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Enamorada de un histérico

Robertita, creadora del blog Treintañera, acaba de publicar la novela “Loser”: la historia de una mujer obsesionada con un tipo indeciso.

Probablemente, Alessandro Baricco no sea un pensador cool y bordee el kitsch y la inexactitud, pero usar sus ideas acerca de las transformaciones de la lectura y la escritura de literatura en Los bárbaros es una tentación constante. En su ensayo arriesga que las reglas de consumo de la literatura han cambiado: si antes había una amplia base de lectores capaces de comprender y disfrutar de los libros escritos conforme a reglas que venían de la propia tradición literaria (Flaubert, Joyce, Faulkner y más acá, Saer), hoy los libros que se hacen legibles no vienen de esa matriz incomprensible, sino que tienen origen en un punto que está fuera de esa serie (el mundo, el star system, la cultura de masas) y tienen como destino, también, un punto externo a la literatura: biografías o autobiografías de famosos, libros policiales, libros de viajes, libros periodísticos, vienen no de la sacrosanta matriz literaria, sino que se gestan y se dirigen al mundo.

Desde la contratapa (escrita por Sebastián Wainraich), la firma de su autora (un diminutivo pseudonómico que hace pensar rápidamente en el oficio paralelo al que se dedica: ilustradora) y desde el título (con su gesto de contemporaneidad inmediata) Loser parece venir de fuera de la literatura, aunque también se inscriba en ese gesto cíclicamente celebrado de apertura a los lenguajes que nacen con las nuevas tecnologías.

Hablemos claro. Loser es la historia, contada en una primera persona hipercontemporánea, del amor obsesivo de una treintañera (Robertita) que tiene como objeto a ese tipo que los demás hombres odiamos: un escritor multitalento que además tiene banda de rock y un trabajo creativo, y que es la encarnación de un mal contemporáneo: la histeria masculina.

La conciencia de Robertita, sometida al doloroso vaivén de perseguir las señales confusas de un indeciso, parece funcionar en un punto que está entre el cerebro, los dedos y distintos teclados: casi todos los recovecos de la historia son glosas de mensajes electrónicos, entre Fotologs, Facebook, textos y conversaciones telefónicas, sin la intención de hacer una mímica de esas escrituras, sino ajustándose a la reproducción de una voz seteada por las formas del relato blogger. Una voz como muchas otras imaginables, que parece un estereotipo (la chica de clase media alta que se perdona un poco la estupidez y mecha su dolor con el intertexto de Montaner, Air Supply y oldies de los ‘80; que está al tanto de todo pero no es geek, que apenas puede pilotear la depresión de vivir en medio de tanto estímulo para la confusión, rodeada de gente que parece tenerla más clara) pero que, con el correr de las páginas, revela una gracia inalienable.

Es cierto también que el estricto presente de indicativo, la estructura reiterativa de los episodios de histeria hacen asomar una amenaza de tedio; que Robertita tiene momentos de odiosa autocomplacencia, que cae en una boludez que nos violenta, que a veces padece una triste sobreadaptación.

Pero hay una vibración contagiosa en la etnografía de sus treintañeros capitalinos deprimidos, solteros y confusos, atrapados entre una burbuja electrónica y el aburrido frenesí nocturno, y hay algo muy interesante en esa grieta que su dolor de comedia le opone al consenso cool que la rodea, en su inadecuación, en su femineidad al mismo tiempo rosa (basta ver sus dibujos) y machona. En el medio queda una carcajada y un experimento: leer Loser en simultáneo con el monólogo de Molly Bloom y preguntarnos qué se ha transformado (en las mujeres, en la literatura) entre una y otra.