interZona

El genio de William Blake

"Incomprendido por su tiempo pero en cierto modo más actual, más nuestro contemporáneo que toda la extraordinaria pléyade de poetas románticos ingleses": el traductor del gran poeta romántico nacido en 1757 lo presenta en Canciones de inocencia y de experiencia (InterZona). Por Nicolás Suescún.

Nació William Blake en 1757, el año en que comenzó la conquista inglesa de la India, y murió en 1827, el año en que Heine publicó su Libro de canciones y en el que Victor Hugo publicó su mani- fiesto romántico, el prefacio de Cromwell. Byron había muerto tres años antes, al enfermar durante su intento de liberar a Grecia, adonde había ido en un barco de su propiedad, llamado “Bolívar”. Es posible que Byron, aristócrata y el más popular de los poetas ingleses, haya oído hablar de él –Wordsworth había dicho que en la locura de Blake había algo que le interesaba más que la cordura de Byron– pero no escribió una sola palabra sobre Blake, como tampoco lo hicieron Shelley o Keats. Es decir, los tres grandes poetas románticos ingleses de la segunda generación nacieron y murieron durante la vida de Blake, sin apenas darse cuenta de su existencia. Sin embargo, el siglo xx cambió las cosas. Ahora él es no solo el poeta romántico más extremo, sino el pintor, el visionario y el profeta que sobrevivió: incomprendido por su tiempo pero en cierto modo más actual, más nuestro contemporáneo que toda la extraordinaria pléyade de poetas románticos ingleses.

Otro contemporáneo suyo –cinco años menor, murió en el mismo año– fue Beethoven. Alfred Kazin, el crítico estadounidense, compara “a estos dos plebeyos europeos de suprema originalidad”; ambos vivieron aislados, “como todas las mentes originales”, pero la separación de Beethoven de la sociedad se debió a “su sordera, su orgullo, sus torpes relaciones con las mujeres, los parientes, los mecenas, y los músicos mediocres”; el aislamiento de Blake, en cambio, puede ser comparado, según Kazin, al del “revolucionario sentado en su sórdido cuarto escribiendo manifiestos contra una sociedad que no le presta atención”. Blake nunca viajó y tuvo una vez un taller de impresión de grabados; era un pequeño artesano, la mayor parte del tiempo sin trabajo remunerado. Fuera de tres años en el campo, vivió encerrado en Londres, “con una esposa a la que entrenó para que reflejara su mente”; fue un visionario solitario que trabajaba sin cesar en sus poemas y los grabados con que ilustraba sus libros. Pero como Beethoven, “fue un romántico pionero de esa primera generación heroica que pensó que las llamas de la Revolución Francesa fundirían todas las cadenas”.

Blake, segundo de los cinco hijos de un calcetero, desde niño tuvo visiones de ángeles y profetas y mostró una incontenible vocación artística. Leyó ávidamente, estudió dibujo, copió los maestros del Renacimiento y a los quince años ingresó como aprendiz al taller de un grabador. Prosiguió su estudio del grabado en la Royal Academy, donde se rebeló contra el clasicismo de su fundador, Sir Joshua Reynolds, el gran retratista de la nobleza y la naciente burguesía –“los ricos y los grandes”, diría irónico Blake– de la época; empezó a hacer grabados, con escaso éxito, para libreros y publicaciones y, a los veinticinco años, se casó con Catherine Boucher, una mujer pobre e iletrada. Al año siguiente, 1783, unos amigos publicaron su libro Poetical Sketches, de poemas escritos, según dice en el prefacio, entre los doce y los veinte años; solo otro libro suyo fue publicado –aunque no circuló– por una imprenta: La revolución francesa. En 1784, muere su padre, Blake abre un taller gráfico y lleva a su amado hermano Robert a trabajar en él. Tres años después murió Robert, aunque no en realidad para su devoto hermano, que siguió conversando con él “en el espíritu, a diario y a toda hora”, y a quien atribuyó, en una visión, la invención de lo que Blake llamó la “impresión iluminada”, un método de grabar en relieve el texto y la ilustración de cada página de un libro, que imprimía con una sola tinta y que después él y su esposa coloreaban con acuarela, logrando una fusión única entre el texto y su ilustración. Fue así como “publicó” –en limitadísimas ediciones– sus principales obras. Toda su vida trabajó febrilmente en ellas, aunque interrumpido por su “locura abstracta” que con frecuencia lo llevaba sobre montañas y valles irreales en “una Tierra de Abstracción donde vagan los espectros de los muertos”.

