interZona

El narrador escindido: acerca de Electrónica, de Enzo Maqueira

Electrónica es la novela que consolida a Enzo Maqueira como uno de los escritores más lúcidos de nuestro tiempo.

Maqueira instituye un narrador singular para Electrónica, que desde un comienzo objetiva las acciones de la protagonista y la juzga (“con esto te habías ido por las ramas”), pero que no se refugia en el anonimato y la máxima universal. No estamos frente a una novela del siglo XIX, sino ante un recurso más sutil: el narrador oculto, que juega a la escondida durante el relato sólo para destacar un vinculo personal con “la profesora” –reducida a la incógnita de su nombre–. Y donde más elaborado se vuelve este recurso es en la utilización del discurso indirecto para todas las observaciones de contexto como “La hija típica de la case media de los noventa. Ese subtipo snob que vivía su pasado menemista sin culpa”.

En este último punto Maqueira evita el facilismo, la novela de balance generacional. Donde estas huellas aparecen no es más que desde la voz explícita del pensamiento de un personaje, o un cambio en el tono de la narración: “En los noventa Internet no servía para mucho y la mayor parte del tiempo se la pasaban mirando MTV”. De esta manera, la voz íntima de Electrónica es un narrador dividido. En este sentido, no sólo la estructura narrativa es distinta a la del siglo XIX, sino también respecto de ciertos giros vanguardistas como la combinatoria y alternancia de registros. Maqueira no es Puig, por suerte. Y si pensamos en algunos recursos más actuales, podría decir: Maqueira tampoco es Sebastián Robles en Los años felices ni Romina Paula en Agosto ni Mariano Dorr en Musulmanes.

Maqueira es mejor escritor que Robles, Paula y Dorr. Porque no hace un uso nuevo de la novela de formación. Porque no mima la intimidad del yo desencantado. Porque no sucumbe al catálogo de los extremos. El proyecto de Maqueira no es el posmodernismo, sino la reescritura de la modernidad.

“Te levantaste para ir a buscar un vaso de agua a la cocina pero era una excusa que usabas para engañarte”; un narrador que conoce las motivaciones de su protagonista, esa proximidad genera una atmosfera de paranoia para el lector. Poco importa que en la novela se hable de excesos, fiestas, drogas, etc., o mejor, es ese mismo ambiente el que la lectura pone en acto (“escribiste ‘novios’, eras patética”). La conciencia de la profesora está estallada hacia el mundo, a la descripción del “medio” social en las últimas décadas, mientras que su interior es descifrado telepáticamente.

No obstante, la escisión del narrador no implica alternancia. Eventualmente se verifica en la eficacia de la frase: “La gente saltaba cuando el Dj tocaba sonidos flasheros y entonces respirabas profundo y era la pasti que te estaba subiendo”. La forma esquizofrénica de la frase expone la diplopía del narrador, una especie continuada de fuera de foco.

Si la mirada se basa en el escondite, la develación defrauda lo que se muestra. El relato se sostiene en la ausencia de Rabec, ese pendejo del que la profesora se engancha, y al que nunca vemos. De este modo, para su protagonista Maqueira elige un temple inevitable: la espera amorosa (“Seguiste esperando los mensaje de Rabec y cuando por fin se dignaba a responder vivías en un paraíso”; “no servía para otra cosa que para esperar a Rabec”), espera teñida de mala fe y utilizada estratégicamente para desenvolver la mentira sobre sí de quien desea sin conocer lo que desea, es decir, el deseo de deseo en un momento específico de la vida, los 30.

Juzgada desde una mirada exterior (“Llegar a esta altura a poner mal porque un pendejo no te da bola…”), la novela invita a la decadencia (“que tu mundo hubiera pasado de moda”; “no solo habías perdido la juventud, sino que además habías entrado en una etapa en donde ibas a perder el resto de tus cosas”); pero no se trata de la identificación con el personaje, ni del pesimismo matizado que podría ser el del escritor mismo. Un escritor burgués utiliza un narrador semejante para exponer las miserias de la clase burguesa de nuestro tiempo. No es nada de esto.

Una vez más, es la estructura de la mirada la que permite entender la lectura a la que lleva Electrónica. El drama del deseo escópico no está en la crisis social, sino en la captación contemporánea del devenir temporal. El último capítulo oficia un levantamiento de las incógnitas: muere el padre de la profesora, la narradora se objetiva en la presencia de Natasha (un objeto perdido –Rabec– cede su lugar al retorno de otro objeto perdido), cuya mirada sobrevoló la historia y que, ahora, se redime a través de la escritura. En esto Maqueira es proustiano, como todos los buenos escritores. El problema, entonces, ya no es cómo narrar el desengaño en la transición del menemismo al kirchnerismo, desde una perspectiva sociologizante, sino pensar la relación entre el pasado y el presente (el “fue” el pasado que es siempre “ahora”) a través de la mirada ciega de la alucinación, el flash de las pastillas y el simulacro:

“La profesora se acordó del baño, pero no de la vez que habías entrado con tu amiga y alucinaste con el chorrito de pis.”
“En esa época a la profesora no se le ocurría pensar que el efecto del éxtasis no era real.”

“Todo cerraba como en una novela”. Sobre el final, entonces, la narración se absuelve y caen todos los hilos pergeñados: la continuidad de la relación de la profesora con Gonzalo, la última salida con el terapeuta (su ex-pareja)… la novela concluye con el encadilamiento: “Para la profesora era distinto, dijo Natasha, y te busqué con la mirada”, punto en que la narradora se petrifica como personaje. La respuesta miope no se hace esperar. “Para vos era una flash”. El fin de Electrónica es el cierre del circuito del deseo de narrar, el sentido mismo de la literatura: ¿por qué elegir contar y no la nada?

Alguna vez escuché que Maqueira era un escritor kitsch. No leí sus novelas anteriores, pero no encuentro nada de eso en Electrónica. Supongo que puede acusarse la presencia de ciertos guiños, algo del sentido del humor de la época que a través del metáfora absurda (“Copani tocando el xilofón”) busca complicidad con el lector antes que proponerle una experiencia; pero es en casos mínimos, porque en términos estrictos creo que esta novela es de las pocas cosas que leí en este último tiempo que me hicieron pensar que todavía hay un destino para una escritura que no se dilapide en la ironía y la provocación.