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EN MANOS DE UN ESTILO SUPERSÓNICO

Luis Chitarroni. El autor de las celebradas novelas El carapálida y Peripecias del no publica un libro de cuentos en el que brilla una escritura única.

Por Rafael Cippolini

La noche politeísta (título que instantáneamente se transforma en toda una declaración de principios), flamante volumen de cuentos de quien acá y allá confesó sus preferencias por los autores de “materia verbal profusa” (Gadda, Nabokov, Arno Schmidt) y concibe la narrativa como un “sistema de conexiones”, quizá sea la puerta de entrada perfecta a esa obra hiperconcentrada y de lentísima expansividad con la que viene proveyéndonos Luis Chitarroni desde hace casi tres décadas.

Como una clave al paso, quien es posible resuene más como editor y ensayista aconsejó traficar ficciones ahí donde no deberían estar, por ejemplo, en una reseña o una biografía (incluso en revistas dedicadas a la tecnología de equipos de audio). No es otra la razón por la que todo su sistema literario haya tenido su origen en una compilación de vidas de escritores (Siluetas, 1992, reeditado) trabajo por encargo en la tradición de Marcel Schwob, Richard Garnett y el Borges de Historia universal de la infamia, que entremezcló lecturas apasionadas y eruditas con personajes de varia y personal invención que se continuaron en sus dos novelas –El carapálida, Peripecias del no– y en estos relatos.

Por naturaleza y vocación, aquel camino del exceso que promulgaba William Blake se tranforma en Chitarroni en una prosa tan precisa como endemoniada: no sólo en el virtuosismo de sus subordinadas, sino en la densidad, asombro y calibrado desparpajo de sus referencias, un alud de citas al paso –supersónico– que convierte cada página no en una sino en varias bibliotecas. Fogwill creyó que con Peripecias del no, diario de una novela inconclusa (2008), la inmoderación de Chitarroni había encontrado un límite. Se equivocaba: el tour de force de La noche politeísta es todavía más extremo, una clase aún más magistral de literatura.

A su modo, cada una de sus ficciones es con insistencia autobiográfica y deberían considerarse capítulos más o menos discontínuos de una saga en proceso, de una mitología tan urbana como porteña, con un elenco bastante sostenido. En El carapálida (1997) el personaje principal es un fantasma y el marco la escuela primaria, en los tardíos y psicodélicos años setenta.

En Peripecias (que en su versión inglesa con perspicacia se titula The No Variations) el protagonista es un diario en el cual las piezas y estrategias encajan y se dispersan en un desorden que sólo resulta caótico para los más distraídos (también podríamos decir que su estrella es el NO, dos letras que nada retienen del poema de Oliverio Girondo). La noche politeísta vuelve a entremezclar biografía con bibliotecas –que como los camellos del Corán resultan invisibles, o casi–, subrayando el supuesto de que una vida no es más que el resultado de lo que se ha leído, de una memoria (y por qué no un inconsciente) modelados por la razón tipográfica.

Nueve cuentos y una advertencia preliminar (cuyo nombre es “Triángulo territorial”), también escrita, como todo el ciclo de relatos, en primera persona. Las lectoras y lectores –hay que adaptarse a los tiempos que corren– no deberían dejarse engañar por lo que sugieren estas líneas iniciales, y nos referimos específicamente a cuando se insinúa que el narrador “bien podría ser, o estar cerca, del autor de El carapálida (…), que comparte con él solecismos, debilidades, y vicios de estilo”. No se trata sino de otra minuciosa distracción, ya que resulta indisimulable que la voz que se desliza –con las modulaciones y camuflajes de ocasión– de un relato a otro a lo largo de todo el libro se va amoldando perfectamente –concedamos que en un plan acaso a posteriori– a un alter ego indisimulable, distribuido en diferentes recorridos.

Así “El síndrome de Pickwick” y “El mal de uno” prolongan los derroteros de un círculo de amistades y amores desflecados, el triste ocaso de relaciones adolescentes en un escenario que por patético no resulta menos sorprendente. “Primer viaje a Soecia” y “La inocencia sin límites (segundo viaje a Soecia)” devienen en experimento prodigioso: como si el alter ego hubiera sido raptado de su tiempo, abducido por el ectoplasma de Jonathan Swift, en una crónica alucinante (parodia no es una categoría que en este caso nos alcance) en la que las notas al pie nos regalan un tratado de antropología fantástica.

“Los Zukofsky” bien debería abordarse como una novela en miniatura, una excéntrica crónica de costumbres cuyos zigzagueos recuerdan vagamente las atmósferas del último Manuel Puig. “El cardinal carpintero” ubica a una familia disfuncional en el ojo de un huracán emocional en el cual una gauchesca trasnochada deriva en un surrealismo cruel que no desentona con la versión cinematográfica de Casino Royale de 1967 (todos los caminos conducen a El carapálida).

“Nueva narrativa argentina”, con su registro paródico, seguramente sea la semblaza más afilada que se haya publicado sobre los talleres literarios y sus consecuencias. “Toponimia del miniaturista” desborda todo el encanto de lo incomprendible y “La noche es politeísta”, centrada en un ecosistema bohemio sito en Barracas, husmea en los restos de un under que ya no existe con una pasión entomológica que envidiaría el más temprano Thomas Pynchon. Si hablamos de singularidad, Chitarroni sólo se parece a Chitarroni.

Por ningún otro motivo, cuando nos proponemos encontrar en la narrativa argentina de los últimos treinta y tantos años obras en las cuales podamos dar con pistas para seguir pensando qué podría ser hoy lo literario, o mejor dicho, eso que podemos reconocer todavía como literatura en el más singular de los sentidos, el nombre de Luis Chitarroni es uno de los primeros que viene a salvarnos.

Hace más de una década, en una nota muy citada, Beatriz Sarlo se refería a lo publicado por nuestro escritor como “tan desesperado, tan insensato, y al mismo tiempo tan literario y erudito”. Los años y La noche politeísta no han hecho más que intensificar –y mucho– los síntomas.

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