Por Matías Serra Bradford
Ha querido ser varios escritores sucesivos y ha evitado ser algunos otros. Lo revela la inasible mutación de su obra, el fervor con el que se ha acercado –como viajero frecuente– a obras ajenas y su afición por entregarse a juegos especulativos sobre libros no escritos por nadie (pueden leerse en la antología La invocación).
El haber sido devoto lector de los incomparables Anna Kavan, Robert Aickman y Mary Butts lo dejó en una invencible intemperie a merced de sí mismo, y las clasificaciones no pueden sino errar: cómo catalogar a un autor que ha publicado fantasías épicas sobre la ciudad futura de Viriconium, una novela realista sobre escaladores, ficciones seductoramente esotéricas como El curso del corazón y Señales de vida, una trilogía de tiempos y planos mentales superpuestos, hamacándose entre Plotino y Plutón, y cuentos de una rareza nunca deliberada o planificada, invariablemente orgánica, rareza que sólo tira de un ovillo interior.
Es inútil etiquetar a quien estrena mundos paralelos mientras descorre velos y visillos en el nuestro (las suyas son zonas menos geográficas que psíquicas). A quien crea personajes que “se destruyen por necesidad de ser más de lo que son”. A quien posee una clara ambición de definir poética e implacablemente a sus figuras: “Algunos se casan jóvenes para esconderse”. O bien: “Como si al buscar una liberación, ella hubiera intercambiado un conjunto de cosas predecibles por otras”.
En las páginas de M. John Harrison, a menudo se puede subrayar sin comprender bien lo que se ha leído, pero apreciando la belleza intrusa de una determinada percepción: “En esa clase de infancia, todo se funde con la luz como las flores en un pisapapeles de vidrio”.
Las narraciones de Preparativos de viaje evidencian que su fuerte reside en la tensión entre condensación y despliegue, de una historia y de un universo, próximo o remoto. A veces, en medio de semejante desfile tecnológico y hasta cósmico, puede perderse de vista la sobrenatural captación psicológica de Harrison, experto en personajes tentados de hacer cosas inextricables (para sí mismos y para los demás), en pasiones perpendiculares, en motivos inmanejables (por incognoscibles), en la voluntad de perderse, en la fascinación del temor, en adivinaciones de orden íntimo, en los que regresan a aquello de lo que desean escapar, en los preciosos segundos de conversión mágica: “Miró el libro que tenía en la mano. De golpe se convenció de que tenía que haber otra manera de vivir”. En busca de “un espacio sin ansiedad”, es un maestro en el desplazamiento de fronteras, a diversas escalas, a todo nivel: “Cada sueño es una cueva cerrada. La paradoja de los sueños –de la magia, de hecho– es que para encontrar la llave ya tienes que estar adentro”.
Cada relato de La invocación es un modelo de enigma, su promesa y su experiencia (necesariamente parcial). M. John Harrison no ignora que hay que hacer un uso moderado del misterio, de lo contrario se repliega todavía más o debilita adrede su efecto. El desconcierto no parece ser mayor en quien pasa sus páginas que en quien las redactó. De allí que, refraseando a uno de los cuentos más breves del mundo, podemos dar con una imagen que sintetiza lo que provoca la literatura de Harrison: cuando el escritor despertó, el lector seguía allí.