La ígnea novedad rioplatense vs. el esclavista clasicismo europeo
Guanamiru es un estanciero que, cansado de verse rodeado de pampa y de gauchos, decide ponerle una chispita de alegría y de imaginación a su vida. En concreto, decide que necesita crear algo totalmente inaudito en los infinitos parajes donde él cabalga de sol a sol: «... un volcán joven, con un cráter bien conservado». El pasaje donde decide que, para ser feliz quiere un volcán, es una muestra ejemplar de la literatura de vanguardia de la época:
Dos días después, Guanamiru, que consideraba a sus caballos como una prolongación de sus ideas, le dijo a su peluquero, mientras se peinaba (le pareció pueril ocultar su pensamiento, al menos sus últimos pensamientos):
—Voy a construir un volcán, amigo mío, un volcán que honrará al país.
Este proyecto le llegó, el día anterior, por la ventana que había dejado abierta de par en par en par, esperando un acontecimiento extraordinario. La idea, aún exterior pero ya zumbante, dio varias vueltas por su cabeza, atravesó de golpe el cráneo y penetró deliciosamente hasta llegar a buen puerto.
«Necesito un volcán para ser feliz, y quiero gozar con él sin tener que abandonar mi propiedad. Yo mismo trazaré los planos, en esta región carente de relieve y tan alejada de todo en la que muchos curiosos perdidos para siempre, pese a tener buenos mapas, murieron de hambre y geografía».
Con todo, lo más interesante es que Supervielle parece llevar la tensión entre lo viejo y lo nuevo, entre lo clásico y lo moderno, a su terreno personal, al terreno de su identidad francouruguaya (o uruguayofrancesa, vaya usted a saber):
Mientras reflexionaba, [a Guanamiru] le pareció muy natural que ningún europeo haya pensando en construir un volcán, y que se hubieran contentado con iglesias, palacios, hospitales, puentes, faroles y montañas rusas. No despreciaba ni la inteligencia ni el talento de esos pueblos, pero realmente estaban demasiado esclavizados en sus estudios clásicos como para imaginar nuevos proyectos.
O dicho de otro modo: el delirio rioplatense parece que solo podía nacer de un revolcón literario entre Uruguay, Argentina y Francia. De hecho, Tabarovsky, fiel a esa tradición argentina de apropiarse de cualquier escritor uruguayo que merezca la pena, dice en la contratapa que esta novela puede ser leída como «el eslabón perdido» entre un clásico como Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, y «las novelas pampeanas de César Aira». Luego, más adelante incluso sostiene que la novela «retoma, rehace y destroza, uno a uno, los mitos argentinos». Repito: Supervielle nació en Montevideo, pero su editor y traductor habla de «mitos argentinos» (y, más adelante, en una acotación antológica, con ataque de pudor incluido, habla de «identidad argentina (o uruguaya)»).
Así va esto: Copi se hacía pasar por uruguayo, Fogwill quería extender la literatura argentina 250 km más allá para que entrara Levrero y Tabarovsky hace lo propio con Supervielle. Quizá sea este otro mito argentino: el afano —siempre con simpatía, ¿eh?— al país vecino. Un afano, todo sea dicho, factible, entre otras razones, porque los uruguayos valoran menos nadie su propia literatura. Son ellos los primeros en ponerla entre paréntesis.
La curiosidad de mirar
Finalmente, Guanamiru termina construyendo el volcán y le pone un nombre emblemático: Futuro, pues ese es «un nombre que albergaba todas las esperanzas». Como del delirio no se sale sino llegando al paroxismo, Futuro resulta ser un volcán que habla y da consejos, incluso que resulta transportable en barco hasta París, donde Guanamiru —pampeano vanguardista incomprendido en su tierra natal— buscará el reconocimiento que su arriesgada obra merece.
