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El escocés errante

Desde viejos manuscritos comidos por ratones hasta guiones de televisión o supuestos documentales verídicos sobre los tópicos más disparatados, todo es posible en el mundo inverosímil (pero no tanto) de las historias de Alasdair Gray, el escocés que desde su lectura infantil de Walter Scott quiso ser un narrador épico. Y así fue, aunque su épica tenga mucho de fantasía, de dudas en el filo entre leyenda y realidad. La publicación de Historias inverosímiles, en general, rescata la figura de este narrador tan inclasificable como entrañable.

“De adolescente, me gustaban los relatos que comenzaban de un modo realista y derivaban a un mundo de fantasía, ya sea por el agujero de un conejo, una puerta mágica o una nave espacial” dijo Alasdair Gray, escritor escocés nacido en Glasgow en 1934, quien sufrió hace unos meses un accidente del que aún no se ha recuperado. Su aspecto físico no condice con sus personajes sino con la textura y opacidad de su obra. No se sabe si es gordo o más bien tirando a flaco, ve muy poco detrás de unos redondos anteojos culo de botella, anda con los hombros caídos, posee contextura de gnomo, lleva los pantalones bien por arriba de la cintura sujetados por tiradores; parece un personaje isabelino, uno de esos segundones de alguna comedia de Shakespeare, alguien arrancado de un cuento de hadas que debe padecer las desventajas de vivir en el mundo que nos toca vivir con cierta gracia y una alta dosis de melancólica sabiduría. Como todo buen sabio y sátiro, Gray ocupó su tiempo en la pintura y el muralismo, ofició que aprendió en la facultad, y también, claro, en la escritura. Cuenta que cuando durante varios años fue muy pobre, y cuando salía de su precario frasco ficcional para pegar una ojeada a la vida miserable que tenía (en términos económicos), prefería volver al mundo de su zigzagueante y surrealista imaginación, con vidas paralelas y dragones, con estrellas que caen y soles que se apagan.

Un tiempo largo pasó en el frasco, si consideramos los 25 años que le llevó escribir Lanark, su novela más famosa, publicada en 1983, por la que recibió el espaldarazo de Anthony Burgess, quien la incluyó en su micro canon de la nueva narrativa británica, 99 novelas. En su etílico estilo rezongón, Burgess fue directo: Gray era el heredero de Sir Walter Scott. “Una gran novela llega por fin de Escocia. Ya era hora de que ese país produjera algo moderno capaz de hacer saltar por los aires todo lo anterior”. Lanark era poderosa, rara, tenía inscripciones y dibujos; una mezcla de los murales de Diego Rivera con los grabados de William Blake. En un maratónico afán narraba una vida en cuatro libros agrupados en más de setecientas páginas. Empezaba por el libro tercero, seguía con un prólogo, después el primero, el segundo, un interludio, el cuarto, y un epílogo. Adentro del masacote, Gray daba una muestra de su magistral genio. Una Glasgow levemente desfasada en una ciudad imaginaria llamada Unthank, que, como las mayorías de las ciudades al norte de Inglaterra, en un momento de la Historia, dejaron de ser productivas y se convirtieron en infiernos. Un hombre con piel de dragón alojado en un hospital y acosado a preguntas por un médico que funciona como su alter ego (y a la inversa). Y la molesta sensación de, con el devenir de la narración, estar inventando un mundo fantástico como un campo de pruebas para su doloroso personaje. Poco tiempo después, por si quedaba alguna duda, Gray publicó su primer libro de relatos: Historias inverosímiles, en general, reeditado ahora por Interzona en colaboración con la editorial española Rayo Verde (que ya lo había publicado en su país de origen) con traducción de Marcelo Cohen. Aunque antes, ¡cuando no!, la querida y entrañable Minotauro había sido la pionera en hacer conocer estos cuentos.

La nuestra es una época estigmatizada por el diseño gráfico e Historias inverosímiles, en general es un verdadero libro-chiche. Tiene todos los condimentos que necesita un objeto para atraer a los lectores distraídos: dibujos, tipografías raras, mapas gigantes con un contorno muy definido. Es ideal para regalar y quedar bien. Pero al mismo tiempo, es complejo de leer. Porque aquello que entra por los ojos, sus dibujos y sus mapas, cumplen una función (ergódica, dirían los críticos más aguzados) dentro de un libro que parece estar en constante, lúdica y destructiva construcción. ¿El tema de los cuentos? Todos, y ninguno. Hay relatos breves y cuentos largos que rozan la nouvelle; cuentos que se desintegran y frases sueltas que sostienen como epígrafes a dos dibujos. Carlos Gamerro señala en su lectura sobre el Ulises que Joyce se permitió hacerle un “gran chiste” a la literatura occidental desde un lugar marginal dentro de la lengua del imperio, el inglés. Al ser irlandés, Joyce pudo crear una lengua nueva, menor, dentro de una lengua dominante. El caso de Gray es similar: construye una literatura marginal desde su Escocia natal, tratada siempre como una provincia salvaje al norte de Inglaterra, y al ser marginal, se define a sí misma como juego experimental. En Historias inverosímiles, en general lleva a las antípodas la forma de Lanark, y arma un espacio de libertad, de inverosimilitud, donde la parodia y la copia (el grabado de la realidad) constituyen en cierto modo la forma: de la épica del juego. Gray lo señala en una entrevista: después de leer a Scott en la secundaria lo primero que pensó fue en que su literatura debía ser épica. Si en Ivanhoe se narraban los avatares épicos para los nacionalismos imperantes, la épica de Gray hacia fines del siglo XX se plantea desde un lugar de desintegración pos industrial.

Los cuentos de Historias inverosímiles, en general desarrollan una épica fantasmal de una nación imaginaria. El caso más relevante es el cuento “Logopancia” donde toma la forma de un manuscrito para narrar la genealogía del caballero Sir Thomas Urqhart de Cromartie “con materia auxiliar que vindica la grandeza de Escocia de la Vil Infamia en que, llevado de su codicia y arrogante ambición, el rígido partido Presbiteriano de dicha nación ha envuelto con la mayor hipocresía”.

La copia, y el desfasaje: mejor dicho, el diseño de una realidad (de ahí todos los dibujos que componen los libros de Gray como si se tratara de una Enciclopedia de una Escocia proyectada), el leve desplazamiento en el título, “inverosímiles”, le permite, como señala el escritor y traductor Marcelo Cohen en su contratapa, emanciparse de toda probabilidad, de todo atisbo de realismo, de todo verosímil. Pero Gray agrega un gesto desestabilizador: “en general”. ¿Cuáles son los cuentos inverosímiles y cuáles no? ¿El de la chica que se come una estrella para tener luz interior? ¿El guión de documental sobre una secta de hombres que se disfrazan de osos? ¿La construcción de una torre de Babel que permite tocar el cielo? ¿La historia de Ian Nicol, que se duplica en personajes antagónicos? ¿O el trío amoroso intervenido por un perro blanco? El problema, parece plantear Gray, es cuando no se saben dónde está el conejo y dónde el agujero. Dónde comienza el verosímil y donde termina. Cada cuento suma tanto como resta, y en su forma libre y autónoma, Gray se permite todo: desde manuscritos, guiones de televisión, papeles comidos por ratones, entradas de enciclopedia que se superponen unas sobre otras, desde ese lugar de rebeldía menor construye su épica política como una enorme masa de energía centrífuga, agitada por destello de una iluminación creativa sin igual. Ya lo definió Burgess en su momento: “un escritor fantástico”.

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