Vivió Blake en una de las épocas más violentas de la historia de Inglaterra. La Guerra de los Siete Años, estalló un año antes de que naciera. Cuando tenía dieciocho años se inició la guerra contra las colonias de Norteamérica, que encendió su entusiasmo juvenil por la libertad, y duró hasta 1783. Diez años después, Inglaterra intervino en la guerra de buena parte de Europa contra los revolucionarios franceses; y, a partir de 1796, contra Napoleón, enfrentamiento que después de tres años de paz, entre 1802 y 1805, duró hasta la derrota definitiva del emperador en Waterloo, en 1815. Desde entonces hasta la muerte de Blake hubo disturbios, motines, leyes represivas o que castigaban cualquier intento colectivo de conseguir mejoras del trabajo; y un año antes de su muerte, masas hambrientas destruyeron en tres días mil telares mecánicos.

En las “Canciones de Inocencia”, escritas en 1789 cuando estalló la revolución en Francia –Blake la celebró: “¡Ya no hay imperio!”–, el decorado es bucólico e infantil. La naturaleza y la niñez no cultivadas son equivalentes; más aún, no existe en la naturaleza ni en la sociedad la lucha por la supervivencia. Las bestias feroces, como los ángeles, velan el sueño de los niños. El león protege a la niña perdida y la devuelve a sus desolados padres, que después viven “sin temer el aullar del lobo / o los fieros rugidos del león”; y el temible rey de la selva aspira a dormir al lado del carnero, pensando en quien lleva su nombre y suplantando al pastor en la custodia del rebaño. Son estos poemas canciones de “alegría”, como dice el flautista en la “Introducción”, que escribe para que “rían los niños al oírlas”, y que pertenecen a un mundo paradisíaco donde reinan la compasión, la piedad, la paz y el amor, lo que Blake llama la “imagen divina”.

La “Inocencia” es a la vez una visión ingenuamente optimista del potencial humano y una sátira, por el tremendo contraste con el mundo real, de la “Experiencia”. Como dice E.P. Thompson, el gran historiador marxista, hay en las Canciones “fuera del énfasis en una dialéctica de los contrarios… una crítica social y política explícita”. Porque lo que vivimos en este libro del más puro lirismo es la vida de cada hombre, desde la niñez hasta la madurez, y la de todos: la historia desde el mítico paraíso –el hombre en estado de naturaleza de Rousseau– hasta la revolución industrial, cuyas primeras décadas coincidieron con la vida de Blake. Fue el momento cuando se vivió en Inglaterra en forma más descarnada la sentencia de Locke según la cual el fin de unirse en sociedad era la “preservación de la propiedad”. Durante el siglo xviii se multiplicaron allí los crímenes que merecían la pena de muerte, la mayor parte delitos menores contra la propiedad, como el robo de unos chelines o de unos trastos. El cercamiento de las tierras comunes se intensificó en este siglo y llenó los caminos de miserables desplazados. Hubo carestías, hambrunas, desempleo, aumentos de impuestos, y los consecuentes tumultos y motines, a veces muy violentos, causados también por motivos religiosos o políticos.

En 1780, sesenta mil manifestantes, presumiblemente para pedir la anulación de una ley que levantaba algunas restricciones económicas a los católicos, pero quizás también para tumbar al gobierno y detener la guerra contra las colonias americanas, saqueó embajadas, quemó las casas de reconocidos católicos y las de ministros, magistrados, jueces y obispos anglicanos, y algunos edificios públicos y prisiones. Blake, de 23 años, estaba a la cabeza de la multitud que incendió la prisión de Newgate, aunque él parece no haber participado en la acción. Los disturbios terminaron cuando la masa trató en vano de saquear el Banco de Inglaterra. Tres décadas después, el desempleo sería el aliciente de los luddites, las bandas de artesanos que destruían los telares mecánicos.

Blake vivió pues en carne propia la Revolución Industrial. Cuando nació, Inglaterra era un país predominantemente agrario; cuando murió era la primera potencia industrial del mundo. De niño, pudo jugar en las afueras, aún bucólicas, de Londres; joven, vio la multiplicación de la pobreza y la ignorancia; adulto, la desaparición de los artesanos sustituidos por las máquinas y la transformación del país en el prototipo que le permitió a Marx analizar el capitalismo, formular su teoría del materialismo histórico y señalar la lucha de clases como el motor de la historia. La misma indignación los movió a ambos, pero el filósofo explicó lo que Blake apenas pudo describir y condenar en sus obras proféticas y en sus Canciones.

