En la década del 50 o del 60, mientras estallaba el furor por Borges y mientras Viñas vindicaba a Roberto Arlt, mientras Sartre se ponía de moda en Filosofía y Letras y el cronopio de Banfield vomitaba cuentos en París, también –para horror de los lectores refinados– empezaron a proliferar ciertas novelitas baratas, hechas con los requechos del papel, con lo peor de la pulpa, que por un par de centavos ofrecían un narcótico punto de fuga a cientos de miles de lectores que las aguardaban –Charles Beaumont dixit– con la impaciencia del adicto.
En Estados Unidos, ante la urgencia de la demanda, los escritores pasaban madrugadas enteras martilleando las teclas de la Remington. Algunos debían entregar, como fuera, una o dos novelas por semana. No escatimaban, por supuesto, ni pulpos mutantes, ni doncellas prominentes en peligro, ni aberraciones antropoides; no había, tampoco, pruritos en incluir espacionaves inverosímiles o en recurrir al tópico de la femme fatale que acude desesperada a la oficina del detective. El temor a la página en blanco, si se presentaba, de última se resolvía con el típico monstruo en un pantano, o los fantasmas de Marte, más algún trago de Jack Daniel’s. Los lectores, después de todo, no esperaban procedimientos narrativos sofisticados, ni sutiles guiños metaliterarios o alusiones a Schopenhauer: preferían, antes bien, un alienígena borracho, o una vampiresa exuberante y una prosa ampulosa pero efectiva. Todo lo que pretendiese modificar eso que Jauss llamó “horizonte de expectativas” era visto –y lo es aún– como una amenaza, como en alguna medida ha pasado también en el tango, y quizás también en el marxismo.
Acaso huelgue decirlo, pero lo que, en definitiva, hoy llamamos literatura pulp, y que empezó en Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX con revistas como Argosy, The Phantom, Doc Savage o Black Mask, no es un género. Se trata más bien de una estética y de una actitud –lúdica, desacartonada, desprejuiciada– que se asume frente el hecho literario, en cuyos engranajes lo icónico es tan importante como lo verbal: las tapas rutilantes eran, en realidad, parte de esa sustancia que promovía, y promueve, un fandom que, desde los márgenes, cada tanto revitaliza el fenómeno, como por cierto parece estar ocurriendo hoy.
Sergio Salgueiro, director de Fan Ediciones, lanzó en estos días una colección de bolsilibros pulp que se suma a la que, casi en simultáneo, sacó la editorial Interzona, y a otras publicaciones y fanzines –Aventurama, Palp, Sensación, o la colección Saqueos en Greiscol, de la editorial Clase Turista– que se han venido editando en los últimos años. Los siete libros publicados hasta el momento se inscriben en los géneros habituales del viejo formato 10,5 x 15 –bélico, policial, ciencia ficción o “fantaciencia”, novela rosa, espionaje, terror y western– y juegan con algunos tópicos clásicos: muertos vivos en un pueblito fantasmal de México, batallas épicas de los marines del US Army en la Segunda Guerra Mundial, o la típica colonización de la Luna, que en este caso se da a partir de un grupo de personas que descubre el secreto de la inmortalidad en los deshechos fecales de Neil Armstrong, en un mundo donde los viajes espaciales son posibles gracias –entre otras cosas– a un proyecto secreto de Menem.
Según cuenta Salgueiro, ése es el delirio que busca el público del pulp, cuya “única herramienta para juzgar es su propio deleite”, dice, y agrega: “Cuando los adultos nos entregamos al pulp, tal como un niño, vamos a disfrutarlo sin importar su origen, o el nombre de quien lo escribe”, y en ese sentido, podría decirse que se da una especie de “muerte del autor” similar a la que planteó Michel Foucault: en algún punto la categoría “lector”, en el pulp, ha devenido casi la más relevante.
Por eso, y por otras cosas, en los recientes bolsilibros cada escritor lleva, como corresponde, un seudónimo anglosajón: el verdadero nombre aparece, debajo del título, como traductor. Así ocurría, por cierto, con muchos escritores: se negaban a firmar sus novelitas por cuestiones de prestigio, y en la Argentina también porque, entre ese público, un apellido inglés siempre se traducía en más ventas.
En cuanto a la otra colección pulp, la de Interzona, que dirige Alejandro Soifer, por el momento lleva editados cuatro títulos, y el último, Trasnoche vudú, de Mariano Buscaglia –o “Joe Rough”–, es una suerte de aleph del pulp, que contiene buena parte de los tópicos de ese universo, y que exacerba, desde el humor, las imperfecciones del lenguaje de las traducciones españolas –hay, de hecho, un traductor apócrifo: “Pepe Muñoz”. La historia empieza como policial, pero los géneros mutan y se van superponiendo, o más bien acumulando, por momentos en clave paródica: aparecen zombies que tienen erecciones, una cabeza jibarizada, hombres lobos motociclistas, un científico loco, un autómata, una bruja, un “Elvis calavera”, un gnomo, una virgen de dos cabezas, y en fin: una sobredosis de pulp que, de vez en cuando, es bueno permitirse.