La persona que trabaja en una librería no es un amigo entrañable y siempre dispuesto a darte consejos de vida. Tampoco es un psicoanalista ad honoremque espera ansioso a todos los que necesiten contarles sus frustraciones. Quien atiende una librería no tiene por qué escuchar la sarta de infidencias que uno quiera hacerle, y ni siquiera está obligado a conocer cada título que alberga en los anaqueles y estantes. Parece obvio, pero hace falta aclararlo porque la fauna que circula por las librerías suele demandar algo más que la novela que recomienda el suplemento cultural del diario.
¿Ya salió el último Premio Nobel de Clarín? ¿El vómito es la segunda parte de La náusea de Sartre? ¿Cuál es el nuevo libro de Ana Frank? En Diario de un librero, Luis Mey describe el universo risible, por momentos asfixiante y por momentos patético, en el que puede convertirse una librería. A través de la óptica de un empleado de ventas, la novela hilvana una serie de anécdotas al borde del absurdo que, paradójicamente, tienen un alto grado de realismo.
Un cliente hace preguntas y preguntas hasta confesar que solo busca alguien con quien hablar. Otro quiere algo referido a la Primera Guerra Mundial, pero desconfía de que en el libro 1914 se hable del tema. Un tercero anda en busca de Malbec o de cualquier tragedia de Shakespeare. Una acaramelada pareja pide El amante de Durás mientras se manosean frente al librero y, como si fuera poco, no falta quien exige libros donde se explique cómo curar la homosexualidad.
“Algún librero en algún lugar del país o del mundo se acaba de dar cuenta de que no es un librero sino un repositor”, reflexiona el narrador en su día franco, incapaz de desprenderse de la alienación inherente a su trabajo. Porque, en definitiva, se trata de un trabajo que no escapa a la lógica del rubro comercial, mecánico y repetitivo, más allá de la mística que rodea el oficio para los amantes de la literatura.
“El vendedor ordena. Mientras ordena, atiende. Mientras atiende, tiene que vender. Mientras vende, tiene que tolerar”, explica Mey, de regreso tras su jornada de ocho horas.
Varios fragmentos del libro fueron apareciendo esporádicamente en la página de Facebook del autor cuando trabajaba en una sucursal porteña de El Ateneo. Mezcla de autobiografía y ficción, la novela invita a repensar el lugar del libro en la sociedad de consumo, así como la calidad literaria de la inagotable cantidad de publicaciones que llega a las vidrieras. En este sentido, la novela también ensaya apuntes críticos sobre las obras autoeditadas, las tendencias que impone el mercado a los “curros” en que se convierten los géneros de moda, a la opacidad de los libros de actualidad política.
“Veo pasar demasiados libros buenos y malos que desaparecen casi de inmediato. Eso me dice una sola cosa: la cultura profunda de los libros se define en las mesas de saldo y en los rechazos editoriales”. Esa y otras sentencias, fruto de una observación certera y dotada de cierta impotencia, aparecen en Diario de un librero como un presagio del posible destino de tantos buenos libros, inclusive, del propio Mey.