Por Mariano Vespa
Acaba de publicarse Rectángulo de San Andrés (Interzona), un libro que reúne cuatro piezas, Chau Misterix, La casita de los viejos, Cumbia Morena Cumbia y Rápido nocturno, aire de foxtrot, escritas y dirigidas en los años ochenta, en el que resuenan atmósferas familiares y músicas formativas. Chau Misterix, escrita en 1980, es una obra insignia. Supuso una mutación: de un tipo de teatro militante a un costumbrismo distorsionado. A la vez, fue el puntapié para su coleccionismo. Y por si fuera poco, ha sido puesta en escena ininterrumpidamente desde su estreno. Mientras ensaya para una nueva obra, que estará en cartel en septiembre, Kartun rememora sus espacios, universos paralelos a los que recurre no solo para reflexionar sobre el teatro, sino también para desentrañar sus desvelos cotidianos.
¿Qué implicó para vos reeditar, en tanto volver otra vez a esos espacios formativos?
En realidad, son piezas que ya tienen unas cuantas ediciones, pero al juntarlas hay algo multiplicador del sentido. Porque empecé a encontrar, por ejemplo, relaciones entre ellas que no había establecido en otro momento. Sabía, por supuesto, que pertenecían al universo barrial de origen, pero nunca había establecido conexiones tan precisas como las que tuve que hacer para este libro. Entonces, en principio, fue reencontrarme con personajes, con situaciones, pero eso también empezó a derivar en cuestiones muchísimo más personales. Hace poco, en una función de Terrenal, me estaba esperando alguien que hacía al menos sesenta años que no veía. Y era alguien de la cuadra que menciona esa obra. Y apenas empezamos a hablar volvió –te diría, como si fuese ayer– el recuerdo de las últimas veces que nos vimos, la mesa donde tomábamos café con leche en la cocina de su madre. Su madre cosiendo botones para una botonera. algo que se hacía a mano. Siempre es interesante hacer este tipo de conexiones, porque en términos de producción, cada obra es una unidad. Termina. Podés asociarlo con su puesta en escena, con los actores, pero no entre sí. Y, por el otro lado, me llevó a la época en que yo comencé a escribir esa saga. Que fue la época de los talleres de Ricardo Monti. Coincidió, hace muy pocos días, con la muerte de Ricardo. Y me agarró justo en plena producción de textos sobre esa época, así que de alguna manera terminé publicándolo como una especie de homenaje a él.
Usás con frecuencia la frase “me partió la cabeza” para referirte a tu experiencia sobre el taller de Monti, al que llegaste luego de una primera etapa de teatro político. Y a la vez usás la misma frase para describir al teatro como hecho cultural. ¿Qué significa que algo te parta la cabeza?
El único efecto legítimo del arte en su profundidad es cambiar el punto de vista. No porque te lo lleve a la otra punta. Los cambios de punto de vista son siempre paulatinos. Pero, la verdad, el arte no tiene otro sentido que no sea enfrentar al individuo con un punto de vista original, diferente, que le permita repensarse. Lo que sucede es que no siempre estas experiencias tienen una condición tan radical. A veces lo que uno siente es que abrieron un agujerito por el cual empezaron a filtrarse algunas cosas que terminarán inundando la cabeza. El taller de Monti fue el cambio hacia otra forma de pensamiento. Por supuesto después, con el paso del tiempo, lo que empieza a hacer la cabeza es empezar a amigar. Empieza a tomar algo de lo que quedó en el viejo rumbo y empieza a descubrir–no sé quién era, creo que Perón, que decía eso– que no hay que tirar el agua sucia con el chico adentro (risas). No es que uno tiene que tirar todo lo de la vieja etapa porque entra en una etapa nueva, sino que de lo que se trata es de conciliar. Y yo por supuesto lo hice. Y hay un momento donde reconozco que las dos cosas se unieron.
¿Creés que el hecho de que el foco hoy esté puesto en otras narrativas le permite al teatro experimentar incluso más?
