En las novelas de Stanislaw Lem, el ser humano suele gritar preguntas que el espacio no devuelve. El universo no las registra, no nos reserva ninguna explicación, no tiene por qué hacerlo. Si en la primera mitad del siglo XX la sci-fi norteamericana le endilgó a la especie un futuro de conquista poco menos que infinito, la Europa devastada contestó con un pesimismo mucho más potente y sostenido por un realismo paradójico. Del otro lado de la Cortina de Hierro, en la Polonia controlada por fuerzas tan recónditas como las siderales sobre las que filosofó durante décadas, Lem amplió la frustración hasta llenar la vacancia entre el suelo y los astros. Lo que en Edén se disparaba a partir de un accidente, en Solaris era un océano mudo y en El Invencible una misión de rescate fracasada, en Fiasco transmigra a un planeta distante acerca del que los terráqueos creen saber algo: su posición inmejorable en la línea de evolución civilizatoria, justo antes del parpadeo cósmico que empuja a una cultura al cénit del conocimiento tecnológico y su consiguiente estancamiento.
Por motivos diversos, aunque más que nada la necesidad desnuda de vincularse, el hombre debe llegar a Penta. Para ello se forma un equipo de psiconautas que incluye a navegantes, astrofísicos, militares, un sacerdote y un resucitado. Este último tal vez sea el piloto Pirx, personaje al que Lem había hecho trabajar en una colección de relatos previa, o tal vez un alumno atrapado en un bosque de géiseres de Titán. El enigma no se desambigua en ningún momento. Quizás debido al armado del libro —que Lem escribió por encargo, para una editorial alemana, sorteando la censura soviética—, las primeras páginas cuentan una novela muy diferente a la que Fiasco terminará siendo. El alumno sale en un robot a salvar a Pirx, se extravía en la bruma alucinante y muere vitrificado. Unos cien años más tarde, la tripulación que viaja a Penta halla los despojos de dos hombres y consigue revivir sólo a uno de ellos, que ahora se llama Tempe —ecos etimológicos de tiempo y de templo— y cuya nebulosa identidad se convertirá de ahí en más en un problema de segundo orden.
Para mediados de los años ochenta, consolidando su giro hacia la ciencia ficción dura —cebada de información y un espíritu no muy lejano al que asumieron los escritores decimonónicos para perfilar registros civiles y barcos balleneros—, Lem había retomado el músculo ensayístico que traía de Summa technologiae y con el que poco antes había creado las reseñas metaliterarias de Provocación. En Fiasco, las ansiedades de futurólogo combustionan los rudimentos y la vena poética le cede el lugar a la especulación —académica y política— sobre saltos a través de agujeros negros, armamentística celeste y las dialécticas colaterales que despierta una exploración que a lo mejor el ser humano no debería permitirse.
Para entonces, la nave Hermes levita en la órbita de Penta y el vagabundeo de Tempe por sus pasillos se deslía —casi con la misma cadencia con que a Melville se le olvidó Ismael— entre debates acerca de cómo colonizar sin daño, cómo cautivar la atención de una civilización refractaria. Los pentanos no retornan las misivas ni se dejan ver. Los misterios alrededor de su aspecto y su idiosincrasia ritman la lectura, el descarte pasmoso del tacticismo pacifista, mientras que uno por uno los elementos alinean conclusiones precarias: un anillo de hielo surca la atmósfera del planeta, metáfora sin ambages del mundo dividido que Lem veía a través de su ventana y signo, trama adentro, de que Penta quizás sufra una belicosidad interior parecida a la terrestre.
En cierto modo, la nave mensajera funge de cámara defectuosa. Su angular captura el cuerpo entero, pero no la malla que le da unidad, y así el discernimiento se profana y la comunicación cruje. Aunque tarde o temprano Tempe reaparecerá para propiciar el aterrizaje inevitable, en ese comercio entre inmensidad y pequeñez se malogran las verdades cuya escala Fiasco se niega a calibrar.
Stanislaw Lem, Fiasco, traducción de Bárbara Gill, Interzona, 2023, 400 págs.