Vivió Blake consternado ante la visión de los pobres –pobre también él, apenas un poco más arriba en la escala social que los trabajadores de las nuevas fábricas– obligados a desperdiciar sus “años de sa- biduría” –su niñez y juventud– “en tristes trabajos fatigosos para obtener una miserable porción de pan”. Los opresores, escribió, “Se burlan de los miembros de los jornaleros: se burlan de sus hijos hambrientos: / Compran a sus hijas para tener el poder de vender a sus hijos…”. Atribuía a las ideas de Locke y de Newton –al odiado materialismo científico– ese lamentable estado del mundo:

Torno a mirar las escuelas y universidades

de Europa

Y allí contemplo el telar de Locke, cuya trama

ruge horrenda,

Lavada por las ruedas hidráulicas de Newton:

negra la tela

En espesas roscas cubre todas las naciones:

crueles máquinas

Con muchas ruedas veo, ruedas sin ruedas, con

tiránicas muescas,

Moviéndose obligada cada una, no como las

del Edén, que,

Rueda dentro de rueda, giran libres en armonía

y paz.

No supo de Adam Smith, pero sí de Malthus, de quien se burló: “Cuando un hombre palidece / Por el trabajo y la abstinencia, decid que está saludable y feliz; / Y cuando sus hijos se enfermen, que mueran; nacen suficientes, / Incluso demasiados…”.

No se contentó Blake con criticar la explotación del hombre por el hombre o la superestructura ideo- lógica que la justificaba y en la que se apoyaba. Se opuso a la iglesia, a los sacerdotes, a la esclavitud, a Dios mismo: “Tu eres un Hombre, ya no hay Dios, / Aprende a adorar tu propia humanidad”. Hallamos el meollo de todos estos temas –y también el odio a la hipocresía y a la represión del sexo– en las Canciones, que al mostrar “los dos estados contrarios del alma humana” realzan la gran paradoja intuida por Blake: el paso en el ser humano de la inocencia –y sabiduría– a la “madurez” que da la experiencia: el egoísmo y la hipocresía; de la libertad a las cadenas, del campo idílico a la ciudad industrial gris y aplastante.

“Londres” es el único poema de las canciones de experiencia concretamente sobre la ciudad, y en el que Orwell encontró “más comprensión de la naturaleza de la sociedad capitalista… que en tres cuartas partes de la literatura socialista”. El paseante en la mayor ciudad del mundo percibe su inhumanidad, la enajenación de las calles e incluso del Támesis, y la alienación, la represión, el egoísmo, la mentira –los “grillos forjados por la mente”–, expresados en el dolor, la pena, la debilidad de todos los hombres con quienes se cruza, marcados como por una maldición, y en los gritos de miedo de todos los niños. El deshollinador tiznado por el hollín, que “consterna a cada ennegrecida iglesia” –y que moría joven de tuberculosis o de cáncer– es el más visible representante de los miles de niños explotados sin misericordia por la naciente industria –la mitad de los operarios de las hilanderías, por ejemplo, eran niños que trabajaban quince horas al día por unos centavos. La sangre del soldado que imagina Blake corriendo por las paredes del palacio es una vívida acusación contra el poder que permite y alienta toda esta injusticia y sufrimiento. Y finalmente, más terrible –para un hombre convencido de que “toda la vida es sagrada” y de que “el amor es la vida”–, detrás de todos los flagelos de esta sociedad donde todo se compra y se vende, está la prostitución, la comercialización de aquello que es más sagrado por ser la fuente de la vida. La joven ramera se constituye en terrible vengadora, cuya maldición puede ser tomada literalmente como la infección del novio y de su hijo, pero que es más una indignada protesta, similar a la sangre del soldado, de carácter más profundo y general.

La ciudad es, pues, el lugar en que como dice Blake en un verso de sus “Cuadernos”, “se venden y compran las almas de los hombres”, pero Londres no tiene un contrario directo en Inocencia: en cierto modo, sin embargo, es el contrario de todos los poemas de esa primera parte, puesto que la ciudad moderna, reino del egoísmo y el odio, es la negación absoluta de la utopía libertaria, dominio futuro, en el que creía firmemente Blake, de la solidaridad y el amor. Aquellos contrarios directos en que aparece la ciudad son “El deshollinador” y “Jueves santo”. El deshollinador de Inocencia, huérfano de madre y vendido por su padre, se contenta con una visión de felicidad eterna como hijo de Dios; al de Experiencia lo visten sus padres con “la ropa de la muerte”, mientras ellos “alaban a Dios, al sacerdote, al rey,

/ Que de nuestra miseria hacen un cielo”. En el primer “Jueves Santo” los niños inocentes y radiantes (de los hospicios) son como “flores de la ciudad” protegidos por ángeles; en el contrario, son presos de la miseria “criados con mano fría y usurera” y aunque su tierra es rica su pobreza la hace pobre porque “no pueden pasar hambre los niños”.