El teatro tiene un privilegio y es que es non plus ultra. Atrás del teatro, en términos de ese tipo de construcción, no hay nada. Por lo tanto, se vuelve rito de origen. Justamente en el último siglo, en el que le han aparecido competidores muy poderosos y muy seductores para la cabeza de un espectador, el teatro empieza a encontrar la fortaleza en su esencia; en la capacidad de conmover sin otra cosa que no sea un cuerpo emocionado, atravesando el espacio, bañado por una luz y creando algo en esa ritualidad. El teatro se fortifica en el último siglo justamente porque se diferencia. Cuando estaba solo podía tener zonas extremadamente bochornosas. Se lo usaba para cualquier cosa: para entretener, para conmover, para mostrar belleza. Se lo usaba para contar historias. Nosotros no podemos competir con el cine en términos de contar historias. Hay gente que dice: “¿Por qué voy a ir al teatro si puedo ver una historia en cine?”. Vas al teatro porque no vas a ver una historia tal como te la cuenta el cine, sino que vas a vivirla de una manera diferente, en términos rituales, aceptando la hipótesis de la pobreza de ese discurso y tomándolo justamente como fenómeno valioso. Hacer tanto, con tan poco. Hoy prácticamente todo el cine que vemos ya lo vemos online o en un soporte. Es decir, te da la posibilidad de verlo en función de la hipótesis de ansiedad que cargás frente a eso. Lo adelantás, lo cortás. Te volvés el editor del tiempo. Una obra de teatro, de la misma manera que una película, es una escultura de tiempo. Es tiempo esculpido. El teatro no es otra cosa que una especie de eterno big bang. Se produjo hace 2400 años una explosión. Y viene creciendo, simplemente porque cada uno de nosotros, los creadores, agrega algo. Nuevas convenciones, nuevas maneras, que son tomadas luego por otros, y ampliadas a su vez. Ese mecanismo de expansión es también una de las garantías de frescura que tiene el teatro.
Puntualizás la importancia de entender al teatro como sonido. ¿Qué recuerdo tenés como primer hecho sonoro, volviendo otra vez al espacio de San Andrés, de tu infancia?
A mis padres teniendo sexo, como un recuerdo perturbador de la infancia. Lo inexplicable, digamos. Sonidos inexplicables que con el tiempo entendés. Pero los recuerdo como impresión poderosa. El tren. Vivíamos a 50 metros de la vía. Y el paso del tren, en la noche sobre todo, desde la cama. En el día no lo registrás. Pero en la noche, sobre todo en los desvelos, el paso del tren se vuelve como una especie de reloj. Marca el paso del tiempo. Y sobre todo a mis padres cantando, y yo cantando con ellos en algún momento. En mi familia había una circunstancia clásica que eran los viajes, que eran siempre cantados. Era una especie de vinilo variado en el que entraban tangos y canciones españolas. Mi madre era española y mi padre –que era argentino, primera generación de inmigrantes judíos en el país– cantaba mucho tango y, cada tanto, alguna canción en idish. Y terminaron siendo patrimonio creativo. Porque yo lo he usado mucho a eso. Toda esa música.
Hablando de los desvelos, ¿hay algo que te preocupa en este momento?
Te podría decir en términos de degradación. Social, familiar y personal. En lo social, la sensación de mirar hacia atrás la historia de la Argentina y ver cierta recurrencia en ciclos críticos. Y la sensación de que se acerca un nuevo ciclo de crisis.
Como aquella cita de Marx del Brumario que usaste en El Niño argentino.
Sí. Y cada vez que llega hay que inventar nuevas herramientas para ponerse frente a eso. Y cada vez hay sectores golpeados y la sensación es que nada de lo que uno piensa en términos de construcción política como acumulación y como mejora sucesiva termina dándolo la política, que cada tanto hace como unas raras explosiones que pegan un manotazo, crean un saqueo en el cual siempre hay un sector beneficiado. Y siempre es el mismo. Y otro perjudicado. Y siempre es el mismo. Cuando lo paso a lo familiar, lo primero que pienso –tengo hijos treintañeros– es cuál es el futuro. En 2002, 2003, guita que entraba era para pagar lo urgente. No se ahorraba un mango. Entonces esa sensación, cuando me imagino, digo: “Esto va a ser la realidad que van a enfrentar si se produce otra crisis así”. Lo personal tiene que ver mucho con lo profesional, con la energía que pongo, por ejemplo en este caso, desde el año pasado escribiendo una obra y ahora dirigiéndola. Inevitablemente dirigir te pone al frente de un grupo. Tener que resolver cosas de otro, conciliar, sostener la energía, te vuelve como una especie de líder no elegido, tenés que ocuparte de mil cosas que tienen que ver con la producción, con los tiempos, con las agendas.
En muchas de tus obras está la idea de tiempo como pérdida. ¿Cómo confluye eso con otras actividades donde tu tiempo es otro, como en la botánica?
