Desde que rompemos el hechizo de la belleza convencional, hay un millón de caras bellas que nos esperan en todas partes, así como hay un millón de bellos espíritus.
Si hay un autor que sorprende cada vez que nos encontramos con alguno de sus textos, es G. K. Chesterton, pues su legado ha ido más allá de la literatura para situarse en otros campos como el del dibujo, la pintura y el periodismo, con la misma frescura e intensidad que en la primera; razón por la que leerlo casi siempre resulta ser una novedad.
El defensor es uno de esos libros en los que nos encontramos a un escritor que sin quererlo, se nos presenta como ensayista, polemista y, como el mismo título sugiere, un defensor de causas difíciles en un mundo cuyo proceso modernizador implicó el aplastamiento de otras formas de pensamiento mediante el desprecio de ciertas prácticas que, según el punto de vista victoriano, no hacían más que arruinar al hombre. De ahí que desde la introducción misma, Chesterton asuma que frente a la posibilidad de que el mundo no sea más que «el monumento a un miedo antiguo» (p. 15) a lo distinto, se hace necesaria la presencia de un pesimista capaz de encontrar tesoros en los basurales en una humanidad que «tiende, no de un modo fortuito, sino eterno y sistemático, a tirar oro a las alcantarillas y diamantes al mar» (p.20).
Es de este modo posible encontrar, en este pequeño tomo, ‘Una defensa de las novelitas de un penique’, en la que de forma breve y concisa expone uno de los temas centrales de su crítica: el contraste entre la literatura popular –base de la academia, portadora de fantasía y lecciones morales– y la elitista, triunfadora de su época. Por ello, no tarda en decir que:
La literatura moderna de la gente educada, no de la gente sin educación, es la más abierta y agresivamente criminal (….). Mientras maldecimos a las novelitas baratas por promover el robo de la propiedad ajena, postulamos que toda propiedad es robo. Mientras acusamos (muy injustamente) de lascivia e indecencia, leemos muy contentos obras de filosofía que se regodean en la lascivia y la indecencia (pp. 28-29).
Pero esto no es todo, pues en “ Una defensa del sinsentido”, el escritor inglés apela a la idea de que la sensatez no puede ser la única medida de las cosas, pues en el momento en que dejemos de pensar con lógica, podremos maravillarnos con lo que nos rodea. En “Una defensa de lo feo”, critica el afán histórico de la humanidad por establecer un canon de belleza que a la larga, resulta ser simplista y despoja a los seres humanos de la posibilidad de apreciar las cosas en su singularidad –véase la cita de esta reseña. Y en “Una defensa de la información inútil”, por muy irreverente que sea el título, habla de la literatura de la información (datos de cosecha, récords, fechas, etc.) como un objeto de consumo ávido del hombre común, que si bien puede ser aburrido como tema central de conversación, es la evidencia de que vivimos en un mundo lleno de milagros en la cotidianeidad.
Gilbert K. Chesterton defiende, y lo hace con intensidad. Defiende la farsa, los relatos de detectives y hasta a las promesas insensatas con la convicción de que, yendo más allá de lo visible, nos espera lo maravilloso. Asume la posición de un profeta dispuesto a predicar y que su voz no sea esta vez acallada por las piedras de un hombre que teme encontrarse con sí mismo. Y lo hace con la conciencia de saber que al final, si somos capaces de mirar atentos, podremos darnos cuenta de que “las cosas deben amarse primero y mejorarse después” (p.12); y no de la forma contraria, como hemos aprendido desde siempre.