Como digo, la novela solo sabe crecer en delirio: aparece una sirena negra en la travesía por el Atlántico que luego se reencarna en fantasmagórica hermana desconocida de Guanamiru, hay un perro que se llama Paraná que tiene un tercer ojo —«que le permitía, sin levantar la cabeza, ver exactamente lo que le pasaba a su amo»— o hay un tal Innumerable, cuyo nombre tiene su origen en Zaragoza y que ejerce en París labores de «gaucho de cámara». El fin, como digo, es que el despropósito crezca de manera imparable.
En ese contexto llama la atención un fragmento donde Supervielle parece interrogarse sobre si no se le estará yendo demasiado la pinza —la moto— con el asunto del vanguardismo:
—¿Quién cree todavía en las sirenas, en los asesinos inverosímiles, en las hermanas imposibles, en todos esos hijos de fantasmas que yo te ofrecía para no molestarte con su misma presencia? Todo era producto de Futuro, era la obra de tu obra. Pero yo estaba siempre allí, esperando mi oportunidad detrás del diario de Smith, en el fondo de los ojos de la sirena y en la cartera de Lina, donde nunca tuviste la curiosidad de mirar.
Por supuesto, la pregunta es retórica y la respuesta de Supervielle está a la altura de esa última idea: apostar por la novedad, por la modernidad, por mirar donde antes nadie había mirado. «Inventar nuevos paisajes» siempre. A grandes rasgos, su estrategia remite a eso que César Aira llama escribir «cualquier cosa», entendida esa «cualquier cosa» como «fórmula de libertad» y como «como Sésamo Ábrete de la creación». También a aquello que defendía Tabarovsky en Literatura de izquierda (Periférica, 2010): la literatura como descanso, pasatiempo y extravío.
El valor de los monstruos de la ficción
Estilísticamente, Supervielle pone el acento en el valor de lo superfluo y en lo que él llama los «perfumes cargados de intenciones y sutiles sobreentendidos», es decir, en el clásico te digo A; pero, en el fondo, también te estoy diciendo B. Asimismo, hace bandera del efectismo permanente. No hay frase que no sea un arabesco destinado a llamar la atención sobre sí mismo, como si cualquier oración debiera responder a la alquimia que expresa esta otra: «Inmediatamente la piedra de Egipto se transformó en un ombú en flor». Toda palabra rocosa debe trasmutarse en lenguaje florido, someterse a un «pincel lumioso». Eso sí, en general, a pesar de tanto tirabuzón, Supervielle consigue que la prosa no resulte recargada, sino que sea ligera y que la lectura sea veloz.
Guanamiru fracasa en París, no obtiene el triunfo artístico con el que había fantaseado en la pampa uruguaya y termina ofreciendo un millón de pesos a quien lo repatrie. Antes de que eso se produzca, las ideas se revolucionan de una manera tan grandilocuente en su cabeza que termina muriendo de lo único que puede morir un moderno como él: de una «explosión de megalomanía eruptiva». De su cráneo brotan «verdes, las ideas generales; rojos, los deseos; amarillos, los remordimientos; naranjas, las costumbres (buenas y malas)» y esos fuegos artificiales maravillan a la gente de París. Gracias a esta muerte pirotécnica, los finos parisinos, por fin, empiezan a saber quién es —era— Guanamiru.
Esa colorida y efectista explosión marca el final de la novela. Sin embargo, el final de una lectura más ambiciosa podría buscarse muchas páginas antes, en un par líneas que parecen pensadas contra los críticos conservadores, contra toda esa turba de lectores y lectoras que, a buen seguro, le reprocharán que la novela es solo un delirio, una pamema:
Y que no vengan a objetarme que un volcán que ni existía hace dos años, ni siquiera en mi imaginación, puede llegar a ser un monstruo sin valor científico.
Acaso eso sea la vanguardia: donde solo hay pampa es capaz de inventar un volcán. Esa es su ciencia y su valor como tal: la capacidad de alumbrar una obra que modifique el contexto (y no al revés) y hacernos mirar de otro modo. O, como diría Carles Hac Mor, el arte de darle tenedores con forma de cuchara al lector.