Como todas las cosas, uno toma conciencia de ellas cuando faltan. Creo que durante siglos, no hubo –salvo en el caso de los filósofos– una gran preocupación por el tiempo. Porque el tiempo correspondía a un parámetro inamovible. El tiempo peatón, el tiempo de ir a buscar agua hasta el río y volver. El tiempo de la luz natural. Es decir, hay una especie de condición inamovible del tiempo que hace que uno no se preocupe por él. Uno puede preocuparse por cierto efecto cotidiano. “Se me viene la noche y no fui a buscar leña. Y va a hacer frío”. Pero en realidad no hay una preocupación por el tiempo como concepto. El último siglo nos ha dado un sacudón muy fuerte. En principio, en dos grandes campos: transporte y comunicación. Y eso empezó a crear una especie de tiempo ilusorio, ilusorio en términos de la vieja nomenclatura. Las comunicaciones empiezan a crear una violación del tiempo. Porque empiezan a crear la otra hipótesis, que es el tiempo virtual. En la última década, sobre todo, estamos metidos en una hipótesis de tiempo virtual totalmente diferente. Es otra manera de ver la realidad, de vivirla. En una década el tiempo se fragmentó, se volvió aéreo. Los contactos empezaron a volverse satisfactorios de manera virtual. Y lo mismo el entretenimiento. Empezás a encerrarte. Esa es una preocupación que me sacude. De la misma manera, el contacto con la naturaleza empieza a volverse contracultural, de alguna manera también antisistema, en la medida en que crea el respeto a ese otro tiempo que es el tiempo natural. Y te obliga a vivir en función de esa lógica, de esa realidad y de esas leyes. Y tengo la sensación de que te rearmoniza. Creo que caminar, el contacto con lo natural, armoniza. En el mismo campo de armonización me imagino al teatro. Creo que ir al teatro armoniza, justamente porque te pone en contacto con el tiempo real. No hay virtualidad. El teatro es un tratamiento del tiempo, pero en todo caso es un tratamiento arcaico del tiempo. Es un recorte, una talla. Es una escultura del tiempo. Habla del tiempo, pero te lo resuelve frente a tus ojos. Y paradójicamente en un tiempo real. Ir al teatro me parece que es ir a una ceremonia de tiempo.
En el prólogo hay una referencia a una distorsión al costumbrismo. ¿Cuánto influye el humorismo en ese giro?
Hablábamos de las energías contraculturales. Creo que la gran energía contracultural ha sido siempre, en toda la historia del universo, el humor. En la medida en que permite hacer estallar en un segundo cualquier construcción de ideas. La observación ingeniosa, el chiste, el gag, el slapstick, cualquiera de las alternativas creadoras del reflejo de la risa siempre ha sido un choque, una provocación. A veces se lo maneja como mero instrumento de entretenimiento. Uno puede ir a ver un espectáculo de puro humor, simplemente porque va a divertirse en el sentido tradicional. Reírse es crear una pequeña orgía privada. Pero después aparece lo otro, el fenómeno que te permite ver más allá, que te sintoniza con otros que ríen, que destruye a lo solemne. Y uno empieza a entender que en realidad la función del humor es extremadamente más trascendente que la de simplemente transformarse en la herramienta de un cómico para entretener.
¿Cómo nace tu archivo de humor, de carnavales?
Siempre se dice: “Las colecciones empiezan cuando hay tres piezas iguales”. Y cuando tenés tres cosas de algo, se dice: “Uno: unidad; dos: variedad; tres: multitud”. Cuando tenés tres, ya necesitás diez mil. Todo partió de algo que tiene que ver con Rectángulo de San Andrés. Y, sobre todo, con Chau Misterix. Me refiero a tres fotografías de carnaval en las que yo estaba disfrazado de tres vestuarios regionales diferentes de España. Todos cosidos por mi madre. Mi madre hacía una artesanía. Y recorriendo ferias y mercados de antigüedades descubrí que estaban allí. Que no había demanda por esas fotos. Y que en realidad esas fotos contenían algo muy poderoso que era una artesanía maternal. Algunos disfraces se vendían, pero buena parte de ellos suponían un acto creativo muy poderoso que es madres cosiendo ese disfraz. Y que entre ellos había además piezas muy atractivas. Empecé a comprar, simplemente con la idea de llenar un álbum. Y, por supuesto, lo que me di cuenta es que el álbum lo completé en unos meses y que en realidad de lo que se trataba era, en principio, no de coleccionar, sino de juntar. Acumular. Y después sí empezar a descubrir coincidencias. Empezar a descubrir, por ejemplo, cuáles fueron los mejores estudios fotográficos de Buenos Aires para fotografiar el carnaval. Cuáles fueron los mejores iluminadores. Iluminadores se llamaban a los fotógrafos que coloreaban las fotos antes de la foto color. Y después descubrir cuál era la recurrencia en ciertos disfraces. Y después toda una cultura armada alrededor del carnaval. La revista Caras y Caretas una vez por año sacaba secciones con fotos de chicos que iban a fotografiarse a la redacción. Y la acumulación se volvió un archivo. Es decir, lo estudié, escribí algunas cosas sobre eso. Buscando fotografías de carnaval empecé a encontrar fotografías de teatro. No podía no comprarlas. Se transformó en un archivo de teatro.
