Hace tiempo que Pascal Quignard persigue una intuición. A medida que la persigue le da forma, y es ella misma mordiéndose la cola aquello que, incesante, vuelve una y otra vez como rumor de fondo en su obra. A dicha intuición le debe el autor francés algo más que su ambigua singularidad en la república de las letras. Demasiado habituados a repetir que nada hay anterior al baño del lenguaje, Quignard sacude todo pensamiento enquistado al postular una aparente nimiedad: la palabra puede no asomarse ahí donde se la espera, la lengua puede fallar, y si falla es porque hubo un momento previo en que no fue necesaria. Dicha tesis se encuentra en los intersticios de cada una de las exhumaciones etimológicas, en cada uno de los aforismos oblicuos que rubrican la mudanza de su estilo; y es el centro esquivo de El nombre en la punta de la lengua, libro capital en una vasta y singular obra. Trenzado dúctil de fábula antigua, reflexión filológica y vivencia personal, los textos que lo componen bordean, desde diferentes ángulos, un centro ausente. Comencemos por la pieza que da título al libro.
A cambio del objeto que permitiría obtener los favores de su amado sastre, una bordadora de la Normandía del siglo IX promete retener el nombre de un oscuro benefactor cuando este regrese al cabo de un año. Si así no lo hiciera, deberá partir con él a las profundidades del inframundo. Como suele suceder en estos casos, las facilidades de los beneficios son proporcionales a las consecuencias que acarrean. Al avecinarse el cumplimiento del plazo otorgado, la bordadora advierte que no logra articular el nombre del susodicho caballero. Apunto de brotar de la boca, se escapa, no se deja apresar, queda retenido, en definitiva, en la punta de la lengua. Al ver el estado de congoja de su amada, su repentino deterioro, el sastre marcha en busca del fugitivo nombre. Tres veces habrá de recorrer –por tierra, agua y aire– los caminos en busca de ese nombre que a último momento a él también se le ausenta.
Esta fábula, en la que “el desfallecimiento del lenguaje era el origen de la acción”, cifra una meditación cautivamente sobre la escritura. Por si quedaran dudas, el autor de El odio a la música cambia el flanco de ataque y abre la reflexión desde una intimidad paradójica: su mutismo acaecido a los dieciocho meses. En “Breve tratado sobre Medusa”, trae el recuerdo de su madre –la mirada perdida, el gesto adusto– reclamando un silencio glacial mientras buscaba una palabra que insistía en no decirse. “Yo era el niño”, dice Quignard, “precipitado en la forma de ese intercambio silencioso con el lenguaje que falta”. No es, entonces, tanto el mutismo de aquel que se niega a hablar como el de quien ha absorbido el silencio de la lengua. Estas reflexiones hacen buen maridaje con El origen de la danza –otro libro de Quignard, también Silvio Mattoni para Interzona–, en donde se plantea que las palabras son un organismo vivo, y que al ser adquiridas por el infante este experimenta una pérdida irremediable. No la del silencio, ya que el silencio es la sombra de la palabra, sino la del reino amniótico de la sensación y el puro gesto. Y, a pesar de todo, ese origen perdido insiste en volver de las formas más furtivas.
Considerando estos pormenores, uno puede volver a El nombre en la punta de la lengua y leerlo como un díptico en el que hay un pasaje de la fábula a la letra, del nombre como garantía del orden simbólico a la asunción de una orfandad radical. En esa arena se libra la batalla de todo escritor. Porque no se trata de la búsqueda de le mot juste (Flaubert es demasiado moderno para que el autor de Todas las mañanas del mundo quiera comulgar con él), se trata, en todo caso, del silencio de la lengua. “Un escritor”, dice Quignard, “se define simplemente por ese estupor ante la lengua”. A esa otra convicción Quignard parece haber entregado algo más que su pluma.