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El acto de quitarse la vida y las palabras que lo precedieron, en un libro impactante

En “Notas de suicidio” Marc Caellas recopila últimas palabras escritas por Virginia Woolf, Sid Vicious, Walter Benjamin y Kurt Cobain entre otros, Un ensayo, bello y triste como cada una de sus historias Por Diego Rojas

Hay una sutil, pero enorme, diferencia entre unas de las expresiones más usadas popularmente por los argentinos. Una dice: “Me quiero morir”, dicha ante cualquier acontecimiento sorpresivo, imprevisto, inesperado o frente a cualquier segmento informativo de todos los canales de noticias, medios televisivos, radiales o en la web. Sobre todo en estos tiempos –en estos días–. La otra expresión, que cobra vigor, es: “Me quiero matar”. No es necesario explicar el carácter activo o pasivo del agente del acto de dar muerte a quien pronuncia esas palabras. Las escuchamos a diario, las pronunciamos en cualquier momento.

Pero la segunda expresión está provista de una dosis de mayor energía –energía vital, si se quiere– al ser dicha. Proyecta el acto en una posibilidad cierta. Y es que el suicidio, ese tema tabú, está tan presente en nuestras vidas como la vereda que pisamos al salir de casa. Albert Camus, uno de los mayores novelistas y ensayistas del siglo XX, lo dijo así: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio”. Es la pregunta crucial: ¿merece ser vivida o no la vida?

Tal vez sea aventurado afirmar que todos los seres humanos nos hemos planteado alguna vez esa pregunta. En todo caso, se puede decir como una sentencia que la hemos pensado casi todos, tal vez casi la mayoría absoluta de las personas. Pocos problemas que conjugan razón como sensatez y sentimientos se crean en las mentes de los hombres y las mujeres con tanto consenso. Tenía razón Camus.

Entonces, desde Werther a hoy, ¿cómo a nadie se le había ocurrido documentar el género literario correspondiente? Es decir, sabemos que desde aquellos románticos inspirados por el héroe de Goethe las elucubraciones acerca del suicidio (y antes, mucho antes, instalada ya por los griegos estoicos –que admitían su posibilidad– o los epicúreos –esos hedonistas que, sin embargo, desdeñaban a quien se quitaba la vida, ya que toda vida es una carrera hacia la muerte–) tienen un corpus considerable. ¿Pero el registro documental de las notas de suicidio? No existía, creo, tal archivo.

Tuvo que venir el catalán Marc Caelias a publicar su libro Notas de suicidio (Editorial Interzona), para recopilar las últimas palabras escritas por esas personas que decidieron dejar de existir. Es un bello ensayo, también triste, también peligroso. ¿No? Por algo cuando una figura pública se suicida los medios noticiosos no plantean abiertamente la cuestión. Se recomienda la prudencia. Es que los suicidios, como las revoluciones, parecen ser contagiosos. De todas maneras, sabemos que esta frase es una manera de simplificar.

Las últimas palabras. La muerte natural permite que haya testigos de ese acontecimiento y, si el que va a morir se encuentra lúcido, puede pronunciar esas últimas palabras. Por ejemplo, las últimas palabras de León Trotsky. Siempre me parecieron un monumento a las últimas palabras: es que el revolucionario ruso estaba tan convencido de que Stalin iba a cumplir con la misión de liquidarlo que seguramente las había pensado con anticipación. Antes de morir, Trotsky le dijo a uno de sus secretarios en Coyoacán: “Estoy cerca de la muerte a causa del golpe de un asesino político que me atacó en mi casa. Luché contra él. Haga el favor de comunicarlo a nuestros amigos. Estoy seguro de la victoria de la IV internacional. ¡Adelante!”. Es operístico, no caben dudas.

Pudo decirlas como quien escribe . La última entrada en su diario fue: “La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente”. Más allá de la consideración política sobre Trotsky o el trotskismo, se debe convenir que era un hombre consciente de su rol en la historia. Tanto así que estas notas perdidas escritas en Buenos Aires a fines de 2023 aún lo recuerdan.

