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El idioma de la enfermedad

A un año de la muerte del multifacético John Berger, Francisco Álvez Francese nos regala esta reseña de «El pie de Clive», revivido en una hermosa edición de Interzona.

Por

Francisco Álvez Francese

 

Hace unos días se cumplió un año de la muerte, en París, del inglés John Berger. Tenía noventa años y se fue dejando una multifacética obra: pintaba desde fines de la Segunda Guerra Mundial y a lo largo de su vida escribió poesía, narrativa, teatro, guiones cinematográficos (casi todos en colaboración con el director suizo Alain Tanner) e influyentes ensayos sobre arte, reunidos en volúmenes fundamentales como Mirar (1980) o El sentido de la vista (1993). Es probable, sin embargo, que su trabajo más reconocido sea el programa de televisión Modos de ver (1972), que hizo para la BBC junto al productor Mike Dibb y que luego se convertiría en un libro pionero en su área, con su lectura política del arte y de la publicidad y su incisiva postura crítica marxista.

El pie de Clive (1962) fue su segunda novela y, junto a La libertad de Corker (1964), también recuperada por la editorial argentina Interzona, es, en general, vista con cierta condescendencia por la crítica, que la considera una obra menor, casi un pretexto para sus libros de madurez, como G. (1972), que ganaría el James Tait Black Memorial Prize y el Booker Prize; la trilogía denominada De sus fatigas, comprendida por “Puerca Tierra” (1979), “Una vez en Europa” (1987) y “Lila y Flag” (1990); o el casi inclasificable Fotocopias (1996).
No obstante, en El pie de Clive, de principios de los sesenta, ya se pueden ver, no solo los intereses de Berger (el mundo del trabajo en el capitalismo, la alienación moderna, la pérdida del aura en la época de la reproductibilidad técnica —tesis de Walter Benjamin que movería buena parte de su obra—), sino también sus primeros intentos de rupturas formales, de experimentación libre con el lenguaje (vía el nouveau roman francés), su despreocupación por lo meramente narrativo y su búsqueda de una plenitud en la escritura. También, en la datación final (que ubica la escritura entre Ginebra, París y Agay), puede constatarse su espíritu mucho más cercano al continente que a sus islas originarias, que lo llevaría a quedarse en Francia hasta su muerte, oscilando entre la capital y la Alta Saboya.

La historia es muy sencilla: en el pie de Clive, una sala de un hospital inglés, hay un grupo de hombres esperando sanarse, aunque algunos vayan a su muerte. Cuando todo comienza, ingresa un italiano que no entiende la lengua y que acaba de tener un hijo; a la mitad del libro, llegará además el asesino de un policía, al que nunca se le dará la palabra. En ese espacio cerrado, «una ciudad de palabras», donde conviven el obrero y el comerciante, el publicitario y el marginal, el joven y el viejo, el homicida por decisión y el homicida por accidente, las conciencias ocupan un lugar casi físico y los pensamientos, los recuerdos de las vidas pasadas y los sueños del futuro son como un personaje más, como ese Clive que se despierta y se mueve con los obstinados tiempos de la maquinaria.

En sus mejores páginas, Berger logra un impresionante cuadro de una sociedad en el punto mismo de su quiebre. Las atroces memorias de la guerra y de la explotación, el placer del encuentro sexual y el horror del delito, las culpas y las pasiones se suceden como olas de un mar nocturno y total, que sumerge a los protagonistas en una rabiosa esperanza y a veces en una desazón aplastante. Empapada en ese mar, la novela naufraga por momentos, pero antes el autor se lo juega todo, en una sección casi por completo dialogada que alcanza, en torno Cyril, un hombre lleno de contradicciones —como por otra parte son todos—, una gran densidad dramática que no escatima en profundos análisis del lenguaje y las imágenes, la hipocresía y la pobreza, la virtud y la enfermedad.


Por esto Geoff Dyer, uno de los principales estudiosos del crítico, ha llegado a sostener que El pie de Clive es una mala novela que debió haber sido una obra de teatro, pero es precisamente esa sección, junto a varios instantes de un fluir de la conciencia lírico, lo que la justifican. Los excesos, las grandilocuencias, los momentos acartonados se olvidan ante la arrebatadora fuerza de estos pasajes de un libro al que se le puede cuestionar mucho, pero no su ambición conmovedora y su honda comprensión de lo humano.

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