Acumular cuestiones relativas al carnaval es también reflexionar sobre el olvido. Algo que hacés en tus obras, al trabajar con palabras viejas
Hay varias razones por las cuales lo hago. Pero hay una fundamental y es que un objeto antiguo tiene pátina. La pátina es la capa, el resultado que el tiempo y el daño producen sobre un objeto. Es decir, este muñequito [señala un muñeco dispuesto sobre una mesa] tiene pátina. La pátina está en el color que ha ido tomando la cara, en los pelos que ha perdido, en el sombrero que se le ve el fieltro con el cual estaba pegado, un brazo que ya hay que acomodarlo para que no se note que está roto. Este objeto puede ser leído no solamente en términos literales –un gauchito de los años 50 probablemente– sino en términos poéticos. Y es: uno lee el discurso que el tiempo ha producido sobre él. Toda antigüedad, en realidad, se constituye en un objeto y su pátina, si no perdería sentido la antigüedad.
Es el recorrido, la trayectoria..
Es la trayectoria, pero es también el relato. Allá hay una mesita, esa en donde están las marionetas. Es una mesita que encontré tirada en un contenedor. La arreglé. Estaba muy pintada. La había juntado en la puerta de una biblioteca de Villa Devoto, que después me enteré que era un lugar donde se escolaseaba. Cuando la restauré, encontré que en algunos lugares tenía marcas de cigarrillo. La usaban como mesa de arrime, donde ponías el escabio y el cigarrillo arriba. Algunas de esas marcas las había perdido. Y algunas intenté dejarlas. Porque en realidad ese es el discurso de esa mesa, es el relato. Esa mesa contiene –ahora en mi imaginación– noches de escolaso en un lugar clandestino. Contiene la desesperación del que ha perdido y la euforia del que ha ganado. Todo objeto antiguo se constituye en una presencia patinada en la cual uno puede leer otra cosa. Con las palabras pasa lo mismo. Una palabra se trasluce tras la pátina. La pátina es el misterio que tiene esa palabra en su anacronismo. Es lo que significa. Es dónde se la decía. Por qué se la decía. Cómo, quién, dónde, con qué entonación. Por lo tanto esa palabra deja de ser un útil. La palabra “caminar”, la usamos todos los días. Caminar es caminar. Pero si yo te digo “palurdo”, pasa otra cosa.
Estás por estrenar una nueva obra, ¿cómo fue el proceso?
Nació del deseo de otros, no del mío. Me convocaron, hace unos años, del Centro Cultural España porque era el aniversario de las Novelas Ejemplares de Cervantes. Y le proponían, a distintos autores de teatro, hacer versiones libres. Las relei y en ellas encontré una que me interesaba particularmente que es “El coloquio de los perros”, que son dos perros que hablan y, en un momento, uno de ellos habla de haber pertenecido a una compañía de teatro. Y de haber observado cierto lugar de degradación del dramaturgo. Es un perro que hace teatro, que habla del teatro. Cuando investigué un poco descubrí que la compañía de la que habla era una compañía real de la época y que además Cervantes ya la había mencionado en el Quijote. Es la compañía de Angulo “el malo”. Parece que había dos Angulos en la época. Parece que uno era bueno. Y este era simplemente, entre todos los cómicos, Angulo “el malo”. Aparece el Quijote. Los ve. Ve venir a la compañía en un carro, disfrazados de diablos, porque vienen de representar un misterio. Y cree, en su locura, que es el carro de los diablos. Entonces tomé a esta compañía y la ubiqué en una situación que hace muchos años me venía dando vueltas en la cabeza, que es una compañía de cómicos españoles varados durante la colonia. Entonces simplemente tomé la situación de que la compañía de cómicos varados es la de Angulo “el malo” y que el perro que narra es Berganza. Luego pasan una serie de cosas sobre la relación entre el artista y el poder.