Cerca de la mitad de las Canciones tienen a niños por protagonistas; entre estos, en las de Inocencia, dos pares de niñitos y niñitas perdidos –extraviados– y encontrados, es decir, que conservan la inocencia. En las dos del mismo tema en las de Experiencia –“El niñito perdido” y “La niñita perdida”– estamos en otra dimensión: la terrible represión religiosa y moral de la sociedad, de esas autoridades “sermoneadoras” que privan de pan a la ciudad “para que el delicado oído de la infancia / se embote, y se tapen sus narices”. Al niño lo hace quemar el sacerdote por haber dicho que “Nadie ama a otro como a sí mismo” y que ama a su padre apenas “como el pajarito / que picotea migajas en el portón”. El pecado del niño es haber “erigido a la razón en juez /De nuestro más sacro misterio”, esa invención que es el soporte de las religiones y en nombre de la cual sofocan la inocencia del niño. Su sacrificio, por supuesto, es simbólico y le permite a Blake rematar el poema con una irónica pregunta: “¿Suceden estas cosas en tierras de Albión?” Hay que anotar que en este poema, Blake elogia a la razón en la medida en que esta es instrumento para destruir la opresiva superstición religiosa, tan odiada por él como el feudalismo, la autocracia y la razón en cuanto soporte del materialismo de Adam Smith, que detestaba.

La niña perdida –una joven, más bien–, en cambio, se enfrenta al implícito reproche o castigo de su padre, cuyos ojos, “como el libro sagrado”, la hacen temblar arrepentida de su inocente encuentro amoroso con un joven en un idílico jardín. El poema empieza con una exclamación dirigida a los “hijos de una edad futura”, advirtiendo que el tono “indignado” –Blake aquí se autocalifica y nos da el tono exacto de las Canciones de experiencia– se debe a que en su tiempo “¡Se tenía por crimen al amor!” De nuevo, culpable es la religión organizada, esos “sacerdotes de negro” que en “El jardín del amor” ataban con zarzas “los gozos y deseos” de quien solía jugar en su prado y ahora encuentra allí tumbas y lápidas en vez de flores.

Los contrarios, en Blake, que como en Milton son la luz y la oscuridad, el orden y el caos, el amor y el odio, la humildad y el orgullo, la razón y la pasión –en él la “energía”– no se cancelan entre sí, sino que son la dialéctica misma de la frustración y el esfuerzo por liberarse del hombre, presente en todos los cantos proféticos y los poemas. “Sin los contrarios”, escribe en El matrimonio del cielo y del infierno, …no hay progresión. La atracción y la repulsión, la razón y la energía, el amor y el odio, son necesarios para la existencia humana.

De estos contrarios surgen lo que las religiones llaman el bien y el mal. El bien es la pasión que obedece a la razón. El mal es el principio activo que nace de la energía.

El bien es el cielo. El mal es el infierno.

Estos “estados contrarios del alma humana” del subtítulo, y que tienen un paralelo social, están ex- puestos con suma claridad en dos pares de poemas de las Canciones que son los ejes, abstracto uno, concreto el otro, en torno al cual gira cada parte: “La imagen divina” y “La abstracción humana”, “El cordero” y “El tigre”. El primero es un llamado a adorar no a un Dios creador del universo, sino a lo que hay de divino en el hombre, esas virtudes, la compasión, la piedad, la paz y el amor, que tienen respectivamente corazón, rostro, forma y traje humanos, y que promueven la solidaridad, pues los hombres, al rezar a “la divina forma humana” en medio de su dolor, “… han de amar todos la forma humana / En el pagano, el turco o el judío”. En “La abstracción humana”, en cambio, alude a la lucha de clases, porque la piedad no existiría “si no hiciéramos pobre a nadie”, ni la compasión “si todos fueran tan felices como nosotros”; la paz, aquí, es fruto del temor, y el amor es egoísta. Y de la crueldad, los temores santos y la humildad, brota un árbol, “la sombra del misterio” –la religión–, que da el “fruto del engaño” y que “crece en el cerebro humano”. Este árbol puede también ser la cruz en la que fue crucificado el Cristo del perdón, el cadalso en el que fue sacrificado el niño amoral, y el árbol de la caída de Adán, que sería el del poema “El árbol envenenado”, donde un cruel Dios le tendería una trampa deliberada al primer hombre.

