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El náufrago sin isla, de Guillermo Piro

Por Sergio G. Colautti

Nuevas imágenes del naufragio

Como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entrever por sus orificios la incandescencia interna.
J. J. Saer, El entenado

El abogado Salvador Rosario de Liguria decide convertirse en sacerdote y lanzarse a algún sitio inhóspito soñando con un destino evangelizador. Este anhelo, en la España del siglo XVIII, no podía ser sorprendente, pero el desenlace de la historia, en el umbral de lo verosímil, lo será.

La decisión de navegar, las peripecias del viaje, la desmesura de la travesía en soledad, el naufragio y la improbable salvación construyen una crónica asombrosa que el relator enuncia como “rememoración”: he aquí el primer concepto clave de la novela: la escritura como memoria que se recupera para formular un sentido. Este procedimiento vincula el principio constructivo de la narración con El entenado, de J. J. Saer, en donde un grumete español atrapado entre aborígenes caníbales del Paraná organiza y comprende sus recuerdos cuando, de vuelta en su tierra natal, aprende a escribir y relata (escribiendo lee, leyendo escribe) el verdadero sentido de su peripecia. Del mismo modo el sacerdote de Piro registra, articula y entiende, escribiendo, lo que le ocurrió no como aventura singular sino como cifra del destino humano.

La condensación de este dispositivo semántico aparece en el cuarto capítulo: tras deshacerse de un acompañante de Liguria por actitudes violentas contra los tripulantes, las miradas se dirigen al sacerdote, con la intención de matarlo o arrojarlo al mar, para aventar “la maldición que presagiaba tragedias”. Acuerdan, entonces, subirlo a un bote con alimentos mínimos y abandonarlo a su suerte, en la inmensidad del océano. La descripción del náufrago, el castigo de la sed y el sol, el cuerpo lastimado, el flotar sin rumbo en la nada, alcanzan el punto más logrado de la narratividad del hombre solo, pero, además, colocan al relato en clave kafkiana.

Que el náufrago sea abogado y sacerdote no es azaroso en la formulación de la biografía. El relato bíblico sostuvo por siglos la noción de una existencia humana que aspiraba al paraíso terrenal. El siglo XX, desde los nombres de Freud, Marx y Nietzsche, discutirá esa aspiración metafísica: una existencia sin paraíso terrenal. Pero la literatura de Kafka, sacudiendo la cultura moderna, planteará una tercera opción, más inquietante: hay paraíso terrenal, pero no es para los hombres. El personaje de Piro, arrojado al inabarcable océano por órdenes que no comprende, pero tampoco resiste, como K. en El proceso, asumiendo la subordinación a un cosmos que no puede modificar, espera que los vientos o los milagros lo lleven a alguna isla que no divisa ni presiente. El paraíso terrenal, intuye y maldice, más allá de sus vocaciones evangélicas, no fue diseñado para él:

Y así seguí flotando a la deriva, hora tras hora, día tras día, en el silencio interrumpido solamente por el crujir de las maderas y el murmullo del agua. Apenas me movía. Naturalmente no hablaba, porque no tenía con quién hacerlo. ¿Cuántos días habían pasado? Pude contabilizar con mayor claridad y placer las noches, cuando el sol aflojaba su mortaja y yo podía, incluso, dedicarme a pensar (p. 79).

La barca a la deriva, con el cuerpo de quien relata consumiéndose entre el agobio del sol y la sal, se transforma lenta pero irremediablemente en un ataúd quieto en la nada, con un cuerpo consumiéndose, flotando sin destino.

No hay paraíso posible para el moribundo que no puede ya ni tenerse en pie.

Hasta que aparece un volcán en erupción. Como una irrupción hiperreal en la quieta horizontalidad oceánica. Para el náufrago, esta aparición termina siendo más una amenaza que una salvación; sorteando las piedras y la lava, los terremotos y las cenizas, escapar es la posibilidad más sensata. El paraíso terrenal que podía ser la isla, convertido ahora en temblor y perplejidad. No hay paraíso posible para el moribundo que no puede ya ni tenerse en pie. La esperanza, como la ilusa espera del agrimensor de El castillo, se diluye:

Una noche decidí que ya había esperado lo suficiente, que no podía permanecer preso de esa esperanza, que nunca se cumplía, que era hora de abrirme paso otra vez en las aguas (p. 101).

En la zona final del relato, aparece una isla y en ella la recuperación entre los aborígenes. En esta zona del texto, otro vínculo con El entenado. La mirada de la escritura (nuevamente, como construcción de un sentido como rememoración, no sólo como crónica de recuerdos) valora y estima la presencia del aborigen como cuerpo identitario en su relación con el mundo natural y cultural que habita. En la novela de Saer, comprendiendo la vida, la lengua y el vínculo con el cosmos de los colastiné frente a la soberbia del colonizador español; en el relato de Piro, sosteniendo la cultura primitiva de los aborígenes de la isla de Sipura, dominada por el colonizador holandés, a quien desprecia.

En las páginas finales el texto propone una última imagen: el naufragio del volcán.

En las páginas finales el texto propone una última imagen: el naufragio del volcán. Volviendo en barco, Liguria cuenta la aventura completa y espera divisar los restos del cráter, el último humo elevándose, cenizas o un promontorio que certifique el episodio menos creíble de la historia: el volcán que emergió, entró en erupción y volvió a hundirse en el mar. Pero nada aparece, dejando en los oyentes la sospecha de la alucinación o la locura. Aquí, la zona menos precisa del relato se convierte también en la más sugestiva:

Creo que ni Ronzieres ni Fokke quedaron nunca plenamente convencidos de la veracidad de mi historia, pero no los culpo. A veces es una pérdida irreparable de tiempo e ilusión desear ser creídos de algo que efectivamente aconteció y de lo que sólo nosotros fuimos testigos. ¿Por qué deberían creernos? (p. 123).

La veracidad y la creencia se articulan de otros modos cuando pasan del relato oral, como el que se registra en ese barco que retorna, a la escritura, donde el concepto de ficción, como enseñaba el mismo Saer, no es contradictorio con la verdad o, mejor aún, es la forma más sutil de indagarla detrás de sus apariencias. El náufrago sin isla, en el tramo final de la novela, parece haberlo comprendido de ese mismo modo:

A veces yo mismo me pregunto si en verdad esa isla existió… Pero enseguida me respondo que tampoco importa si todo lo narrado es verdad o invención (p. 124).

Cuando el sentido de lo narrado remueve el planteo de Kafka sobre la subordinación a un orden incomprensible; cuando la escritura ha logrado hacer temblar algunas certezas sobre el destino civilizatorio, entonces importa poco si la isla volcánica fue entrevista en la vigilia o en la pesadilla.