También se debería tener en cuenta que los condenados a muerte tienen el derecho a decir sus últimas palabras. De manera admirable, se puede citar a uno de los asesinos seriales más horrorosos de todos los tiempos, John Wayne Gacy –conocido por animar fiestas infantiles vestido de payaso a la vez que violó y asesinó a 33 jovencitos a los que enterró en el sótano de su casa–, antes de que comenzara el ritual de la silla eléctrica, le dijo al carcelero que le preguntó por una declaración final: “Besenme el culo”. La justicia estadounidense había dado su veredicto final, pero las últimas palabras le correspondieron a Gacy.

Probablemente el libro de Caellas poco le habría servido a Emile Durkheim, el padre de la sociología, quien estudió el fenómeno de quitarse la vida en su libro El suicidio, en el que por primera vez se tomaba a tal acto como un hecho social. Sucede que Notas de suicidio recoge los textos escritos antes de propiciarse el fin por parte de sus autores. Caellas nota que “puestos a suicidarnos, es imperativo dejar una nota, un escrito, una carta, uun SMS, un tuit, lo que sea, pero no podemos suicidarnos en blanco”. Un suicida que no deja unas señas finales es como el parroquiano que se va del bar sin dejar propina. Hay cosas que no se deben hacer. Con delectación de relojero, Caellas transcribe, cataloga y analiza los escritos del antes de partir de este mundo.

Clasifica Caellas: notas de suicidio “para consolar a los padres, para el marido / esposa, en pareja”, la nota de suicidio “lúcida, escueta, musical, por aburrimiento, conceptual, teatral, política, equivocada”. En el índice al terminar las páginas del libro se encuentra esta taxonomía de las cartas del irse del ser.

Quizás el lector haya notado que estas notas de los sábados tienen por nombre “Panorama desde Portbou” *. Se trata de la ciudad donde se quitó la vida Walter Benjamin, uno de los más grandes pensadores de la humanidad, quien huyendo del nazismo que había tomado el control de Francia, quería pasar la frontera a España para poder partir a Nueva York, pero un retén franquista había cerrado el paso. El 26 de septiembre de 1940 tomó la suficiente morfina que llevaba, previsor, para matarse, antes de ser llevado a un campo de concentración ya fuera por judío o por marxista, o por ambos motivos, claro está.

Al día siguiente los guardias españoles abrieron la frontera. ¿No es así de absurda la vida y, también, la muerte? El capítulo “La nota de suicidio equivocada” abreva en la cuestión. Benjamin, cuyo último libro se perdió en esa travesía a Portbou, escribió: “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto conducido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir”.

Robert E. Howard, el escritor que creó a Conan, el Bárbaro, se mató cuando supo que su madre iba a morir. Escribió: “Todo voló, todo acabó / Por tanto levantadme sobre la pira / El festín ha terminado / Y la lámpara expirado”. Luego, se disparó a la cabeza. Su madre murió al día siguiente. Los enterraron juntos.

Perdón por este paréntesis personal. Cuando era niño, mi madre me repetía cada tanto que no quería llegar jamás a los sesenta años. Que antes de hacerlo, se suicidaría. Era un tema recurrente en nuestras charlas cotidianas. Yo hacía cuentas de cuántos años, entonces, podría seguir amando a mi madre viva. Pasó el tiempo. Dejó el tópico. Cumplió esa edad. Ella vive, alabado sea el señor, o la señora, o lo que sea. Siempre fui malo para las matemáticas.

Seguramente recuerdan a Jean Seberg, la chica rubia de pelo corto que vende el International Herald Tribune en una avenida parisina en esa película fundante de la nouvelle vague, de Jean Luc Godard, Sin aliento. Cómo olvidarla. Izquierdista ella, había sido tomada como objetivo por los sectores ultramontanos estadounidenses que la amenazaban constantemente de muerte y la espiaban controlando sus comunicaciones con el FBI (como aportante de dinero a los Panteras Negras fue borrada para las producciones hollywoodenses). Le escribió a su hijo: “Diego, mi hijo querido, perdóname. No podía vivir más. Compréndeme. Sé que puedes hacerlo y sabes que te quiero. Sé fuerte. Tu mamá que te quiere”. Dice Caellas: “Las notas de suicidio de una madre a su hijo son las más tristes de todas”. Con todo ese laconismo, Seberg había escrito unas últimas palabras que no necesitan editor. Hay un mundo detrás y posterior a ese texto.

