús a Europa ya empieza a permear en su literatura. Por lo pronto, cuatro de los relatos de Imaginario, el delicioso libro que acaba de publicar en la Argentina, tienen personajes y escenarios franceses.

Pero otros no. En otros persisten el clima, los conflictos y los paisajes de la geografía suburbana que mejor conoce. Y, desde luego, persisten también los símbolos de su patria chica, como el avión instalado en el boulevard de la avenida Remedios de Escalada que homenajea a los héroes de Malvinas y que siempre lo intrigó.

En unas horas tiene que atender el consultorio. El 90% de sus pacientes son franceses. Un síntoma de adaptación. Pero el día en que el dueño del bar de la esquina, sabiéndolo argentino y creyéndolo solo, lo invitó a ver la final del Mundial de Qatar en su negocio, dijo que no.

“Yo le agradecí, por supuesto, pero por dentro pensaba: ‘Mañana te quiero romper la cabeza’”, confiesa Scott entre risas. Es que la distancia profundiza algunos rasgos culturales. Como la pasión futbolera, que si bien siempre existió en él (es hincha de Independiente) se le disparó con la extranjería.

El épico partido del 18 de diciembre de 2022 lo vio en su casa parisina con amigos y familia, pero se negó a que fuera en una televisación con relato francés. Amenazó con encerrarse en el baño y ver la final por el celular con audio argentino. No fue necesario: le dieron el gusto y disfrutó -a través de una conexión pirata- el triunfo de la Scaloneta con poética criolla.

Mientras los cuentos de Imaginario hacen su recorrido en la Argentina, la traducción de su ensayo Caminantes da que hablar en Francia, donde fue elogiosamente reseñado por el diario Liberation y por la revista cultural En Attendant Nadeau. Scott, hoy, es un autor que hace equilibrio entre dos países, dos realidades, dos culturas.

-¿Por qué fuiste a vivir a Francia?

-Por dos cosas que confluyeron. Por un lado, sentí que en muchos sentidos había cerrado un ciclo en la Argentina. Justo me había mudado a un departamento en Remedios de Escalada, había cambiado el auto, había sacado préstamos grandes, me había ido a Irlanda, porque en ese momento ya estaba trabajando en la traducción de Dublineses de Joyce y, ya acercándome a los 40, tuve ganas de hacer la experiencia de vivir afuera. Siempre imaginé que sería en Londres.

-¿Por qué?

-Un poco por el idioma y otro poco porque es mi ciudad idealizada del mundo. El plan era irme a través de una beca o de una residencia artística, y estaba proyectando eso cuando conocí a Ari, que ya vivía en Francia. Empezamos a tener una relación a distancia que duró casi un año, y después de ese año y de ver que las cosas podían avanzar, decidí viajar yo para allá. Quería ir a Londres y terminé en París. Pegué en el palo. En 2018 nació Elliot y, como se dice, eché raíces.

-Hoy hay una suerte de idealización del argentino que emigra: afuera va a cumplir el sueño que acá no se la da. ¿No exageramos?

-Seguramente. Yo diría: los argentinos somos exagerados, para bien o para mal. La exageración es nuestra naturaleza para abordar desde un partido de fútbol hasta una situación política, económica o vital. Coincido en que hay una glorificación del emigrante que, por supuesto, no coincide en nada con la vida real que te espera acá, dicho esto después de haber vivido casi ocho años en Francia y nada menos que en París. Digo “nada menos” porque París es un lugar muy fantaseado por nuestra cultura. Habiendo conocido a un montón de emigrados que viven acá desde hace diez, veinte, treinta años, incluso artistas, como Marilú Marini o Edgardo Cozarinsky, creo que la fantasía no coincide en nada con la realidad de ser un extranjero, de serlo en una gran ciudad europea y de serlo, específicamente, en París.

-¿Cuál es el costado más duro de esa realidad?

-Hoy no se atraviesa un momento de bienvenida a la extranjería en ningún lugar del mundo y, sin duda, tampoco en Europa. De movida hay una resistencia general. También, una resistencia diría psicológica, tipo Dogville, la película de Lars von Trier: todo forastero es considerado sospechoso. Hay que ver qué hace, qué quiere, cómo se comporta. No es fácil. Desde luego que uno encuentra en el país de llegada gente que puede ser más amistosa, más amorosa, y gente que no, que para nada. Nadie que haya pasado por esta experiencia puede entenderla. Es como la paternidad o la maternidad: una vivencia intransferible. Y cuando uno va a vivir a otro país, que encima tiene otra lengua y otra cultura, es peor, es más duro.

-Tu caso en Francia.

-Para un francés, primero sos un latino en tanto hablás español. Y segundo, formás parte de un mismo continente imaginario, Latinoamérica, donde todo está mezclado. La típica anécdota del francés que confunde Brasil con Argentina y Argentina con Chile. En ese sentido hay una gran asimetría entre lo que nosotros conocemos de la cultura europea y lo que los europeos, en particular los franceses, conocen de la nuestra. Me ha pasado: un paciente que sabe que soy argentino y que siempre voy de visita a Buenos Aires en agosto, me pregunta: “¿Hace calor allá?” O no sabe en qué hemisferio está la Argentina o supone que estamos en el trópico. El puente París-Buenos Aires no es de doble mano.

-Además, teniendo en cuenta la nueva rivalidad futbolera, un argentino en Francia puede parecer un soldado perdido tras las líneas enemigas.

