Razones volando por ahí, perdidas, sin cuerpo. Abstracciones que se encuentran con callejones sin salida, con paradojas inevitables; y es que no hay ideas absolutas, todas encuentran su límite, su contradicción. Cuerpos anhelantes, cuerpos castigados, reprimidos, que buscan su libertad. Un cuerpo que se enamora de una razón, que quiere fusionarse con ella para hacerla comprender: no debe tener miedo, no debe huir de lo “mundano”. Una niña que crece entre frutas, rodeada de belleza natural, de exuberancia; un ambiente un poco perturbado por la actitud de su madre y sus tías que no paran de rezar. A la niña le gusta jugar con otra niña, pero prefiere los juegos de niños, es más ruda que ellos, y esto les encanta. Crece fuerte y haciéndose respetar y por eso es deseada por hombres. Su padre es carnicero, su madre una buena mujer, pero que representa la tradición, la resignación, el ser “señora”, atributo falso, farsa social, de la que ella quiere huir.
Hombres deseando agarrar manzanas, pero están muy altas, o se escapan de las manos; estas representan el conocimiento buscado, la naturaleza a la que se quiere someter. Pero el objeto de deseo nunca se alcanza, la ambición de dominar el mundo, a través de la razón, al final termina en frustración. La niña crece entre mujeres y guanábanas, una fruta que cae del árbol, que se entrega, que es generosa y ensucia las manos y se comparte con amplitud y siempre sobra, es la vida en plenitud. Es la mujer, es la risa. Y el nuevo paradigma cultural debería ser la guanábana, no la sofisticada manzana tan esquiva, que es como piedra, que les cae a los hombres barbudos en las cabezas. El paradigma debería ser “la flor de plátano”, una vagina que se convierte en pene, genitales versátiles, la unión entre lo femenino y lo masculino; no lo masculino bruto que intenta someter, que viola, que no entiende lo femenino, “la verga de granito” como la llama la protagonista del libro, la que tiene el mundo con un gran déficit moral y espiritual.
Todo esto y mucho más, reflexiones, poesía, mezcla de géneros, biografía y ciencia ficción, carne e imaginación libérrima, se encuentra en El sueño del árbol, el último libro de Andrea Salgado publicado por Interzona. La también profesora nació en Sevilla, Valle, en 1977. Publicó los libros La lesbiana, el oso y el ponqué, novela de Ediciones B, y Six feet under, de Rey Naranjo, un ensayo sobre la popular serie. Su poesía, sus textos de ficción y no ficción aparecen en antologías de varios países. Andrea Salgado es magíster en creación literaria de la Universidad de Texas, ha enseñado en varias universidades, y actualmente es escritora residente del departamento de literatura y humanidades de la Universidad de los Andes. La editorial independiente argentina Interzona, con veinte años de trayectoria, apostó por la escritora colombiana que ya ha dado de qué hablar en el ámbito literario nacional. Sin duda su trabajo es original y tiene profundidad.
En su libro hay poesía, cuento, novela y ensayo. Mestizaje literario muy bien logrado, más notorio que en la obra de otros autores contemporáneos. Háblenos un poco de su apuesta estética en este sentido.
El sueño del árbol fue un juego que me inventé, sin expectativas, para sobrevivir el encierro al que nos obligó la pandemia. Quería hablar sobre la naturaleza del amor, la forma en que lo hemos construido y vivido, pero no quería escribir una novela, ni un libro de cuentos, ni un ensayo ni una colección de poemas. Así que acudí al mismo método que usaba cuando comencé a garabatear mis primeras historias siendo una niña, escribiendo inmediatamente después de estudiar algo cuyo tema y forma, me había producido placer, sin saber muy bien hacia donde me dirigía, pero con la idea de establecer un diálogo; entrar en contacto con las palabras ajenas, intercambiar con ellas las mías, modificarme, crear una nueva entidad.
De alguna manera (no tan consciente como ahora que te lo estoy contando) lo que estaba haciendo era trabajar con el presente, con lo que vivía día a día, a través de mi experiencia y los libros que me acompañaban.
Puedo rastrearte lo que iba leyendo mientras transcurría mi vida y mi escritura (que son la misma cosa) desde el 2020 hasta el 2021 que puse punto final.
