Existe una diferencia sutil, pero enorme, entre algunas de las expresiones más utilizadas por los argentinos. Se dice: “Quiero morir”, dicho ante cualquier acontecimiento sorprendente, imprevisto, inesperado o frente a cualquier segmento informativo de todos los canales de noticias, televisión, radio o medios web. Especialmente en estos tiempos –estos días–. La otra expresión, que cada vez toma más fuerza, es: “Me quiero suicidar”. No es necesario explicar el carácter activo o pasivo del agente del acto de matar a la persona que pronuncia esas palabras. Los escuchamos todos los días, los pronunciamos en cualquier momento.
Pero la segunda expresión se proporciona con una dosis de mayor energía –energía vital, por así decirlo– cuando se dice. Proyectar el acto en una determinada posibilidad. Y el suicidio, ese tema tabú, está tan presente en nuestras vidas como el camino que recorremos al salir de casa. Alberto Camus, uno de los más grandes novelistas y ensayistas del siglo XX, lo dijo así: “Sólo hay un problema filosófico verdaderamente grave: es el suicidio”. Es la pregunta crucial: ¿vale la pena vivir la vida o no?
Quizás sea arriesgado decir que todos los seres humanos nos hemos hecho esta pregunta en algún momento. En cualquier caso, se puede decir como frase que casi todos lo hemos pensado, quizás casi la mayoría absoluta de la gente. Pocos problemas que combinan razón, sentido común y sentimientos se crean en la mente de hombres y mujeres con tal consenso. Camus tenía razón.
“Notas de suicidio” de Marc Caelias
Entonces, ¿cómo es que desde Werther hasta hoy a nadie se le ocurrió documentar el género literario correspondiente? Es decir, sabemos que desde aquellos románticos inspirados en el héroe de Goethe las especulaciones sobre el suicidio (y antes, mucho antes, ya instaladas por los griegos estoicos –que admitieron su posibilidad– o los epicúreos –esos hedonistas que, sin embargo, desdeñaban a quienes se quitaban la vida, pues toda vida es una carrera hacia la muerte– ) tienen un corpus considerable. ¿Pero el registro documental de las notas de suicidio? Creo que no existía tal expediente.
El catalán tenía que venir Marc Caelias para publicar tu libro notas de suicidio (Editorial Interzona), para recopilar las últimas palabras escritas por aquellas personas que decidieron dejar de existir. Es un ensayo hermoso, también triste, también peligroso. ¿No? Hay una razón por la que cuando una figura pública se suicida, los medios de comunicación no plantean abiertamente el tema. Se recomienda precaución. Los suicidios, como las revoluciones, parecen ser contagiosos. En cualquier caso, sabemos que esta frase es una forma de simplificar.
Las últimas palabras. La muerte natural permite que haya testigos de ese suceso y, si la persona que va a morir está lúcida, puede pronunciar esas últimas palabras. Por ejemplo, las últimas palabras de León Trotski. Siempre me parecieron un monumento a las últimas palabras: el revolucionario ruso estaba tan convencido de que estalin Iba a cumplir la misión de liquidarlo, que seguramente había pensado de antemano. Antes de morir, Trotsky le dijo a uno de sus secretarios en Coyoacán: “Estoy al borde de la muerte por el golpe de un asesino político que me atacó en mi casa. Luché contra él. Por favor díselo a nuestros amigos. Estoy seguro de la victoria de la IV Internacional. ¡Adelante!”. Es operístico, de eso no hay duda.
León Trotsky 1879-1940 (Foto: George Rinhart/Corbis vía Getty Images)
Pudo decirlas como quien escribe. La última entrada de su diario fue: “La vida es bella. Que las generaciones futuras lo liberen de todo mal, opresión y violencia y lo disfruten plenamente”. Más allá de la consideración política de Trotsky o del trotskismo, hay que convenir en que fue un hombre consciente de su papel en la historia. Tanto es así que estas notas perdidas escritas en Buenos Aires a finales de 2023 aún lo recuerdan.
También hay que tener en cuenta que los condenados a muerte tienen derecho a decir sus últimas palabras. Admirablemente, se puede citar a uno de los asesinos en serie más horrendos de todos los tiempos, John Wayne Gacy –conocido por animar fiestas infantiles disfrazado de payaso mientras violaba y asesinaba a 33 jóvenes a quienes enterró en el sótano de su casa–, antes de que comenzara el ritual de la silla eléctrica, le dijo al carcelero que le preguntó sobre una declaración final: “Bésame culo.” La justicia estadounidense había dado su veredicto final, pero las últimas palabras fueron de Gacy.
El asesino en serie John Wayne Gacy no se suicidó, fue condenado a muerte
El libro de Caellas probablemente habría sido de poca utilidad para Emile Durkheimel padre de la sociología, que estudió el fenómeno del suicidio en su libro suicidio, en el que por primera vez tal acto fue tomado como un hecho social. Sucede que Suicide Notes recopila los textos escritos antes de que el final fuera provocado por sus autores. Caellas apunta que “si nos vamos a suicidar es imprescindible dejar una nota, un escrito, una carta, un SMS, un tuit, lo que sea, pero no podemos suicidarnos en blanco”. Un suicida que no deja un mensaje final es como un cliente que sale del bar sin dejar propina. Hay cosas que no se deben hacer. Con el deleite de un relojero, Caellas transcribe, cataloga y analiza los escritos antes de dejar este mundo.
Caellas clasifica: las notas de suicidio “para consolar a los padres, para el marido/la mujer, como pareja”, la nota de suicidio “lúcida, concisa, musical, por aburrimiento, conceptual, teatral, política, equivocada”. En el índice al final de las páginas del libro encontrarás esta taxonomía de las letras de la salida del ser.
Tres suicidios famosos: Sergei Esenin, Jean Eustache y Walter Benjamin
Quizás el lector se haya dado cuenta de que estas notas del sábado se llaman “Panorama desde Portbou” *. Esta es la ciudad donde se quitó la vida Walter Benjamín, uno de los más grandes pensadores de la humanidad, que huyendo del nazismo que se había apoderado de Francia, quiso cruzar la frontera con España para poder dirigirse a Nueva York, pero un control franquista le había cerrado el paso. El 26 de septiembre de 1940 tomó suficiente morfina, que llevaba consigo, para suicidarse, antes de ser llevado a un campo de concentración, ya sea como judío o como marxista, o por ambas razones, por supuesto.