-Más o menos (se ríe). La prensa especializada, como L’Equipe o So Foot, les da importancia a la pica surgida por la final del Mundial, a los pequeños escándalos, a los silbidos al Dibu Martínez en Lyon, pero la cultura francesa no siente tanto el fútbol. Entre otras cosas, porque como alguna vez me explicó algún francés, el fútbol es un deporte de clase baja. El deporte nacional es el rugby. Vos ves más movilización en la calle y en los bares cuando se juega el Mundial de rugby que cuando se juega el de fútbol. Por supuesto que el lugar del fútbol ha ido creciendo al calor del los éxitos obtenidos en los últimos treinta años, pero en Francia sigue sin tener la tradición y el peso que sí tiene en la Argentina.

-¿Cómo se va filtrando en tu literatura la experiencia de vivir en Francia?

-De la manera menos impostada posible. Toda la ficción que había publicado hasta ahora había sido escrita y situada en la Argentina. Los problemas de la adaptación a Francia, el haber tenido un hijo, la necesidad de aprender otro idioma, me fueron llevando, quizás, a escribir ensayo, crítica y no ficción. Por eso, para mí, Imaginario es importante porque la mitad de esos cuentos son nuevos y hay cuatro cuyas historias suceden acá. Pero nunca hubo ninguna deliberación. Fui dejando que la cosa viniera.

-¿Cómo es eso?

-Yo escribo siempre con la vida. La vida se va moviendo, las experiencias van cambiando y terminan impactando en uno. Por eso digo que Imaginario es mi libro más cortazariano, en el sentido de que si hay algo que le pasó a Cortázar, y que no le pasó ni a Copi ni a Saer, es que su vida en Francia empezó a aparecer en sus personajes y en sus paisajes.

-De todos modos, siempre está Lanús. Lo tenés en cuentos como Bentley o Historia del avión…

-Siempre está y va a ser muy difícil que desaparezca, porque tampoco tengo la intención del escritor profesional de internacionalizarme. Es decir, de que mis ficciones y mi escritura puedan encajar en todos lados. Otra faceta que no me interesa es la de volverme embajador de algún exotismo. Yo sigo un proceso muy ligado a mi propia tradición literaria y, después, a la vida. En ese cruce es muy difícil que pueda deliberadamente cambiar así como así de paisaje. De hecho, por ejemplo, fantaseo con escribir un libro de crónica sobre dos crímenes. Uno ocurrió hace un año y pico en la periferia de París, cuando unos policías mataron a un chico que no se detuvo en un control, un típico caso de gatillo fácil que me conmovió y que ocurrió justo antes de mi anteúltimo viaje a la Argentina. El otro crimen pasó después, en Lanús, cuando a las siete de la mañana mataron a una nena para robarle el celular camino al colegio. Fue en Villa Diamante, a diez cuadras de mi casa. La intención es hacer algo medio Walsh con ambos hechos. Como verás, hay una tradición y ciertos intereses de uno que se van reacomodando al nuevo lugar, pero que también siguen teniendo huellas de donde uno viene.

El ninguneo

El año pasado, Scott publicó Escritor profesional, un ensayo que se leía como una gota de ácido en el escenario literario argentino. Ya desde el título, caracterizaba a un tipo de autor más preocupado por la fama, las invitaciones a festivales y los viajes que por la literatura. Un cortesano, al fin, de los circuitos que aseguran “visibilidad”. Un tilingo, si se quiere, que vale por sus poses y que no hace olas: sólo salpica plantando bandera sobre los tópicos del momento. Scott cita a Elías Canetti para definir las tres características que debería tener un gran escritor: “Ser original, resumir su época, criticar su época”.

-¿Te peleaste con muchos colegas por ese ensayo?

-(Se ríe). Lamentablemente no. Yo hubiera querido… Pero en el libro ya anticipaba que iba a pasar algo de eso. Una táctica del escritor profesional y del circuito es el ninguneo. La invisibilización es la mejor manera de tratar mal. Mis libros anteriores fueron reseñados por casi todos los medios grandes y a mí me llamó mucho la atención que Escritor profesional pasara inadvertido. Como yo, justamente, me dedico a leer esas cosas, me parece sintomático. Lo que sí hubo fue mucho mensaje por privado de escritores que conocía más o que conocía menos, pero que me decían: “No sabés cómo me estoy riendo” o “qué bueno que escribiste esto”. Pero a nivel público, di más entrevistas por el libro de Stevie Wonder.

-¿El escritor de hoy tiene otra opción que no sea preocuparse también por su propio marketing en las redes? En otras palabras: ¿vivir hoy no es vivir en las redes?

-Supongo que no la tiene. Eso también es cierto. Me cuesta pensar un escritor profesional que no entre en esa. Pero depende de cuál sea tu lugar en la industria. Una cosa era cuando no sabíamos dónde vivían ni qué cara tenían autores como Thomas Pynchon o Salinger, que ocupaban un lugar central en la industria…

-¿Y cuándo cambió?

-Creo que a partir de mi generación se extendió la convicción de que esa era la única manera de instalarse en la industria literaria. La profesionalización del artista, porque esto no es exclusivo de la literatura, tiene un poco el signo de llegar a ser una celebrity. Se ve en las artes plásticas, en la música, en el cine ni hablar. Es una espectacularización de la cultura, que desnaturaliza esa relación más personal, más íntima, con el arte, y se vuelve una relación absolutamente pública, donde está expuesto de manera permanente lo que los autores quieren que se vea de ellos. La vida es compleja y múltiple, pero vos ves que hay una política en esos autores de demostrar en redes distintas cuestiones de su vida que se articulan con su obra. Eso es lo que ahora es casi ineludible.

-Vos estás en las redes.

-Sí. Es una manera de no impedir que la gente conozca lo que hacemos, incluso de acercarse a lectores, pero con un comportamiento, digamos, más ligado a la literatura. Eso no tiene el impacto de los artistas que militan una forma de vida, una ideología, un consumo cultural-ideológico que es lo que la época demanda para que empiecen a cortar tickets.

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