La primera parte del libro (escrita al inicio del confinamiento, en ese momento que el mundo como lo conocíamos llegó a su fin) es “Bolero del cuerpo y la razón” que a su vez está subdividida en tres partes: “El cuerpo”, “La mujer transparente” y “Los juegos de la razón”. Por aquella época, durante un par de semanas, me enamoré profundamente de Caza de conejos de Mario Levrero y de El campo, un libro de poemas, de Martín Glaz Serup, y pasaba los días haciendo varias cosas: sufriendo una pena de amor, hablando por teléfono o por zoom con lideresas y líderes sociales medioambientalistas para un libro que escribí por encargo para la ONG Fondo Acción; estudiando para dar un taller de escritura en el que entre muchos libros, leí La Vorágine de José Eustasio Rivera, El entenado de Juan José Saer, El árbol de John Fowles, Mirar de John Berger y gran parte de la saga del Ekumen de Ursula K. Le Guin; escribiendo una historia que me habían encargado para Bogotá Contada de Idartes, cuya indicación era que debía narrar Bogotá a través de la ventana. Lo que veía por la ventana eran los columbarios del Cementerio Central, y, como así es la vida, me hice amiga de una vecina, Eloisa Lamilla, escritora, antropóloga, que trabaja con patrimonio funerario. Y pasamos semanas hablando sobre el cementerio Central, los hallazgos arqueológicos, las mujeres muertas por enfermedades relacionadas con la pobreza y las injusticias.
Todo este revoltijo de vida, poesía, novela realista y de ciencia ficción, de ensayo sobre el ser humano y la naturaleza, de reportería con las lideresas y líderes, y conversaciones entre vecinas, produjo El bolero del cuerpo y la razón.
En la segunda parte del libro, La Flor del plátano (escrita a finales del 2020 cuando sentíamos que vivíamos en un bucle, todos los días el mismo encierro), la gente de Museo Q me pidió participar de una publicación llamada Devenir Cuir. Me volqué a mi pasado, fui a recorrer los pasos de la niña que fui. Me iluminaron dos libros y dos autores que en su momento también hicieron lo mismo: “Herta Müller” con su libro de cuentos En tierras bajas y su libro de ensayos El rey se inclina y mata; y Peter Handke con su Ensayo sobre el cansancio. Ambos libros priorizan la construcción de escenas, y la búsqueda de la imagen. Hacen lo que Peter Handke llamaría una escritura anterior, es decir, volver a vivir lo vivido mientras se escribe; y así, como ellos, mis maestros, intenté yo también hacer en la Flor del plátano.
En la tercera parte del libro El sueño del árbol (escrita durante el paro del 2021) estaba
estudiando Eros, el dulce amargo de Anne Carson, ¿Por qué duele el amor? de Eva Illouz, y Desmorir de Anne Boyer, y me propuse escribir un ensayo narrativo escrito en tercera persona, que diera cuenta de lo que ocurría en las protestas y en mi propio cuerpo. Sufría de un dolor de espalda sin explicaciones médicas que me mantuvo medio inmovilizada por varios meses.
Me alargué mucho en esta pregunta, pero quería mostrarte que no escribí sola, y eso es a lo que quería llegar para responderte. Escribí con otros, con los que leía, con los que me contaban historias. A eso supongo es lo que podemos llamar mestizaje, un diálogo permanente, la creación de algo a partir de lo que vives, lo que ya existe y lo que te cuentan. Un dejarse transformar todos los días. Este libro es producto de mi deseo de vinculación, que es al mismo tiempo mi deseo de transformación.
En su libro hay autoficción y algo de ciencia ficción, como dos extremos del espectro literario. En la historia se trata de reconciliar otros extremos, el cuerpo y la razón, lo masculino y lo femenino. Qué nos puede decir sobre esto.
No me gusta el término autoficción, es impreciso, algo que es invención, pero no lo es, y me plantea un problema ético porque también soy periodista. Me suena a ponerle accesorios a los hechos reales, botox y rellenos a las arrugas, filtros favorecedores a la monotonía; implica además modificar los hechos, inventar cosas que no han ocurrido, y yo me pregunto, por qué habría uno de hacer eso. Si decido trabajar con los hechos tal cual los recuerdo (tal cual mi imaginación los reconstruye) ese es mi material, punto. Si decido inventar, lo inventado es mi material. En mi mente existe lo ficcional y lo no-ficcional. La autoficción, el término (por cierto, relativamente reciente, pero ya pasado de moda), me parece una forma de confinamiento de la imaginación que dice: “tú y solo tú eres el único material para escribir sobre ti mismo”.
