interZona

Flores mostrencas

Una lectura de La fauna divina, primera novela de Bernarda Pagés, publicada por Interzona.

Por Valeria Tentoni.

“No trato a la deformidad –o a cualquier cuestión física– de una manera obsecuente. Lo trato con total libertad, con total sinceridad; hablo de estos personajes animándome a contar sus humanidades, sus lugares oscuros… Y me parece que eso, de alguna manera, no es lo habitual. Se tiene cierto cuidado con aquel que nace con una discapacidad”, le respondía Bernarda Pagés a Andrés Hax al recibir el primer premio del certamen de novela del Fondo Nacional de las Artes por La fauna divina. “El mundo de Bernarda Pagés no es el de las buenas conciencias”, adelanta en la contratapa Daniel Guebel –quien, junto a Matilde Sánchez y Juan Ignacio Boido, integró el jurado. Ahora, ese trabajo se convirtió en libro, en una edición a cargo de Interzona.

Y es cierto que la conmiseración, en estas páginas, es asimilada más bien como impedimento para contar la historia. Que no había otro modo, para narrar la vida de Perla, que ir hasta el fondo de la incorrección. En su irreverencia, a Pagés podría pensársela cerca de escritoras como Fernanda García Lao o Ariana Harwicz. Sobre todo porque la autora no ignora (ni se escuda en la falsa ignorancia) que la compasión no es, nunca fue, un modo del amor, sino uno de los sutiles disfraces de la ofensa por parte de aquellos que se permiten la sensación de superioridad.

Perla, el completo personaje que escribe, también lo sabe. Completo (de esos que se levantan de la hoja para sonar y heder y deslizarse en el sueño del lector), se puede afirmar, aun cuando la escribe enana, de un solo brazo y con una mano de seis dedos, “como escupida” de su hombro, en lugar del otro y con caderas anchas, “víctima de la omnipotencia de un sabio falaz que equivocó la alquimia y transformó su cuerpo sano en una aberración. Talidomida. Diez ínfimas letras para resumir la cruz y la ignorancia”: ese, el nombre del medicamento venenoso que su madre, con inocencia, tomó durante el embarazo para aplacar las náuseas, deformándola para siempre.

Supurante de odio y resentimiento contra un mundo que la rechaza, Perla será un volcán de voluntad y deseo: dos cosas que no se domesticarán en ella ni siquiera bajo los hábitos de monja que se empecina en tomar ya con treinta y cinco años. Hermana Teresa, técnicamente, y ya no Perla, será su nombre meses después de llegar al cotolengo donde pasará la adultez tras abandonar Diamante, su pueblo natal. Iracunda, desenfrenada y caprichosa, no accederá a licuar su personalidad en la aceptación bovina de eso que tan rotundamente le presentan como destino. No quiere ser, ni por un segundo, objeto de misericordia, sujeto pasivo.

“¿Qué somos? ¿Un error de Dios, una burla del diablo que metió la cola para mostrarle al supremo la imperfección de su universo o una obstinación del hombre que, empecinado en esconder su vulnerabilidad busca y rebusca en la ciencia el misterio de la eternidad?”, se preguntará frente a los ocupantes de ese establecimiento: “fenómenos”, “confinados del mundo”, leemos. Tullidos, liliputienses, rebanados, incompletos, excesivos, descomunales, mostrencos, todos mostrencos, en la orfandad más dolorosa que sea posible imaginar, abandonados por sus familias y por los espejos, igualados en la diferencia.

Y es en esa reciprocidad que se erige en el libro la opción de la belleza, pero, antes que nada, del carácter. La personalidad deja de serles negada, allí, y recuperan el derecho a una identidad -combine ésta o no con su cuerpo, combine ésta o no con lo que esperan “los normales” de alguien con un cuerpo como el que tienen. Como si al ingresar al cotolengo un silencioso roedor invisible hundiera sus trabajos en la soga que retiene el avance del árbol que vemos en la lámina número 30 de Andry, de mediados del siglo XVIII, en Vigilar y castigar. Atado a un poste recto ahí, en este escenario en el que desembarca Perla al fin sus nudos, su rugosidad y su serpenteo podrían conquistar la silueta que se proponen.

Al igual que con Perla, Pagés es muy efectiva al delinear al resto de los personajes que la secundan en importancia y que se turnan para convertirse en antagonistas –todo mundo es, por lo menos por un rato, objeto de la pasión de Perla, y por lo general primero de su odio que de su amor. Probablemente mucho de eso se le deba a su labor como actriz y como guionista, a su desempeño en cine, televisión y teatro, a su formación con maestros como Mauricio Kartún. Son muchas las variables que pueden considerarse en su calidad al recibir La fauna divina como una primera novela.

“Soy parte del misterio”, sabe Perla antes de saber ninguna cosa, y se reencontrará con esa intuición al final, en escenas que hacen juego con la pintura de portada, de Verónica Pagés. Un fruto que suelta su forma, se separa de los bordes del mundo y comienza la fundición divina, el florecimiento absoluto.

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