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Eugenio Barba y la tentación de ir quemando naves

El director, creador del legendario Odin Teatret, en su libro Quemar la casa ofrece una potente mezcla de memoria personal y manual de uso para actores.

Por: Matías Serra Bradford

Igual que su teatro, todo perfectamente visible y al mismo tiempo suspendido de secretos. Un libro abierto y franco y laberíntico. Una voz auténtica que invita a ser oída como una fábula, crónica de Indias de una nave de locos, la de una tribu a punto de extinguirse: el Odin Teatret.

Bendito profanador, el director Eugenio Barba es una clase de autor anómalo –calificadamente anómalo–, el que llega cuando la escritura –la de otros– ya ha sucedido. Y la rapiña y la transfigura: mutilación y mutación de textos ajenos para llegar a una obra propia. Un lector zorro, un depredador con pretensiones. Sus fines y medios son legítimos: reconvertir es un verbo que conjugan los colmillos de la literatura y el teatro, el arte y la música.

Acaso sin querer, Quemar la casa escenifica la tirante y tantálica conexión del teatro con la literatura: siendo literatura, el teatro –por fuerza de su representación, mental, virtual o real– está dentro y fuera de ella, más desahogado en lo exterior, extramuros, arrojado a sus afueras, mar o desierto en el que erra sin tierra firme, extranjero sin papeles.

Una pasión, por tanto, indefinible y siempre retomable, de formas impredecibles. (Y que el mayor escritor de todos los tiempos haya sido dramaturgo solo consigue embarrar gloriosamente las costas limítrofes). El teatro desea conservar para sí una soberanía precaria pero indispensable: necesita y no necesita a la literatura. De allí, acaso, que deba arrancar a las palabras de su centro, arrastrarlas de los pies a la arena pública.

El barrido de este italiano plurilingüe es tan imparable como sus montajes: lo que le dejó Jerzy Grotowski, lo que Barba deja en los que trabajan con él, los horarios madrugadores de los ensayos, la desorientación involuntaria, el “desconcierto milimétrico”, los “espectadores fetiches”, el “orden elusivo” de cada obra, la apuesta por el error: “Y quien se comporta de manera insensata al final encuentra una princesa”.

Llegar a una cima de desamparo, por medio de la audacia de borrar y recomenzar cada vez: “Hacía crecer al espectáculo como un árbol sagrado, y luego yo mismo lo derrumbaba”. Un lector puede tener la sensación de estar recorriendo el detrás de escena de la historia entera del teatro.

Inconfundible con su fiel y frondoso pelo blanco, sus chalecos contrastantes, su tez de intemperie, Barba es un bucanero de velamen rajado por vendavales y su busca ha sido incansable. Ciertos métodos mitifican el trabajo que motivan, le donan un aura adicional. El suyo, de la mano de un elenco de cómplices que lo acompañó años y años, es de esa raza.

Para ir exorcizando el duelo, acerca del Odin Teatret acota: “Es la tradición de un puñado de personas y desaparecerá con ellas, como se desvanece el puño cuando se abre la mano”. La imposibilidad del traspaso de conocimiento y experiencia es un caro leitmotiv del libro, y la relación maestro-discípulo (que subrayan sus mil seminarios por el mundo) uno de sus subtextos menos camuflados: “Si el método se transmite, se vuelve irreconocible. Cuando es reconocible se trata de una ilusión”.

Coronada la travesía, resuena lo difícil que es saber de teatro, tan inmediato e inasible, más que de cualquier otro arte. Quizá en ese desconocimiento fecundo y esa inseguridad vital resida su llave convenientemente perdida. (Misterios irresolubles al borde del precipicio de Elsinore, en la Dinamarca que Barba y su jauría itinerante adoptó como domicilio ilusorio). Al igual que el teatro a secas, Barba declina la última palabra, cualquier línea con aires de definitiva, pero consigue conservar una autoridad de hechicero.

Ante el carismático texto de un director o un actor, perdura un acertijo. La otra mano, la que no escribe, la que sale a escena, ¿qué eligió callarse?

Quemar la casa, Eugenio Barba. Trad. Ana Woolf. Interzona, 360 págs.

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