Yo mejor diría lo siguiente, El sueño del árbol es un libro de ficción que a veces se escribe haciendo uso de los códigos realistas de la crónica, el ensayo, la autobiografía; y otras, haciendo uso de los códigos fantásticos de la ciencia ficción, el cuento de hadas y el horror. También diría otra cosa, hay escritores de ficción cuya obra se encuentra muy cerca de su experiencia personal, por ejemplo, Philip Roth, y otros, cuya obra se encuentra más retirada, pensemos, por ejemplo, en la escritora mexicana Clyo Mendoza que el año pasado publicó un libro precioso que se llama Furia. Yo me siento un poco como ambos, quiero decir, a veces estoy cerca, a veces me alejo. Vivo en ambos polos; como también vivo entre los géneros y subgéneros. Soy una lectora y una escritora promiscua. En El sueño del árbol, el personaje llamado “Razón” (que encarna lo masculino) tiene una tarea, inventar un nuevo relato, una nueva naturaleza del amor que no continúe perpetuando su superioridad sobre el cuerpo. Reconciliar lo cercano y lo lejano, es decir lo propio, lo íntimo, con lo ajeno y lo exterior. Esa es la tarea que emprendí en El sueño del árbol. Siempre cito el ensayo Contar es escuchar de Ursula K. Le Guin donde nos dice que el verdadero modelo de comunicación es como el sexo de las amebas, o como los himnos de las ballenas. Las amebas al unirse intercambian material genético y se transforman. Las ballenas se encuentran en época de apareamiento y cantan juntas un himno que se llevan de nuevo de regreso y que en el contacto con otras se va transformando. Cuando se vuelven a encontrar, otra vez en época de apareamiento, crean juntas otro himno que recuerda el anterior, pero tiene una vida totalmente nueva. Me parece que así debe ser la ficción; que lo que llamamos “realismo” en este momento es lo que tiene en El sueño del árbol al personaje de la razón encerrada en un bosque de palabras, en una tumba; que para poder salir de esa tumba llamada “realismo” hay que dejar atrás todo heroísmo, todo individualismo, y como las amebas, como las ballenas, transformarse en el interior entrando en contacto con el exterior.
Háblenos un poco de su experiencia de no ser una mujer que encaje en la norma tradicional, eso de ser esposa, moza o prostituta.
En La flor del plátano una niña que se está volviendo mujer construye una tipología de mujeres colombianas, las esposas, las mozas, las putas; y, más adelante, añade otras dos, la mujer hombre con plata propia, y la mujer placa de mármol gris (la indiferente, la que aplica la ley de hielo). Esta niña de la historia se está volviendo mujer a mediados de los noventa. Lo que ella quiere es llegar hasta donde su deseo la arrastre, pero no es posible, siempre termina como una mariposa, clasificada en el sistema taxonómico de los hombres. De todas las opciones posibles, la “mujer hombre” y “la mujer placa de mármol gris” son las menos peores, así que decidí asumirlas. Ser una mujer hombre, una mujer placa de mármol gris, le implica reprimir su propia naturaleza para poder construirse un camino.
Antes de que el feminismo, tal como lo estamos viviendo en este momento, llegara a la vida de las mujeres de mi generación, así es como éramos feministas las mujeres de provincia; así es como nos enseñaban nuestras madres (y en mi caso, también mi padre) a sobrevivir en el mundo de los hombres por nuestros propios medios. Nos infiltrábamos, nos igualábamos, nos conteníamos, nos resistíamos a ellos. Esta forma de vida me hizo, nos sigue haciendo mucho daño. El otro día una amiga después de la presentación de El sueño del árbol, me dijo que ella no era ninguna de las mujeres de mi tipología, yo le dije que yo tampoco, que nunca lo había sido, pero que el hecho de que no nos reconociéramos en ellas, no significaba que no siguiéramos estando ahí. Aún vivimos en el relato del patriarcado. La diferencia es que ya no queremos conformarnos con la menos peor de las opciones; yo aún quiero llegar hasta donde el deseo me arrastre. La diferencia, ahora, es que muchas estamos comprometidas con cambiar de raíz la narrativa que nos confinó, nos sujetó con alfileres de las alas.
En el libro se habla de dos formas de masculinidad, representadas en la flor de plátano y la verga de granito. ¿Cómo hacemos para que los hombres seamos lo primero y no lo segundo?
Me decía mi amiga Matilda González que ella se sentía representada en la flor del plátano porque sabía que su verga era femenina, así como la niña de la historia, que, al ver la flor del plátano colgando de la mata, la encuentra similar a los penes de los caballos y de los hombres. Pero al mismo tiempo, nota que esta tiene unos pétalos de carne, que se asemejaban a los labios de su vulva, y entonces piensa en lo maravilloso que sería tener ella también una flor del plátano que emergiera entre sus pétalos de carne cuando le provocara. Vagina y pene son para la niña órganos sexuales, bellos y dúctiles como las flores y las plantas, y podría ser intercambiables porque aún no se han cargado de sentido. Más tarde la niña descubre que existen violadores; más tarde es violada; más tarde descubre lo que el patriarcado ha dicho sobre lo que significa ser un hombre y una mujer, y en esa medida, las vergas pasan a ser de granito, duras y rígidas. Están ahí para romper a las mujeres. Para volver a tener una flor del plátano habría que tumbar todas las vergas de granito de nuestros imaginarios; habría que vivir en ternura, poniéndonos en el lugar del otro a través de la imaginación, entendiendo como lo hace otro personaje dentro de la historia, “la mujer transparente”, que las mujeres pueden sentir con la verga, y los hombres con el útero. Habría que aprender a vivir en una intermitencia que trascienda el binarismo.
¿Qué está leyendo por estos días?
Hoy comienzo El tercer cuerpo de Helene Cixous.