La invocación de una ciudad justo en el momento en el que una radiación la desarma y una guerrilla teatral aprovecha para probar si la representación deviene en una estética de la presencia, si la mimesis sirve para detonar conflictos que no pueden permanecer en el armado mínimo de la performance y necesitan seguir al caminante desconcertado, es una tarea que requiere de la materialidad de la política. De su monumentalidad, porque en los años ochenta, en esa democracia que ya estaba manchada por algunas formas ácidas poco complacientes con el fervor alfonsinista, la calle adquiría una envergadura institucional.
En ese espacio público convertido en una política que espantara el terror, se instalaba una mancha negra que ponía en cuestión la noción misma de arte, porque era tan abstracta o tal naturalmente asimilable a cualquier comportamiento, que la leve alteración de su andar por un vómito o un villancico deforme, no alcanzaba a ser comprendida como un dato separado de los efímeros espectadores. Es que La Organización Negra no buscaba exactamente hacer teatro en esas primeras performances que Malala González recupera en su investigación, sino establecer una discusión con las maneras establecidas de lo teatral mientras anudaban su disconformidad un tanto impulsiva, embargada de una falta de empatía tan áspera que operaba como el conflicto estructurante en sus intervenciones, con una contienda política incapturable.
La Organización Negra. Performances urbanas entre la vanguardia y el espectáculo podría ser el descubrimiento de un pensamiento desde la acción de un grupo teatral que se desplazó hacia el anonimato de la calle, que le disputó a las vidrieras la atención cancina de un pueblo que fue zamarreado por El siluetazo como un modo de dibujar los cuerpos para que el espacio vacío del desaparecido tuviera una imagen ineludible, para pasar a la extravagancia del vuelo, a la espectacularidad inalcanzable de la Tirolesa/Obelisco, a decir que un cuerpo puede transitar la épica pero ya desde un concepto abierto, impersonal y que se referencia más en la investigación teatral que en el pasado compartido con el público.
La síntesis a la que la investigadora se acerca con cautela, cuidadosa de sus datos y de su arsenal teórico, permite pensar que los integrantes de La Organización Negra fueron permeables a ese escenario de lo real que se debilitaba como territorio de fuerzas donde los distintos sectores sociales tensionan sus demandas. La potencia que lo espectacular ganaba en ese fin de siglo necesitaba de una ciudadanía aplastada para instalar el neoliberalismo.
La política está para Malala en esos procedimientos y también en una actitud que La Negra portó casi como un rasgo dadaísta de quitarle credibilidad al espacio de lo real y demostrar como la ficción puede distribuir sentidos desde el extrañamiento .
El cuerpo es otro recurso que venía a escenificar lo desaparecido. La palabra quedaba en el programa de mano como un manifiesto que en La Tirolesa/Obelisco ocupó el tamaño de un afiche. El cuerpo tenía que ser protagonista para ir hacia la acción como efecto. Aquello que en la factura industrial de los grupos derivados de La Organización Negra como De la guarda o Fuerza Bruta puede leerse como un impacto festivo, en las producciones ochentosas tenía un trazado simbólico, entramado de forma indispensable con su contexto.
Esa lectura entre la vanguardia y el espectáculo que señala la autora tiene su variable en ese gestus del No nos gustas que La Negra desperdigaba como desafío a sus espectadores en volantes caseros, al alumbramiento de una epopeya como bailar atados al arnés para conquistar la 9 de Julio como si se volviera a fundar Buenos Aires en las vísperas de la navidad de 1989. Cuando la voluntad utópica era una ingenuidad marchita, La Negra dejaba de ser vanguardia para convertirse en futuro.