El tigre de la ilustración del poema sobre el “tigre de fuego”, que diría Borges, es un manso animal, no el de la “simetría terrible” del texto del más famoso poema de Blake. Varios críticos han concluido que este no pudo “tomar el fuego” como el herrero inmortal que forja a la temible bestia, pero esto es desconocer el carácter primitivo, bidimensional, de las ilustraciones de las Canciones, ninguna de las cuales puede considerarse como equivalente al texto; son más bien un complemento, perfectamente integrado a la bellísima unidad estética de cada página. La ingenuidad de los grabados realza, de hecho, la efectividad del texto. En este caso, la esencial y cósmica pregunta –“¿Quién te hizo, también hizo al cordero?”– y la estrofa final, que termina con otra –“¡Tigre! ¡Tigre! que ardes brillante / En los bosques de la noche, / ¿Qué ojo, qué mano inmortal / Osó forjar tu simetría terrible?”– para dejar en suspenso la cuestión del bien y del mal, recibe en cierto modo una especie de respuesta positiva en la cómica mansedumbre, la “inocencia” del tigre pintado. Se trata del mismo contraste que enfrenta a las dos partes de este pequeño libro que celebra con extraordinaria comprensión la originalidad imaginativa del niño y que ataca todo lo que la reprime. “En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre”, escribe Borges y se queja de que en la madurez el tigre aparece “disecado o endeble” en sus sueños. El genio de Blake es que conservó hasta su muerte la capacidad de asombro del niño y su libre ejercicio de la imaginación. La experiencia en él no embotó sus sentidos y pudo así pintar la inocencia sin la indiferencia del adulto, o también internar- nos en los “bosques de la noche” para admirar, sin condenarlas, la crueldad y la energía del tigre, un poema, dice Kazin, de “triunfante conciencia de lo humano, un himno al ser puro”.

La imaginación, lo que Blake llamó el “genio poético” nos lleva siempre a lo humano; es su instrumento para revelar la dualidad esencial no solo del hombre sino de la vida, de la historia y la naturaleza. Para él no había “otro cristianismo ni otro evangelio que la libertad corporal y espiritual de ejercitar las divinas artes de la imaginación”. Esta también equivalía a lo que él llamaba la “visión”: “una representación de lo que realmente existe, real e inmutablemente” y también “el único poder que hace a un poeta”. El tigre del poema, ese tigre que es todos los tigres –Blake solo puede pensar en términos de tipos, de ideas platónicas– es una visión, como lo es también el cordero de Inocencia, su contrario. La pregunta, “¿Quién te hizo, corderito?”, hecha por un niño, encuentra fácil respuesta; su creador es aquel que se dice cordero y se convirtió en niñito, es decir, Jesucristo. Pensaba Blake, hereje gnóstico, que este era el único Dios, pero también que todo ser humano compartía su divinidad, solo que la razón, al ahogar las pasiones liberadoras –lo propiamente humano– lo deforma y desfigura. Por eso W. B. Yeats, el primer editor de sus obras proféticas, pudo escribir:

La razón, y con la razón quería decir las deducciones de las observaciones de los sentidos, nos ata a lo mortal porque nos ata a los sentidos, y nos separa al mostrarnos nuestros intereses encontrados; pero la imaginación nos separa de lo mortal por la inmortalidad de la belleza y nos une al abrir las puertas secretas de todos los corazones. Gritó una y otra vez que todo lo que vive es sagrado, y que nada es profano salvo las cosas que no viven —la apatía, y la crueldad y la timidez y el rechazo de la imaginación, que es la raíz de la que surgieron en la antigüedad las pasiones porque viven más, son más sagradas— y, esta era una paradoja escandalosa en su época, el hombre accederá a la eternidad llevado por sus alas. 

Torno a mirar las escuelas y universidades

de Europa 

Y allí contemplo el telar de Locke, cuya trama

ruge horrenda, 

Lavada por las ruedas hidráulicas de Newton:

negra la tela 

En espesas roscas cubre todas las naciones:

 

crueles máquinas 

 

Con muchas ruedas veo, ruedas sin ruedas, con

tiránicas muescas, 

Moviéndose obligada cada una, no como las 

del Edén, que,

Rueda dentro de rueda, giran libres en armonía

y paz.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024