Es tan serio el asunto del suicidio que por eso podemos bromear con ello. Qué reprochar entonces a un suicida cuando deja un rastro jocoso de su partida. El cineasta francés Jean Eustache, autor de la legendaria película La mamá y la puta (que se volvió a exhibir después de años hace poco en la sala Leopoldo Lugones, otro gran suicida, y que muestra el fin de los años sesenta), dejó en la puerta del cuarto de hotel en el que se mató esta nota: “Llame fuerte, como para despertar a un muerto”. En su gran película hay una parte de un diálogo que Caellas recuerda: “No puedo tomarme el sucidio seriamente. (...) Puedes hablar de suicidio todo lo que quieras, pero si me río, es por miedo”. Es así.

Sid Vicious, miembro de la icónica banda punk británica Sex Pistols, tenía 22 años cuando se suicidó el 2 de febrero de 1979. Había asesinado a Nancy Spungen, su novia, de una puñalada en el mítico Chelsea Hotel, en New York. Fue arrestado, salió bajo fianza y un par de meses después escribió antes de una sobredosis de heroína fatal: “Hicimos un pacto de muerte, yo tengo que cumplir mi parte del trato. Por favor, entiérrenme al lado de mi nena. Entiérrenme con mi chaqueta de cuero, vaqueros y botas de motero. Adiós”. ¿Cómo decía el dicho? Ah, sí. Así: “Vive rápido, muere joven y ten un hermoso cadáver”.

Aunque tiene orígenes anteriores, se acepta que la dijo James Dean, que murió, bello como era a sus 24 años de edad en un accidente automovilístico. Ian Curtis, líder de la genial banda postpunk Joy Division, tenía 23 años el 18 de mayo de 1980, día en el que, cuenta Caellas, “Tomó una jarra de café, envenenó la comida de las palomas que alimentaba regularmente en su terraza y que, para él, eran el reflejo de su alma agobiada pero libre, vio la película Stroszek de Werner Herzog, terminó una botella de whisky, escuchó The Idiot de Iggy Pop, y se colgó de un viejo tendedero que había en la cocina”. Su nota de adiós decía: “En este momento quisiera estar muerto. No aguanto más”.

La doctrina cristiana condena el suicidio, ya que dios es el dueño de toda vida, no los hombres que suponen que la poseen. Sin embargo, ¿no era Jesús un suicida? La hipótesis ya planteada por Borges es retomada por el autor de Notas de suicidio, quien argumenta que si estaba todo escrito, si sabía, al ser dios, cómo iba a terminar la cosa, el mesías estaba cumpliendo con el rito planificado de su muerte. Entonces, desde la cruz habría dictado su carta de autoaniquilación, esa que dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, etcétera.

Se trata de un libro importante. “Estoy cargado de muerte”, decía un personaje de Robero Arlt. Se podría elogiar a Notas de suicidio con una frase similar. Volvamos a esa pregunta que se hacía Camus. En estas páginas hay un rastro de cómo decir adiós a una vida que ya no merece ser vivida, en opinión de los actuantes. El giro vulgar de la cuestión indica que el suicida es un cobarde ante los desafíos de la existencia. Caellas piensa diferente. Es inquietante y también esclarecedor. Lean este libro. En una parte dice: “Para quitarse la vida hace falta coraje. Quizás esa sea la razón de que aún sean una minoría los suicidas”.

 

* El nombre esta columna “Panorama desde Portbou”, alude a la localidad fronteriza española en donde Walter Benjamin acabó con su vida y también, a un territorio fronterizo que borra límites para las ideas.

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