Texto: Alasdair Gray. Traducción: Marcelo Cohen.
Los griegos se equivocaron con el sol; decididamente es mujer. Yo la conozco bien. Me visita a menudo, pero no lo suficiente. Prefiere pasearse el tiempo en playas de Mediterráneo con gente más rica, sobre todo extranjeros. Yo nunca me quejo. Viene aquí lo bastante a menudo como para que yo siga teniendo esperanzas. Hasta hoy. Hoy, acaso porque es primavera, llegó de improviso en toda su gloria y me hizo perfectamente feliz.
Yo estaba asombrado, agradecido, y por supuesto lo aprecié adecuadamente. Me quedé tendido, complaciéndome en su calor dorado, un poco narcotizado y somnoliento pero murmurando el tipo de cumplidos de rigor en ocasiones así. Comprendía que ella me hablaba en un tono más insistente, de modo que de vez en cuando yo decía “Sí” o “Mmm”. Al fin ella dijo:
—No me escuchas.
—Sí, te escucho… —Hice un esfuerzo de memoria—. Estabas hablando de tus manchas.
—¿Qué puedo hacer?
—Sinceramente, Sol, no creo que tengan importancia.
—¿Que no tienen importancia? ¿Que no tienen importancia? Claro, para ti es muy fácil. A ti no te toca soportarlas.
Estuve a punto de soltar un quejido. Cada vez que alguien me hace perfectamente feliz va y se convierte en un problema. Junté energía para afrontar el problema.
—El primero que te notó las manchas fue Galileo —le dije—, con su telescopio mejorado, en el siglo dieciséis. Antes de eso te consideraban el más perfecto de los cuerpos celestes.
Dejó escapar un pequeño gemido.
—¡Pero si no son permanentes! —me apresuré a decirle—. ¡Vienen y se van! Están relacionadas con varias cosas buenas como el crecimiento. Cuando tienes un año muy manchado las plantas se vuelven más robustas y crecen más rápido.
Escondió la cara y dijo:
—Nadie es perfecto —dije.
Ella no replicó.
—Aparte de unos pocos físicos y astrónomos de primer nivel —expliqué—, tus manchas no le importan un rábano a nadie.
Ella no dijo nada.
—La luna está llena de manchas y a nadie le parecen desagradables —añadí.
Sol se levantó, dispuesta a irse. La miré horrorizado, demasiado débil para moverme, casi demasiado débil para hablar.
—¿Qué pasa? —susurré.
—Acabas de admitir que cuando me doy vuelta miras otros planetas.
—Por supuesto, pero no adrede. Cualquiera que salga de noche ve la luna de vez en cuando, pero no regularmente como a ti.
—Quizá si me esforzase —dijo—, también te interesarían mis manchas. ¡Qué tonta he sido, creer que dando dando dándome siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año iba a conseguir que me quisieran y apreciaran cuando la gente prefiere a una zorra frívola que si tiene algo de luz es gracias a mí! Bien, he aprendido la lección. De ahora en adelante vendré una vez cada quince días; puede que así también mis manchas les resulten atractivas a los hombres.
Y se habría ido sin una palabra más si yo no me hubiera levantado de un salto a rogarle y suplicarle y decirle un montón de mentiras. Le dije que desde la época de Galileo se había descubierto mucho sobre las manchas solares, que eran un fenómeno electromagnético y quizás curable. Le dije que la próxima vez que nos encontráramos habría estudiado la cuestión y podría recomendarle algo. Así que se fue con más pena que rabia y mañana la veré.
Pero no me cabe ninguna esperanza de que ella vuelva a hacerme feliz. A Sol le interesan más las manchas que los rayos, y está dispuesta a culparme por ellas.