Por DANIEL BLANCO GÓMEZ
“Fui armando un texto en el que se mezclan el hombre que quiere hacer cultura, con el negocio y el comercio; esta cuestión se discute en los personajes de la obra”, afirma el ex librero del Ateneo Grand Splendid y autor de la trilogía sobre un chico del conurbano conformada por "Las garras del niño inútil" (2010), "En verdad quiero verte, pero llevará mucho tiempo" (2014) y "Los abandonados" (2008), de Factotum Ediciones.
A lo largo de la novela, el personaje de esta obra, un álter-ego del autor, va dejando plasmadas en un diario sus experiencias dentro de la librería. Experiencias que ponen en foco los equívocos de los clientes que, cuando dejan de ser excepciones y se convierten en regla, hacen que sus protagonistas sean percibidos como personas destinadas a perturbar al librero y a desplazar cierta noción de la librería como espacio de cultura e inteligencia.
El texto comienza con una advertencia de parte de un amigo y colega del librero que le cuenta que el oficio no es fácil, que tiene que tener cuidado porque “puede ser gracioso, hasta que no lo es”. La primera anécdota narrada en su diario acerca de un equívoco es la del cliente que le consulta por “Malbec, de Shakespeare”. Y la respuesta de su colega de por qué no le parece gracioso es “porque pasa todo el tiempo”.
A partir de allí, se dispara la idea de la librería como infierno, donde los clientes son percibidos como zombis y el empleado es comprendido como un simple vendedor y no como un librero. “El vendedor es una cosa y el librero es otra”, aclara el narrador. “¿Por qué abrimos el día del librero? Porque no es el día del vendedor. Entonces, duele. Porque eso es lo que somos”, se indigna. Pero también puede estar frenteando una pared cuando se le ocurre que “algún librero en algún lugar del país o del mundo se acaba de dar cuenta de que no es un librero sino un repositor”, un mero empleado de comercio. Ni más ni menos.
LA DIALÉCTICA INFERNAL
“¿Pero qué pasa si el paraíso es un infierno?”, se pregunta Garcés en la presentación del libro. Para el autor de "El miedo", la perversidad de ese infierno consiste en que todos esperan estar en el paraíso. Entonces, un espacio que todos asociamos con el placer, con un refugio de civilización o un lugar sosegado donde la gente que entra tiene que ser inteligente y civilizada, pasa a ser un lugar del que se quiere huir.
Mey cuenta que miles de personas fueron a la librería a decirle que ese era "el mejor trabajo del mundo”. Recuerda particularmente a un hombre que vivía en Estados Unidos, empleado en una petrolera, que le dijo que algún día pensaba dejar todo para trabajar en una librería. Al autor de "La pregunta de mi madre" le pareció una epifanía de su propia realidad, ya que “la anécdota se trata de eso, del tipo que me explicó a qué me dedicaba; básicamente a no tener vida”. Así se le fue casi una década. “Claramente dejás todo, sos librero”, se resigna.
Miércoles: no hay mucho para hacer. El protagonista de la novela espera que vaya alguien a salvarle la vida mientras está ahí parado sin hacer nada más que aguardar una pregunta de algún cliente. Entonces se llena de angustia y se culpa por no tener la imaginación suficiente o la “imaginación siquiera para inventar algo que mueva las piernas hacia afuera”.
Estas anotaciones que dan cuenta de la confusión que tiene la gente al percibir un paraíso donde en verdad hay un infierno son corroboradas y complementadas con las anécdotas de otros colegas. Por ejemplo, la de Mariana Barrón, que cuenta que en su librería “entre cinco y quince veces al día” alguien entra y le dice que tiene un lindo trabajo y que seguro se la debe pasar leyendo, pero que el 90 por ciento de las veces se lo dicen mientras la ven agachada ordenando libros.
“El vendedor ordena. Mientras ordena atiende. Mientras atiende, tiene que vender”, escribe el personaje un jueves, a modo de catarsis, para finalmente llegar a la siguiente conclusión: “Todos los que trabajamos en librerías creemos que el mundo nos debe algo”. Las demandas de los clientes son de todo tipo. Algunas causan mucha gracia, como cuando piden “El vómito, de Sartre” y el librero le replica que esa sería la segunda parte de "La Náusea". Otras sorprenden o indignan, por ejemplo cuando una pareja joven solicita libros para curar o prevenir la homosexualidad: “Lo que yo quiero es saber si alguna parte ahí tiene también libros para enseñar que el hijo no salga gay…”.
De manera que los puntos de fuga son fundamentales para la salud de este librero que deviene en escritor. Necesita sobrevivir a ese infierno y tal vez por eso acude a la bebida. “Los curas dan sermones, los libreros beben”, anota un sábado. Y luego, cuando la resaca multiplica el sufrimiento, agrega: “Juro que no tomo nunca más”.
Sin embargo, ese espacio que por momentos resulta dramático tiene en sí el germen de su superación; la salida hacia el paraíso. El librero encuentra allí, en ese lugar que no solo lo agobia mentalmente sino físicamente (“Las enfermedades más comunes entre libreros son las hemorroides y la tendinitis”), algunas lecciones.
“El librero aprende ordenando, el narrador escuchando”, piensa y escribe un viernes el personaje. Estas son dos nociones fundamentales para un escritor. La primera, vinculada a la posibilidad de armar un catálogo imaginario del cual poder nutrirse y de conocer autores clásicos y sus distintas formas de narrar. De acercarse a aquellos autores con los que intentará dialogar en sus futuros textos. La segunda es la que le da la oportunidad de acopiar en su mente experiencias, datos y formas de vida que luego podrá utilizar para crear poesías, cuentos y novelas.
También hay otras experiencias que le sirven como paliativo. Por ejemplo, cuando un lunes le toca atender a ese cliente que dice “buen día, saluda estrechando la mano y mira a los ojos”. Tres semanas después reflexiona y anota: “Siempre se puede recurrir, parece, al tipo que estrechó la mano. Funciona. Y surgió de la librería”.
Hasta que finalmente se da cuenta de que el librero, como cree que se lo debería considerar a él, es parte de ese sistema capitalista donde surgió la división del trabajo y la especialización, y que no todo el mundo tiene por qué saber que Galeano escribió en los '70 “Las venas abiertas de América Latina” y no “Las nenas abiertas de América Latina”. Que cualquier persona puede trastabillar, desnudar su ignorancia o caer en lugares comunes, aun cuando se trate de los eventos más cotidianos.
“Yo también pertenezco a esa plaga”, escribe sobre el final del diario, y cuenta cuando le pregunta al verdulero por el precio del kilo de naranjas y segundos después, a la hora de pagárselo, le consulta cuánto le debe por ese kilo. “Me mira con los mismos ojos que yo tantas veces a tanta gente. Esos ojos que usé apenas un rato antes”, concluye con el deseo de encontrarse con alguno de esos clientes que le generaron más de un dolor de cabeza para pedirle perdón.
Concluyendo la presentación de la novela, Ezequiel Martínez, presidente de la Fundación Tomás Eloy Martínez y editor en jefe de la Revista Ñ, dijo: “Yo me reí a carcajadas con el libro. Hay anécdotas desopilantes. El que va a la librería pensando en encontrar el paraíso, está equivocado”.
“El lector no llega a estar al ritmo de Luis (Mey), que publica constantemente, y los editores tampoco dan abasto”, contó el hijo de Tomás Eloy Martínez, y agregó que el lector nunca llega a estar al ritmo de escritura que tiene el autor de "Macumba". “Es una máquina de escribir”, cerró.