Se han escrito bibliotecas enteras tratando de definir la tarea silenciosa del lector, una conversación efímera y anónima que sin embargo activa la maquinaria dormida del libro, le da sentido y la transforma. Ocultos durante siglos tras la sombra del escritor, reconocidos finalmente como cómplices, colaboradores e incluso como coautores, los lectores con nombre propio hoy son legión.
Pero es seguramente Matías Serra Bradford -bibliófilo empedernido, escritor, crítico y traductor- el primero en escribir la biografía póstuma de un lector y una fenomenología de la lectura que prescinde del texto y el autor. Porque S., único personaje de su última novela "El secreto entre los rusos", no es el "lector implícito" que completa los blancos que dejó el escritor, ni el "lector histórico" que lee según el horizonte de expectativas de su tiempo, ni el "lector productivo" capaz de leer el texto en su pluralidad. Tampoco es el "lector informado", ni el "lector modelo", ni el "archilector". Oveja negra de la familia de los lectores in fabula, es el lector ex fabula por vocación. A no ser por unos poquísimos nombres y algún título, nunca sabremos qué lee ni tampoco cómo lee, y sin embargo lo sabremos todo sobre cómo entran y salen los libros de su biblioteca, y también sobre la escena de la lectura, su cuidada utilería y sus rituales maníacos, en una especie de anatomía patológica de un tipo particular de lector. Si hay que buscarle un nombre, S. es el "lector adicto", para quien la lectura no es solo una práctica sino una forma de vida (el aforismo es de Ricardo Piglia), y bien merece por lo tanto una biografía.
Sabremos, por ejemplo, que S. leía de muy cerca, como si en la corta distancia afianzara un lazo íntimo con el libro; que en los márgenes dibujaba personajes, autores o vecinos de la mesa del café, como si en las páginas del libro también él dejara una huella o un acertijo; que le gustaba quedarse dormido mientras leía para poblar los sueños con las fantasías del escritor; que no solo subrayaba frases para sembrar un enigma para lectores futuros sino que corregía con los suyos los subrayados del lector anterior.
En las más de trescientas notas que escribe el biógrafo, también anónimo, el ritual etéreo de la lectura se va volviendo distintivo, casi autoral, con una calculada materialidad: S. solo confía en los libros cosidos, los forra con papel madera para preservar la privacidad, subraya a lápiz, dibuja en tinta, y hasta reserva un lápiz para un solo autor. A fuerza de manías, capricho inspirado y locura poética, acaba por convertirse en personaje singular: para los días nublados elige libros de arquitectura de ciudades lejanas, lee en un café donde puede sentir la vibración del subterráneo y frente a algunos índices onomásticos se pone a cantar. Un cierto dandismo lo distancia de otro lector célebre -el common reader- y lo convierte por pleno derecho en obra de arte o de ficción.
Pero lo que realmente define a S. es la obstinada reserva sobre lo que lee, sus escritores y sus libros favoritos. Es ese "el secreto entre los rusos" del título, que S. guarda celosamente para preservar la conmoción íntima que produce la lectura, impenetrable como el alma rusa, confidencial como una clave secreta en una trama de espías. Contra la ligereza de los juicios rápidos, contra la exhibición del gusto como carnet de distinción, contra la compulsa a nombrar, elegir, comentar, jerarquizar, S. es el lector mudo, solitario, posesivo hasta el delirio ("Añoranza en S. de los tiempos en que se dedicaba -tenía- a pocos escritores"), con su acervo privado e intangible de libros leídos.
Pero hay todavía un rasgo más esencial. A S. no solo le gusta leer biografías, vidas de filósofos, diarios, correspondencias, conversaciones y hasta hurgar en las listas de agradecimientos para curiosear amistades de sus escritores favoritos, sino que, de tan compenetrado con el mito del escritor, ha conseguido invertirlo, transpolarlo. S. lee, lee y duerme poco "como si la vida de un lector fuera la vida de un artista", se va a dormir cuando despunta el día "como si ya no tuviera nada más que decir", y se pregunta "qué significaría ser hijo de un lector", como si su obra invisible fuera también, ¿por qué no?, una herencia valorable. Mientras otros lectores empiezan a leer en pequeñas pantallas, S., en calculada simetría con los escritores míticos que siguen escribiendo a mano, prefiere los libros físicos, que se leen también con el tacto. Y más: S. consigue pasar a primer plano cuando un escritor lo decepciona, quiere "perdurar en la memoria ajena" como el otro, y apuesta (y acierta) a que alguien tarde o temprano lo "escribirá". Hacia el final, la inversión del mito es total: "Más que los escritores malditos, lo que lo asombraban eran los lectores malditos".
Nunca sabremos si S. escribía ni tampoco si existió, pero asegura su biógrafo que con su muerte desapareció el último lector de un escritor, y por lo tanto desapareció la obra de ese autor. Lo cierto es que, a fuerza de autonomía y convicción, S. consiguió alcanzar la estatura mitológica de un escritor. El mérito en cualquier caso es de Serra Bradford, que lleva años componiendo notas filosas sobre la lectura, desnudando al lector que hay en todo escritor y hasta quizás desnudándose en una velada autobiografía.
Ya en su novela anterior, "La biblioteca ideal", había compuesto una suerte de diario íntimo de cuatro lectores, pero en "El secreto entre los rusos", concentrando el foco y auscultando con oído cada vez más afinado una pasión, más que una biografía o un obituario, ha escrito una inédita y merecida mitología del lector. Los delicados dibujos que aparecen en los márgenes, enigma añadido de la ficción, puede que sean suyos, de S. o del biógrafo narrador.